jueves, 12 de enero de 2017

Ni frío ni calor

Hay días en los que uno se levanta sin ganas de nada. Y de lo que menos, del propio acto de levantarse. 
Son esos días de ánimo gris y adormecido, en los que nos damos cuenta de muchas cosas que son difíciles de ver bajo la luz de un sol radiante y caluroso. Es una sensación contraria a la que se produce cuando sentimos el espíritu encendido, arrebatado por un impulso que nos mueve a la acción; pero tampoco se parece en nada al frío que nos invade en esas otras ocasiones en las que no hay consuelo para una soledad que, a la larga, suele salir victoriosa. O, tal vez, sea lo mismo... ¡quién sabe!

Escribir, soñar... dejar que la imaginación vuele con una libertad que solo existe fuera de la vida es imposible en esos días. Los ojos solo quieren mantenerse permanentemente cerrados y lejos del mundo. En estas circunstancias, tanto la poesía como la prosa son empresas inalcanzables, para las que ningún órgano, ya esté instalado en el pecho o en la cabeza, está preparado. Luces y sombras se mezclan, burlonas y perezosas, para confundirnos aún más, sin mostrar síntomas de piedad ante nuestra total indefensión.

El alma no siente ni frío ni calor, se limita a balancearse en una indiferencia torpe, ajena a todas esas ilusiones que creíamos eternas. El dolor no existe en esos momentos y, por supuesto, no queda en nosotros el más leve síntoma de felicidad o alegría.
En otro orden de cosas, es algo similar a lo que le pasaba (no sé si le sigue pasando) a mi amigo Mala Estrella, cuyo problema era que, al ser insensible a la sensación térmica que producen el frío o el calor ambiental, en cuanto se descuidaba cogía un resfriado.

Pero esto es más grave que un catarro inoportuno. En estos días fláccidos (a mí siempre me ha gustado más esta palabra escrita con dos ces, porque me parece que alude mejor al suave e incontrolado movimiento que sugiere), que amanecen de improviso, agobiando nuestra conciencia sin pudor alguno, las ganas de vivir palidecen, las fuerzas nos abandonan y hasta las lágrimas se declaran en huelga indefinida. 
La fuga de la tristeza (que parecería tan lógica ante un cuadro como el que describimos) nos arrastra hacia un nihilismo que enternecería a Nietzsche, Turgenev y al propio Jacobi. A mí me traslada al recuerdo de la mirada que cruzan Fernando (padre) y Carmina (madre) al final de la escalera de Buero Vallejo, al ver a sus respectivos hijos besarse en aquel sórdido rellano mientras cae, lentamente, el telón.
Y es que eso es lo que parece: que la función está próxima a terminar, sin que, en realidad, haya llegado a comenzar nunca.

Mañana puede ser un día así, un día sin frío ni calor, en el que, al despertarnos, huérfanos de casi todo, escuchemos una voz sorda en nuestro interior que diga con impertérrita atonía: "La luz. Dos pesetas". Será muy mala señal.

lunes, 2 de enero de 2017

El teléfono sonó dos veces

Las dos tenían diecisiete años y a esa edad todo es posible... menos lo fácil, que suele ser de todo punto imposible. 
Él, sin embargo, tenía dieciocho, lo que le otorgaba una dudosa situación de privilegio en aquellos tiempos en los que, según estaba escrito, uno se hacía mayor algo más tarde. 
Pero José (a quien llamaremos P) ya era mayor. Su gran amor era Isabel (a quien llamaremos S), porque Cristina (a quien llamaremos C) estaba loca como un cencerro, Pilar (a la que llamaremos A) había quedado un tanto desubicada y Blanca (a la que llamaremos BB) siempre llegaba en mal momento. Así que tenía que decidirse entre E (de quien no diremos cómo se llamaba) y Carmen (a quien llamaremos PK).

PK tenía un novio, Cristobalito, quien, pese a su cara de huevo, había reinado en el corazón de PK hasta el anterior verano, encontrándose en el momento de esta historia un tanto disminuido de ánimo y menguado de espíritu.
E no tenía novio, pero sí un pretendiente, LeqBclG, que era el favorito de La Vieja Arpía y propietario de un flamante Triumph TR4.
Por culpa de un amigo (a quien llamaremos J) y, también, de Frank Sinatra, St. Trop, Marina, La Cuadra y Elvis Presley, P había tenido un percance sentimental de imprevisibles consecuencias con PK, provocando el desconcierto de BB, un pequeño revuelo parisino que estuvo a punto de resultar en un episodio delicado con los Estados Unidos de América, y diversas circunstancias orteguianas con sus correspondientes secuelas (todas leves, eso sí).
Una triple y posterior boda con E causó una tempestad descontrolada y desencadenó un conflicto, cuyos principales escenarios bélicos alternaron episodios sucesivos en Rosales, Gandía, Brañuelas y Cercedilla.

Todo esto (hasta aquí muy resumido) llevó a P, con sus dieciocho años bien cumplidos, a enviar sendas felicitaciones navideñas a E y PK. En ambos casos el mensaje fue el mismo: "Año nuevo... ¡vida nueva!".
En la mañana del día uno de enero sonó dos veces el teléfono en casa de P. La primera llamada fue a las 11:18. P estaba lejos y tardó en llegar. En el momento en el que descolgó el auricular, P se dio cuenta de que acababan de colgar... por dos o tres segundos había llegado tarde. Al otro lado de la línea, E, que había llamado burlando la vigilancia de La Vieja Arpía, sin estar del todo convencida de que debía arriesgarse a hacerlo, perdió su única oportunidad en aquel fallido intento. La Vieja Arpía convocó esa misma tarde a LeqBclG, quien pasó solícito con su TR4 a buscar a E y llevarla a tomar una Coca-Cola a El Latigazo.

P se quedó junto al teléfono. No sabía quién había llamado, pero su instinto le decía que tenía que haber sido E o PK, aunque, sin la menor duda, hubiese deseado que fuese S (algo altamente improbable, ya que S no tenía la menor idea de cuál era el número de teléfono de P). Unos minutos después, a las 11:47, volvió a sonar el timbre, esta vez con estridencia. A P le pareció que nunca lo había oído tan fuerte. Era PK.
–¡Hola! –dijo ella– Me he decidido por la vida nueva. 
–Muy bien –respondió P, con la ligera sensación interna de haber preferido que la llamada hubiese sido de E–. ¿A qué hora quedamos?

Durante los siguientes meses (tal vez décadas), J se arrepintió de haber convencido a P; C siguió estando tan loca como siempre; A permaneció en paradero desconocido; BB se desesperó ante las explicaciones epistolares de ME (a quien, hasta ahora, no habíamos mencionado); S mantuvo su divinidad intacta, apenas dejándose ver por los aledaños del Olimpo y E sufrió los golpes y dardos de la insultante fortuna impía, mientras trataba de escapar de ese destino fatal que, años más tarde, la llevaría a su triste final. Todas ellas tenían diecisiete años.

Medio siglo más tarde, PK, S, A, BB y C (E ya había fallecido) estaban sentadas en una tarde de enero (no diremos el día exacto, porque es fácil de suponer), en sus respectivos domicilios de Las Palmas, Madrid, Zaragoza, Bilbao y Dios-sabe-dónde, oyendo música de esa que cada vez es más difícil encontrar. Y, por una de esas coincidencias de la vida, que tantas veces se dan sin que lleguemos a enterarnos de que suceden, las cinco escuchaban, a la vez, la misma canción:

I learned the truth at seventeen
That love was meant for beauty queens
And high school girls with clear skinned smiles
Who married young and then retired...