lunes, 29 de agosto de 2016

Los arrayanes

Solo cultivaba mirtos. Durante un tiempo, había estado enamorada de los laureles, pero Ingrid se había volcado luego en el cuidado de esos arbustos, al que estaba dedicada en cuerpo y alma.
Tal vez fue porque, hace muchos años, visitando Granada, alguien le regaló un libro de Washington Irving. O porque pensó que las coronas de hojas de mirto lucían mejor en las sienes de los triunfadores que las de laurel... no está claro el motivo, pero se había pasado a los arrayanes.

Porque a Ingrid le gustaban mucho los triunfadores. Tanto que, cuando un ganador habitual dejaba de serlo, caía en desgracia en el afecto de Ingrid.
Ella se llamaba así porque, cuando nació, la famosa actriz sueca ya había dejado de ser una belleza juvenil y su padre quiso pensar que su hija sería tan bella como Bergman y podría devolver al mundo su mirada, iluminando de nuevo las ilusiones humanas con el destello de su sonrisa.

No iba descaminado, porque la nueva Ingrid era guapa. No tanto como su tercera hija (a la que llamó Greta), pero tenía más ambición que ella, lo que la colocaba en una posición de ventaja (y, a la vez, de mayor riesgo). Pero dejemos estos circunloquios y volvamos al tema que nos ocupa.

Es muy cierto que Ingrid recelaba un poco de determinadas virtudes mitológicas del mirto, así como de alguna de sus simbologías (muy en especial de las transmitidas por Plinio y Ovidio, relacionadas con la fecundidad y la fidelidad) y, desde luego, estando a favor de su relación con Venus o Afrodita, prefería olvidar esa vieja costumbre romana de azotar a las mujeres con ramilletes de arrayán en las festividades de la diosa Bona Dea.

Pese a todos estos inconvenientes, cumplida una edad, se concentró en el mirto.
Flores, hojas y frutos abundaban a su alrededor, y sus jardines y terrazas contaban con estanques enmarcados por arrayanes. 
Desde que había leído a Irving, Ingrid se consideraba heredera natural de Lindaraja y renegaba de su turbulento pasado erótico-sentimental, tras haber arrancado sin piedad los laureles para sustituirlos por sus nuevos arbustos sagrados.

Arrinconado el laurel a esporádicos aliños culinarios, Ingrid dio todo tipo de usos al mirto. Ella misma se coronaba con sus hojas y flores durante los íntimos ritos a los que se sometía mientras observaba la puesta del sol desde la terraza principal de su casa, saboreando una infusión hecha con el aroma de sus azules frutos.

Lo que Ingrid ignoraba era que, a lo largo de la historia, todos los que se entregaron a la adoración de los arrayanes habían acabado vencidos por la furia de la soledad, esa monstruosa hidra del destino de la que tan difícil resulta escapar cuando se escarnece la lealtad. Se lo advirtieron, pero ella no quiso escuchar. Y un veintinueve de agosto cualquiera (el año es lo de menos), los mirtos se secaron y aquellos que fueran verdes setos de arrayanes se convirtieron en sombras ennegrecidas, semiocultas en los mustios collados del olvido, como las ruinas de Itálica.

Entre sus restos, ya secos y polvorientos, volvieron a crecer, despuntando con la primavera, unas nuevas hojas de laurel que, con el tiempo, acabarían cubriendo por completo el recuerdo de Ingrid, a la que también llamaban María.

sábado, 27 de agosto de 2016

La tiranía del olfato

Ya en el siglo XVIII, el naturalista irlandés Linus Burtchaell publicó un interesante estudio sobre la desigualdad en el control de los sentidos. En sus trabajos, analizaba con detalle cómo cada uno de nuestros cinco sentidos mantiene una relación diferente con el entorno, adaptándose, de una u otra forma, a las reacciones instintivas del individuo y a su forma de interactuar con el nivel de satisfacción hacia lo percibido por una vía sensitiva determinada.

Yo soy un ferviente seguidor de Burtchaell y, sobre todo, de su particular aproximación al mundo de la sensibilidad física y emocional, gustándome especialmente su célebre descubrimiento de las funciones sensoriales del tacto, bajo unas circunstancias muy concretas, que, en su momento, fueron consideradas como una novedad revolucionaria, por lo que se mantuvieron en secreto durante varios años.
Pero no trataremos ahora en profundidad el tema del tacto (ya suficientemente explorado por Burtchaell), sino el de otro sentido, menos desarrollado en el ser humano y más vulnerable a los agentes externos descontrolados.

Cierto es que, desde ese punto de vista (el de la gestión eficaz del control de las intervenciones exteriores), podríamos catalogar a los sentidos en dos grupos.
En el primero, el de los que cuentan con una mayor capacidad de protección natural, se encontrarían los que podríamos catalogar como sentidos 'activos': vista, tacto y gusto. Los tres disponen de mecanismos automáticos de defensa, susceptibles de actuar sin ayuda artificial.
Un ejemplo sencillo de esto es la capacidad de la vista para no mirar algo desagradable, aunque lo tengamos justo delante de nuestros ojos. Para estar a salvo de esas imágenes no deseadas, bastaría con cerrarlos o dirigir nuestra mirada hacia otro lado. Ambas acciones se pueden ejecutar con éxito de forma casi instantánea (lo que da a la vista, a diferencia de los otros dos sentidos 'activos', una doble capacidad de reacción). Algo parecido, aunque con menos recursos, se podría aplicar al tacto y al gusto.

No ocurre lo mismo, sin embargo, con el oído y el olfato, sentidos mucho más expuestos a la indefensión ante la contaminación sensorial del ambiente.

El oído está algo menos atrofiado (con notables excepciones) en el animal humano que el olfato, pero esta mayor capacidad de percibir suele estar compensada con una superior resistencia a la adversidad acústica. Se oyen tantas tonterías y tal cantidad de sonidos y voces desagradables al cabo del día, que todos estamos más acostumbrados a superar con entereza los desmanes auditivos de la vida moderna (muy particularmente en los núcleos urbanos).
Por el contrario, el olfato, a cambio de estar bajo la protección de su falta de desarrollo, tiene pocos (por no decir ninguno) recursos naturales de defensa. Y, desde luego, esta desdicha se convierte en catástrofe si la madre naturaleza nos ha otorgado el don de un olfato canino.
A este grupo selecto de personas con gran capacidad de detectar y procesar los olores que nos acechan les cabría, no podemos negarlo, la posibilidad de ir por todas partes con una pinza en la nariz (las hay muy eficaces, como las que se usan en natación sincronizada), pero no estoy seguro de su idoneidad en la práctica.
Dejando a un lado su estética (hoy no desentonarían demasiado entre la avalancha de piercings y otros artilugios estrafalarios, tan a la moda), es indiscutible que, si bien evitarían riesgos, tendrían el inconveniente de impedir el buen uso de unas glándulas pituitarias tan excepcionales, en la parte positiva (que la hay) de lo que llega al cerebro a través del nervio olfatorio.

Ellos, ante la tiranía de su olfato privilegiado, tienen que enfrentarse eternamente a un dilema que podríamos calificar de shakespeariano: "To smell, or not to smell, that is the question". 
Y, los que se decidan por la segunda opción, deberían adoptar medidas drásticas, ya sean mecánicas (pinzas o tapones) o quirúrgicas (una especie de vasectomía olfativa).
Con toda sinceridad debo admitir que me apetece escribir una versión del monólogo de Hamlet:
–Oler o no oler, esa es la cuestión. ¿Qué es más sano para la nariz, sufrir los pestilentes hedores de la repugnante inmundicia o taponar nuestro apéndice nasal ante un mar de adversidades pestilentes y, cerrándolas el paso, encontrar el fin? Morir, dormir...

Pero no lo haré, la tiranía del olfato es un asunto demasiado serio como para tomárselo a broma.

jueves, 25 de agosto de 2016

Amar en noviembre

Amar en primavera no cuenta. Y en verano, menos.
Lo verdaderamente difícil es hacerlo a partir de septiembre, cuando el otoño se acerca con esa asombrosa celeridad que evidencia la brevedad de la vida.
A partir de septiembre, las hojas del árbol de los sentimientos, las que tanto crecieron durante la juvenil primavera, empiezan a sentirse débiles en unas ramas sometidas a la creciente inclemencia del viento de poniente que sopla al atardecer. Un atardecer, por cierto, que ya es permanente, que no solo no cesa, sino que se va haciendo más oscuro día a día.

También hay hojas perennes, claro. Son las de esos otros árboles que creen en un amor distinto, duradero, permanente. O, tal vez, no creen ni dejan de creer, sino que tienen una naturaleza más estable, de lealtad más duradera, menos volátil.
En septiembre empiezan ya a verse las ramas desnudas de los árboles más vanidosos y egoístas. Árboles que se adornaron y protegieron con amores brillantes y frondosos cuando la savia que corría por su interior estaba inflamada de juventud.

Mantener el amor en otoño es más costoso. Y, a medida que se va acercando el invierno, se hace heroico para ciertos árboles. Por eso, el verdadero amor se mide en noviembre, a las puertas de un invierno que nos inquieta por su frío, por su lluvia, por su viento...
Cuando miramos hacia atrás (en ese "tiempo de mirar a popa" que diría mi amigo José Luis Herrero) desde el otero de noviembre, vemos casi todo con mucha más claridad, a pesar de la neblina destemplada que nos empieza a envolver.
Una de las ventajas es que, si no vemos algo es porque lo hemos olvidado, lo que ayuda, en gran medida, a distinguir lo importante de lo intrascendente o pasajero. 
La nitidez con la que observamos, desde esa privilegiada posición (otorgada por una madurez que ya empieza a estar en peligro de convertirse en otra cosa) es asombrosa.
Desde nuestra particular y encanecida atalaya es más sencillo darse cuenta del déshabillé generalizado de aquellos amores travestidos de una honradez digamos temporal, cuya fecha de caducidad coincidía con el final del calor del verano.

Por eso me parece mucho más razonable lo que hacen Mimì y Rodolfo en el tercer acto de La Bohème, decidiendo mantener su amor durante el frío invierno y separarse al llegar la primavera:

–Voi che aspettiam la primavera ancor?
–Sempre tua per la vita...
–Ci lasceremo alla stagion dei fior...
–Vorrei che eterno durasse il verno!
–Ci lascerem alla stagion dei fior!


Hay que amar en noviembre. Y en invierno. 
Amar en primavera no vale. Eso lo hace cualquier árbol.

miércoles, 24 de agosto de 2016

Espectros sin maquillar

Fue Ethel Brown, la hermana de Guillermo, quien aseguró que una chica del pueblo (sin duda una aspirante a ocupar su bien ganado trono de máxima beldad local) parecía "un espectro sin maquillar".
Da igual que yo haya leído esa definición hace más de cincuenta años. Nunca he conseguido quitármela de la memoria (bien es cierto que tampoco he hecho el más mínimo esfuerzo por lograrlo). No solo me pareció (y me sigue pareciendo) una genial y elegante descalificación hacia una posible rival, sino que, sobre todo, fue creando en mi interior un sentimiento (no del todo superado) de intranquilidad al preguntarme, primero, si existen los espectros maquillados y, después, qué aspecto tendrían.
En cualquier caso, otro detalle (no insignificante) que se deriva del peyorativo comentario de Ethel es la conclusión de que es mucho peor ser un espectro sin maquillar que uno maquillado.

Pues bien, con el paso del tiempo (ahora lo ratifico en este escrito, pero me consta desde hace décadas), he llegado a la firme conclusión de que sí existen los espectros maquillados. Y no solo eso, sino que estoy absolutamente convencido de que la mayoría de ellos se maquillan.

Mi error para sentirme tan confundido con las palabras de la hermana de Guillermo fue dar por hecho que la acepción única de la palabra espectro es la de fantasma. No tuve en cuenta que tiene otros sinónimos, generalmente aceptados, como, por ejemplo, espíritu. Fue entonces cuando comprendí que no era un disparate formular de esa manera (tan peculiar, en apariencia) la disyuntiva 'maquillado/no maquillado', referida a un espectro.
Porque los espíritus se maquillan. Siempre lo han hecho. Y no está mal que lo hagan. Si no maquillásemos el alma igual que lo hacemos con el cuerpo (el vestido también es una suerte de maquillaje, tan importante, antigua y popularizada que ha desarrollado una identidad propia que va muchísimo más allá de la protección de las inclemencias del clima), sería difícil haber construido una sociedad civilizada, capaz de vivir en común.

El problema surge cuando el maquillaje es excesivo. En especial, si, además de exagerado, es malicioso. Y esto es algo que sucede con creciente frecuencia. 
Lo vemos en esas personas que no se conforman con disfrazar sus sentimientos, sino que adulteran sus propias emociones para que resulte casi natural su comportamiento. Así, el engaño es más sencillo, ya que, de tanto camuflar el alma, llegan a mezclar ficción y realidad, creyendo que su disfraz es parte sustancial de su naturaleza. 

En esos casos, prefiero los espectros sin maquillar. Aunque a la vanidosa Ethel Brown le resulten tan poco atractivos en una mujer.

martes, 23 de agosto de 2016

Tres mejor que uno

En aquella casa era normal que durmieran tres en la misma cama. Pero no es ahora el momento de contar esta historia (más antigua y, sin embargo, de escritura no permitida aún, por motivos de seguridad). 

Por eso, hablaremos de un caso parecido (no idéntico, desde luego), acontecido varios años más tarde en un país lejano, cuyo nombre es tan difícil de pronunciar que parece sacado de uno de esos cuentos que tanta popularidad alcanzaron en el Cáucaso a mediados del siglo XIX.

Bakar, Deeba y Durkhanay dormían siempre juntos. Bakar lo hacía en el centro, con Deeba a su derecha y Durkhanay a su izquierda.
En las noches de invierno (y, con frecuencia, en muchas de verano), Bakar se giraba a la derecha, donde rozaba con su cuerpo la piel suave y tibia de Deeba, cuyo nombre definía a la perfección esa virtud tan singular de su epidermis, que ayudaba a conciliar el más feliz de los sueños.
Durkhanay también tenía suave la piel, si bien su tacto era algo más frío que la de Deeba, pero su dulce perfume se mantenía vivo durante toda la noche, lo que provocaba que, incluso dormido, Bakar se volviera para respirarlo varias veces, antes de que llegase la madrugada.
Por su parte, Bakar irradiaba una sensación de calma y seguridad que permitía el más reposado y placentero descanso a las dos mujeres que yacían con él.

Por supuesto, los tres dormían desnudos, pero el sexo carecía de importancia en su relación nocturna, pues es de todos sabido que los espíritus más sofisticados no lo necesitan para que los sentidos menos desarrollados en los humanos más vulgares (el tacto y el olfato, cuando son sutiles) alcancen el punto más perfecto y elevado en el subconsciente de los dioses.

Durkhanay se levantaba antes que Deeba y lo hacía, claro está, por el lado izquierdo de la cama y sin mirar más allá de Bakar. Primero posaba su pie izquierdo sobre la alfombra y, a continuación, el derecho. Nunca dejaba de practicar este ritual, que ella consideraba casi sagrado.
Media hora después se despertaba Deeba, saliendo de la cama por el lado derecho y sin preocuparse de qué pie colocaba antes en el suelo. Ella no miraba a Bakar y se limitaba a pasar sus manos, con los dedos abiertos, entre su abundante y ondulada cabellera rubia.

Así, cuando el día amanecía para Bakar, ninguna de sus compañeras estaba ya junto a él, pero entre las sábanas de fino hilo permanecía el aroma de Durkhanay y podía sentirse en ellas la suavidad con la que fueron acariciadas por la piel de Deeba.

Lo que sucedía a lo largo del resto del día no merece la pena ser reseñado aquí, porque carece de relevancia para esta crónica de una época comprimida, ahora, por el largo transcurso del tiempo. 
Es difícil relatar lo sucedido cuando los años se han ocupado de alimentar la leyenda, puliendo sus asperezas menos románticas, pero así me contaron que sucedió.
Deeba, Bakar y Durkhanay, la historia de una reina, un sueño y una princesa, unidos eternamente en contra de su destino por la fuerza más colosal que se conoce: el poder de lo imposible.

viernes, 19 de agosto de 2016

Concerto all'alba

Chiara Monteverdi había sentido inclinación por la música desde muy pequeña.
Una afición que no tenía antecedentes familiares y que, tal vez por ello, había sido causa de algún que otro problema en sus inicios. Ahora, con veinticinco años cumplidos, ya nadie dudaba de que la música clásica era su destino profesional. 
Chiara había estudiado mucho y nunca dejó de trabajar para conseguir lo que deseaba. Al menos, para lograrlo en parte, porque ella aspiraba a más. Ser uno de los doce primeros violines de la Orchestra Filarmonica Salernitana no estaba nada mal para su edad, pero ella siempre había creído que si hubiese tomado la decisión de salir de su Salerno natal, podría haber llegado más lejos.
Tal vez fue un error haber aceptado ese noviazgo, ya largo, con su eterno amigo y vecino Claudio. Eso la tenía medio atada a su ciudad y complicaba mucho sus posibilidades de volar más alto. Porque Chiara soñaba con Milán, Berlín, Viena... incluso con Nueva York.

Sin embargo, ese año se había producido un hecho especial. Su orquesta había sido seleccionada por el Festival de Ravello para actuar en su famoso Concerto all'alba. Una ocasión, sin duda, singular para ser parte de uno de esos acontecimientos musicales que siempre llevaban consigo un atractivo particular. Tocar en el Belvedere de Villa Rufolo a las cinco de la madrugada, mientras iba amaneciendo a su alrededor era para Chiara algo muy especial. Estaba convencida de que nunca olvidaría esa experiencia.

Se compró un vestido negro (demasiado escotado, según su novio) para estrenarlo en Ravello, acompañado de unos zapatos abiertos por delante (con un excesivo tacón, en opinión de Claudio). Pero Chiara no estaba dispuesta a aceptar censura alguna sobre su forma de vestir en el trabajo y, mucho menos, si venía de un novio cuyos celos se estaban empezando a volver muy incómodos para ella.
Así que, con su atuendo de estreno, Chiara ocupó su puesto en la formación de la orquesta, sentada dos filas detrás del concertino y en la primera línea del escenario, justo frente al público que se disponía a presenciar un espectáculo en el que música y naturaleza se funden para crear un conjunto difícil de superar en las artes escénicas modernas (ya que en la antigüedad clásica era frecuente que los teatros estuviesen construidos frente a panoramas  impresionantes).

Como es lógico, Chiara no solía fijarse en el público que tenía frente a ella. Todo profesional de la música que se precie centra su atención en el director, la partitura y en su personal involucración en la pieza que va a ejecutar.
Pese a ello, la poco habitual situación del auditorio de Villa Rufolo, prácticamente colgado sobre un paisaje infinito, que va surgiendo de las sombras a lo largo del concierto, hizo que Chiara (cuyo escotadísimo vestido negro y sus vertiginosos tacones habían pasado casi inadvertidos entre sus compañeros, pero no entre sus compañeras) mirase con curiosidad a los espectadores antes de que comenzase la obertura de 'Las Hébridas', una romántica composición de Mendelssohn muy apropiada para ser interpretada frente a las dramáticas vistas al mar de Ravello.

De pronto, los grandes ojos negros de Chiara se quedaron clavados en él. Era un hombre de pelo blanco, vestido con una chaqueta azul que contrastaba con su camisa, de una claridad tan intensa como la de su pelo. Chiara pensó que era un abogado de Milán. Junto a él, dos chicas jóvenes, una más rubia que otra, ocupaban sus respectivos asientos flanqueándole, como separándole de la posible contaminación del resto de los asistentes.

A partir de ese momento (es decir, en su totalidad) el concierto fue un desastre para Chiara o, al menos, así lo creyó ella, porque nadie más se dio cuenta.
No pudo concentrarse en Mendelssohn, ni en Grieg... ni en Sibelius. Fueron dos horas de lucha permanente contra la estática figura de pelo blanco que la miraba, fijamente, desde una de las primeras filas, distrayendo su atención de partitura, música y del propio director. Chiara tocó su violín de forma automática, sin apenas darse cuenta de lo que estaba haciendo.

Hubo muchos aplausos. El director salió varias veces al escenario a saludar, invitando a los componentes de la orquesta a levantarse y agradecer la ovación de unos asistentes que habían presenciado como el mar, las montañas, el cielo y la luz habían surgido ante sus ojos entre la música de la Sinfonia n.2 in re maggiore de Sibelius, cuyo Allegretto coincidió, precisamente, con los primeros rayos de sol del día.
El hombre de azul y blanco la aplaudía solo a ella (eso pensó Chiara, convencida de que había encontrado allí, en Ravello, a quien tanto esperó desde niña, sin saberlo). Puede que no fuera abogado, ni de Milán... tenía, más bien, aspecto de ser un poeta toscano. Las dos jóvenes debían ser sus hijas, pensó (aunque, por un momento, temió otra cosa, que alejó de su mente al instante). Eran dos mujeres (ahora, viéndolas un poco mejor, no fue capaz de considerarlas 'chicas') muy guapas, lo que, sin saber por qué, inquietaba su ánimo.

Chiara se volvió un instante a contemplar el fantástico panorama. Casi se llegaba a ver Salerno desde aquel incomparable belvedere... 
Era el momento de abandonar el escenario. Los demás miembros de la Filarmonica Salernitana ya habían empezado a desfilar por las escaleras laterales que parecían descender hacia la nada. Chiara se giró hacia el público para dirigir una última mirada a su hombre azul de pelo blanco. Se preguntaba si debía hacerle algún gesto, una señal que sugiriese un encuentro a la salida... Sí, un pequeño gesto con la cabeza sería suficiente, decidió. 
Pero ni él ni las dos bellezas estaban allí. Se habían esfumado. 

En vano le buscó por todas partes. Ni siquiera se cambió de zapatos para correr de un lado a otro de Villa Rufolo. Tampoco estaba en la plaza. La gente iba dispersándose, poco a poco, mientras la luz del día se iba apoderando de Ravello.
Sus compañeros llamaron su atención. Los autobuses estaban a punto de marcharse...
Abrazada a la funda de su violín, llegó a pensar que todo había sido fruto de su imaginación, una fantasía provocada por el mágico ambiente de una madrugada extraña, diferente y llena de sensaciones raras. Se sobresaltó con el aviso de un mensaje en su móvil. Era Claudio. Un comentario nada afortunado sobre el escote de su vestido y el sexo masculino. Su novio tan inoportuno como siempre. "Porca miseria", se dijo a sí misma, sin apenas separar los dientes.

Chiara subió al microbús. Era el último. Solo quedaba un asiento libre. 
Apretando el violín contra su pecho, iba a sentarse en él cuando advirtió la presencia de un pequeño papel, doblado en dos, con su nombre escrito en la parte exterior. Dentro solo dos palabras: "Ti amo". En el asiento de al lado, una compañera de la orquesta dormitaba con la cabeza apoyada en la ventanilla.
El minúsculo autobús comenzó a moverse, emprendiendo el descenso hacia Amalfi por esa endiablada carretera llena de curvas imposibles. Abajo, los rayos del sol empezaban a reflejarse ya sobre un mar en calma. Arriba, Ravello, los ecos del Concerto all'alba... y el cielo. Pálido, azul, inalcanzable para una joven violinista salernitana.

miércoles, 17 de agosto de 2016

Matermania

Sé que nadie va a creer esta historia. Yo tampoco la creí cuando me la contaron. Después, tuve la oportunidad de comprobar que era rigurosamente cierta. Hoy la comparto, dejando a salvo la identidad de los protagonistas, que aún viven.

Sucedió hace años. Rómulo y Giulia eran amantes. Y, como suele ser una constante en estos casos, con familias enemigas y sin posibilidad de reconciliación, aunque, bien es cierto que esta vez no era por motivos ancestrales ni anteriores a la relación entre ambos, lo que ya es más infrecuente y no deja de tener mucha más lógica.
Rómulo y Giulia estuvieron viéndose a diario durante dos décadas. Exactamente. Ni un día más y ni un día menos. Cuatro lustros. Sobre ellos siempre se cernía el riesgo de ser descubiertos, algo que en unas ocasiones les preocupaba y en otras no. Y me parece normal que fuese así, dado el largo tiempo transcurrido. Una vida como esa, mantenida durante tantos años, da lugar a infinidad de altibajos y cambios de todo tipo.

La familia de Giulia era la que más recelaba. Llovía sobre mojado (empapado, dicho con más propiedad) y eso provocaba que las sospechas fueran constantes. Sin embargo, Julia parecía no sentirse alterada por ello. Ni un solo día dejó de reunirse con Rómulo en aquella apartada gruta que se decía había estado consagrada a la diosa frigia Cibeles en los lejanos tiempos de la antigüedad.

Giulia parecía determinada a algo, pero nunca se supo a qué. Pasaron los días, las semanas, los meses, los años... y todo seguía igual. En su relación afectiva no cambió nada. Al menos, externamente. El cariño era firme, sereno, tranquilo, constante... sin dejar de ser apasionado y fuerte. Mantuvieron su amor en secreto durante siete mil trescientos cinco días, que son, contando los bisiestos, los que corresponden a veinte años.

Solo podían estar juntos un rato cada día, ya que la vigilancia de las familias era estrecha y permanente, en especial (como ya hemos señalado) por parte de la de Giulia. Pero a Rómulo no le importaba, porque salía de aquella cueva impregnado del perfume que la envolvía a ella. Era un aroma intenso, profundo, que se fundía con la piel y permanecía en ella hasta el día siguiente. Cuando ya empezaba a desaparecer, volvían a encontrase y se renovaba el milagro.  Porque para Rómulo era como un milagro obrado por la diosa, señora todopoderosa de la cueva milenaria, el que el olor de aquel perfume se sintiera más al separarse que mientras estaban uno al lado del otro.

Rómulo le decía todos los días a Giulia que siempre estarían juntos. Y Giulia nunca respondía. Estuvo veinte años sin contestar (él tampoco se lo pedía, la verdad). Solo le escuchaba y sonreía. Ni siquiera asentía con la cabeza.

El día siete mil trescientos seis, al llegar, como cada tarde, a la cueva de Cibeles. Rómulo vio que había una antorcha encendida. Junto a ella, en el suelo, un látigo hecho con corteza de árbol y cuatro palabras, escritas sobre la arena, "Amori et dolori sacrum". 
Giulia no estaba. Él se sentó a esperarla y allí se quedó hasta que la antorcha se apagó, muchas horas después. Giulia no volvió nunca más.



A Rómulo le dijeron que Giulia estaba bien. El conflicto con su agobiante familia se resolvió por la vía más expeditiva. Se acabaron las presiones, las amenazas, el miedo... 
Giulia se separó, por fin, de aquella familia que tanto había abusado de ella en lo anímico y, sobre todo, en lo económico.

Dicen que Rómulo sigue yendo a la gruta, esperando inútilmente el regreso de Giulia, quien, por lo que me cuentan, no ha vuelto por allí en los últimos doce años, desde aquel día siete mil trescientos seis, en el que no se presentó a su eterna cita. Menos mal que, por alguno de esos misterios sin resolver de la naturaleza (o de la diosa Deméter, que viene a ser lo mismo), su aroma permanece allí. Apenas se nota mientras Rómulo está en la cueva, pero al irse le acompaña, como si surgiese de su propia piel, y en ella se mantiene vivo durante el tiempo justo... hasta que regresa la siguiente tarde a la sagrada gruta de la Mater Magna. 
La diosa nunca falla. Aunque su imagen lleve veinte siglos fuera de su santuario.

viernes, 5 de agosto de 2016

No podía ser

–Lo nuestro no podía ser –dijo ella, muy seria.
–Y, además, era imposible –apostilló él, tratando de rebajar, aunque de forma muy contenida, el dramatismo de la conversación.
Ella no se inmutó ni pareció apreciar esa levísima concesión al humor.
–Ya, pero, sobre todo, no podía ser –insistió, repitiendo expresión y tono de voz.

Cuando una mujer va por ese camino, no da la más mínima concesión a lo literario, salvo que sea castiza hasta la médula. Y no era el caso.
Lo único que quería era dejar constancia de que, pese a los años transcurridos, era inútil cualquier acto de contricción por ninguna de las dos partes. También quería ratificar que carecía de propósito alguno de la enmienda.

–Bueno –volvió él a la carga, sin mucha convicción, en su argumento–, viene a ser lo mismo...
–Nada de eso. Lo imposible cambia, pero lo que no puede ser, no puede ser.

Él evitó, con buen juicio, rematar la frase que ella le había servido en bandeja. No era momento de adornarse dialécticamente, reiterando sus primeras palabras, para, continuando las que ella acababa de pronunciar, completar la célebre sentencia de 'Guerrita'. Detuvo el gesto que había iniciado con la mano para remarcarlo, cerró sus labios, ya entreabiertos, y se quedó callado.
En realidad, él no pretendía polemizar. Le daba igual. Aunque nunca había llegado a comprenderlo del todo. Y le parecía una tontería eso de que "lo suyo no podía ser", ya que, no solo podía, sino que, de hecho, "había sido" durante un cuarto de siglo.

–¿Por qué hiciste todo lo que hiciste? –preguntó ella con cierta teatralidad.

No esperaba una respuesta. Solo había lanzado al aire una pregunta retórica para que quedara constancia de que estaba cargada de razón.

–Yo no hice nada... Mejor dicho, sí, hice muchas cosas, pero todas buenas para nosotros –se atrevió a decir él.

Ella suspiró profundamente.
–Ya sé que nunca me lo vas a decir. No volveré a preguntártelo –mintió ella, con impasible descaro.

Era un monólogo con dos personajes. Una conversación del todo inútil para él, pero imprescindible para ella.
Fue entonces cuando él se dio cuenta de que en algún sitio estaba sonando el 'Adagietto' de Mahler. Ella no reparó en semejante circunstancia. En cualquier caso, en esos momentos no estaba dispuesta a oír otra cosa que no fuese lo que ella misma decía.

–Será mejor que me vaya –espetó, de pronto, con aire de ser una mujer generosa y condescendiente, pese a sentirse justamente ofendida–. Todo esto es una pérdida de tiempo.

Él miró a través de la ventana del café. Llovía. Suavemente, pero llovía. Con esa tristeza infinita con la que solo llueve en el Lido durante el invierno. Sí, era mejor que ella se fuese. Tal vez no había sido una buena idea quedar allí, en Venecia, después de estar casi treinta años sin verse.
Ella se levantó despacio, se puso el abrigo y el sombrero y se dirigió a la puerta. Muy lentamente... como esperando a que él tratase de impedir su marcha.
Pero él no se movió. Apenas, una vez que ella ya hubo salido, lo justo para levantar su copa de spritz y brindar, en silencio, con una gaviota que se acababa de posar sobre el cartel de la parada del vaporetto.

Volvió a mirar por la ventana. El agua de la laguna parecía reflejar extraños colores. Y el 'Adagietto' de Mahler seguía sonando en algún sitio.

jueves, 4 de agosto de 2016

Salud y libertad

El personaje conocido como 'Compadre' en la divertida pieza teatral de los hermanos Álvarez Quintero, titulada 'Los mosquitos', solía contestar "¡Y libertad!" cuando alguien le decía, a modo de saludo o despedida, la muy utilizada expresión "¡Salud!". Yo creo que lo hacía para abreviar la frase completa, que, probablemente, era la que él consideraba como receta para la vida, dada su personalidad y forma de pensar. Su lema vital debía resumirse en la expresión "¡Salud y libertad para disfrutarla!", que viene a ser un derivado de las tradicionales consignas bohemias y hippies, pero introduciendo un concepto, el de la salud, no por menos expresado en estos movimientos (que tanto tienen en común), menos presente en su forma de plantar cara a lo establecido, ya que sin salud, pocos recursos vitalistas quedan.

Es costumbre, en aras de la brevedad, resumir los lemas en solo dos palabras ('Amor y libertad', 'Paz y amor', etc.), pero todos llevan implícitos otros, normalmente los menos necesarios de ser reivindicados en cada momento histórico, pero que, si bien no se expresan, quedan implícitos en la manifestación de los valores que se defienden.
Claro está que no es mi propósito analizar aquí unos movimientos, tan conocidos como los mencionados, ni, mucho menos, profundizar en ellos. Sobre lo que sí me gustaría reflexionar es acerca de la importancia de algunos valores que la humanidad da por universalmente aceptados como claves para conseguir una vida feliz.

Dejando de lado el más valioso de todos, que no es otro que la actitud mental de cada uno y su manera de afrontar el paso por este mundo, lo mejor es referirnos a los tres más repetidos: salud, dinero y amor.
Ya sabemos que es un tópico resumir las claves de la felicidad en estas tres palabras, pero (con matices) no deja de ser un lugar común bastante bien orientado. Además, las tres están puestas en el orden de importancia correcto.
Sin embargo, los dos últimos elementos (dinero y amor) tienen una eficacia limitada, en la práctica, si no están enmarcados en un ambiente propicio para su desarrollo. En especial, desde luego, el amor, ya que el dinero siempre suele disponer de recursos para escapar de los problemas, habilidad de la que carece el amor.
Y este marco no es otro más que el de la libertad. Entendiéndola en su más amplio sentido.

Esta libertad es la que nos permite disfrutar plenamente de los otros bienes, ya que de nada sirve poseerlos si no tenemos la capacidad de utilizarlos.
Volviendo a los tres clásicos baluartes de la felicidad temporal, no debemos olvidar que tanto el dinero como el amor tienen usos alternativos desde el punto de vista material y espiritual, ya sean generosos y desprendidos o egoístas y mezquinos. Por el contrario, la salud es patrimonio casi inalienable de quien la posee, siendo mucho más complicado (que no imposible) transferir sus excesos o defectos.
Digan lo que digan los que quieren ser más románticamente correctos, si solo nos fuese dado quedarnos con uno de los tres dones, una inmensa mayoría (la más cuerda) elegiría la salud (en su ausencia, los otros dos son estériles).

Pues bien, la salud solo puede llegar a gozarse en plenitud bajo el cobijo protector de la libertad. Y es, precisamente, esta libertad la que la magnifica y eleva a una dimensión superior, capaz (con la inestimable ayuda de la naturaleza y la ausencia de complejos éticos, materiales, sociales o intelectuales) de hacernos vivir con esa virtud instintiva de minerales, plantas y, sobre todo, animales, quienes, como llevan más tiempo que nosotros sobre este planeta, saben apreciar en su justa medida lo que vale está mágica combinación.

Eso os deseo a todos: salud... y libertad para disfrutarla.

martes, 2 de agosto de 2016

La crueldad en el escarnio

Hay muchos tipos de escarnio. La mayoría de ellos son tan soeces y groseros que no merecen ni ser comentados. 
Sin embargo, siempre han existido otros, más sutiles y refinados, que son paradigma de crueldad aparentemente discreta. Suelen ser esos que se centran en el mundo de los sentimientos, ya que, al ser más íntimos, tienen la dudosa virtud de alcanzar sus objetivos con menos revuelo a su alrededor.

En el mundo de la ficción, por ejemplo, hay multitud de casos que reflejan los distintos niveles de una realidad que nunca ha dejado de estar de moda.

Hay dos célebres arias de ópera que reflejan muy bien dos escalones de escarnio público ligeramente diversos. El más agresivo lo tenemos en la celebérrima habanera de Carmen (Bizet). Una bonita canción, sin duda, pero capaz de poner nervioso a quien se enfrente a ella sin tener bien presente que solo se trata de una escena dramatizada sobre un escenario. Yo, de todas formas, prefiero escuchar la versión de Maria Callas (cuyo elegante estilo suaviza la crudeza de su contenido) y, claro está, sin imágenes, ya que la inmensa mayoría de sus puestas en escena resaltan una vulgaridad que debería estar mucho más contenida.
El otro escalón, algo más festivo y que tiene el interés añadido de parecer dirigido a quien no lo está, es el vals de Musetta (Puccini), de apariencia mucho más dulce que el anterior, pero que se clava como un puñal en el corazón de todos los marcellos que hay sueltos por ahí. Como la canción está enmarcada en una escena compleja y, pese a su extraordinaria belleza, aparece en la obra como una pieza casi secundaria, he preferido presentarla aquí en una versión de recital, para que no se disperse entre la habitual parafernalia colorista que envuelve el comienzo del segundo acto de La Bohème.

Dos buenos ejemplos de escarnio con crueldad, si bien la segunda está suavizada por un matiz irónico-festivo que nos da a entender que es parte de un juego, mientras que la de Carmen pone los pelos de punta y ya en ella se barrunta un desenlace trágico.

El cine también es pródigo en escenas de refinada crueldad sentimental, pero yo no encuentro otra que reúna más elementos notables para ocupar el lugar más alto del podio que la protagonizada por Ingrid Bergman ante un atribulado Dooley Wilson que sabe lo que se le viene encima. "Play it once, Sam, for old time's sake", dice Ilsa mientras la cámara fotografía el lado izquierdo de su cara en esa toma de tres cuartos que, con su eficaz filtro y sin color, produce vértigo. Luego, un plano algo más corto, ya casi de perfil, para disimular un poco (que no cuela) y, enseguida, el cruel y sofisticado escarnio delante de todos (Paul Henreid también se lleva lo suyo, desde luego).

Deberíamos dejarlo para el cine, el teatro, la ópera o la literatura, en general, aunque, por desgracia, el escarnio se da con demasiada frecuencia en la vida real. 
Tal vez podríamos alcanzar un consenso para que, al menos, quedase circunscrito al normal, el grosero y vulgar... Pero no, no parece fácil, la verdad.

lunes, 1 de agosto de 2016

Yin shi nan nu

Fue una película que tuvo un cierto éxito de público (y muy buena acogida por la crítica) en su momento. Parece raro que hayan pasado tantos años. 
Uno de esos críticos dijo que había que verla el día primero de agosto, algo con lo que yo, hoy, no estoy completamente de acuerdo. Por otro lado, es cierto que el hecho de que esté rodada en Taiwan y dirigida por un taiwanés aporta, para mí, un mayor interés a la historia, en la que se nos presenta el sempiterno dilema del enfrentamiento entre tradición y modernidad, con el telón de fondo de la gastronomía como marco general del argumento.

 Con el transcurso del tiempo, me parece más acertado entenderla como una confrontación entre el 'antes' y el 'ahora', en la que este último sale muy mal parado (algo similar a lo que le sucedía a Luis Varela en su magistral interpretación de Numeriano Galán, en 'La señorita de Trévelez' de Carlos Arniches, emitida, hace ya unas cuantas décadas, por TVE).

El atractivo de Chien-lien Wu distrae, como suele pasar en la vida, del fondo de la cuestión y nos puede llevar a confundir los límites (siempre variables y en permanente flujo) del 'antes' y el 'ahora', ya que, como todos experimentamos a diario, uno va convirtiéndose en otro de manera inexorable.
Los nuevos 'ahora' suelen ser peores que los antiguos, lo que nos mueve al espejismo de que los los actuales 'antes' parezcan mejores que los de antaño. Un lío, vamos.
Tampoco está nada mal la metáfora de la comida. Sobre las cabezas de todos planea la nada platónica certeza de que el estómago es una víscera más apreciada que el corazón, lo que, aparte de ser políticamente bastante incorrecto, queda muy feo hasta en las redes sociales.

Sixteen Tons ("Cargar y descargar...") y Huberto Lane fueron eficaces defensores de esa teoría, lo que nos tenía a todos bastante soliviantados, al identificarnos, como es lógico, con Guillermo Brown y sus 'Proscritos', quienes supieron combinar en todo momento ambas necesidades y, sin embargo, pasaron a la posteridad como héroes románticos.

Llegar a una determinada edad nos permite observar casi todo con perspectiva suficiente para comprender muchas cosas. Y cada vez que comienza agosto es inevitable contemplar cómo el cine, siendo esporádico, podía ser utilizado de forma diversa a la prevista, si bien es una realidad que los recuerdos no dan para tanto en este terreno, dominado por el intenso azul de unas tardes veraniegas, cuyo color conocemos más por la literatura que por la observación directa.

La pregunta fundamental es la que trata de indagar el momento en el que el 'ahora' se convirtió en 'antes', pregunta que es probable se quede sin respuesta, aunque nos empeñemos en insistir que ese momento se produce en septiembre. Todos sabemos que es un convencionalismo similar al de colocar en los mapas el norte arriba y el sur abajo...

'Comer, beber, amar' son tres verbos de conjugación sencilla en apariencia, pero muchos cometen errores notables cuando utilizan sus distintas formas sin el debido cuidado. Tal vez por eso, su título original no es el que conocemos en la versión española, sino 'Yin shi nan nu', que, literalmente, significa 'Comer beber hombre mujer'. Es un mejor nombre, ya que evita la palabra amar, creo que de forma intencionada.

Todos los seres humanos (y algunos que no lo son, aunque vayan disfrazados para simularlo) estamos sometidos a la influencia de muchos 'antes' y 'ahora'. Nadie tiene uno solo. Y, en este caso que nos ocupa, está claro que, cuando los 'ahora' de alguien tienen una tendencia casi obsesiva en convertirse en 'antes', provocan una peligrosa inercia, de características muy conflictivas, al engancharse en un 'ahora' que manifiesta una férrea resistencia al cambio. 

Entonces, los expertos del transfuguismo temporal tienen que poner en práctica todas sus habilidades para convertir un 'antes' de agosto en un 'ahora' de septiembre. Y lo consiguen sin dejar de comer... aunque solo beban agua. Con respecto al tercer verbo, se remiten al título chino. Ya habíamos dicho que era un título más apropiado.