sábado, 28 de mayo de 2016

Maledetta primavera

Es lo que dijo Loretta Goggi en San Remo, allá por el mes de febrero de 1981, mientras Tejero y sus cómplices planeaban su asalto al Congreso en Madrid. 
Ella lo cantó (Maledetta primavera) cuando todavía era invierno, por lo que no debía referirse a la primavera de ese año (que ahora parece más lejano de lo que realmente está), sino que, tanto Loretta como Paolo Cassella (el autor) hablaban de la primavera, en general. Y, aunque es indudable que el éxito de la canción se debe, en buena parte, a la gran interpretación de Goggi, no se puede subestimar a Cassella, quien acertó con una combinación de música pegadiza y letra excelente. 

A todos nos gusta oírla en su versión original, y hay que aceptar que el texto es mucho más sugerente en ese idioma, el italiano, no solo por la musicalidad que le confiere, sino por la elegante y elocuente elipsis de su texto. Algo contradictorio en apariencia, que se refuerza con la emotiva expresividad de una Loretta Goggi que empapa de desgarrado dramatismo el trasfondo romántico de la canción.

El caso es que no suena extraño el mensaje que transmite, pues la primavera provoca, a veces, unas prisas innecesarias que suelen acabar pagándose. No son solo Loretta o Paolo quienes apenas necesitan una hora para enamorarse, como tampoco son los únicos que temen la vuelta de la maledetta primavera.
Claro que, por otra parte, hay lorettas que no se enamoran nunca. No quieren hacerlo porque saben muy bien que la combinación de abrazos, vino blanco, flores y viejas canciones es siempre peligrosa en una estación tan voluble como la que separa el invierno del verano. Incluso lo es sin vino ni flores. Y si no que se lo pregunten a los protagonistas de Brief Encounter, quienes con tanta veracidad dan vida a los personajes de la obra de Noël Coward, en el magnífico drama cinematográfico de David Lean. Eso sí, respaldados (mejor que por ninguna 'vieja canción') por el romántico fondo del Concierto para Piano nº 2 de Rachmaninoff.

Dicen que, antes de Loretta, ya hubo otras dos jóvenes (ahora las llamaríamos niñas) que, también, se preguntaron a sí mismas eso de "¿Qué prisa había?". Puede que fueran tres. Luego hubo más. Pero no vayan a creer que la expresión que da título a la pieza musical creada por Cassella es patrimonio exclusivo del sexo femenino. Estaría en un error quien cerrase los ojos a la realidad y lo pensase (en la canción se habla de algo parecido, es decir, de cerrar los ojos y pensar lo que no se debe). Yo mismo he conocido a hombres que han pasado por ello. Y recuerdo el título de una novela (no el nombre de su autor) que describe muy bien los problemas sufridos por un trío de adolescentes para quienes la primavera fue maledetta de por vida: 'Cuando las nubes cambian de color', se llamaba. Hoy es imposible encontrarla en las librerías.

Es mucho más fácil encontrar a Loretta. Y escucharla cantar:

Se per innamorarmi ancora
tornerai maledetta primavera
che importa se
per innamorarsi basta un'ora
che fretta c'era
maledetta primavera
che fretta c'era
maledetta come me.


miércoles, 25 de mayo de 2016

Amapolas en la cuneta

Cuando llega la segunda mitad de mayo, caminos y carreteras empiezan a verse flanqueados por verdes hierbas y explosivas amapolas. Es algo que todos sabemos que sucede, año tras año.
Mi amigo y buen conocedor de los paisajes Javier Barbadillo nos lo explica, con su habitual claridad y precisión, cuando nos habla de la papaver rhoeas (seguro que se llama así, si él lo dice). Al parecer, las amapolas tienen predilección por las tierras removidas y sus semillas son incapaces de germinar si no están próximas a la superficie. Podríamos decir, en consecuencia, que son amantes del terreno revuelto y que sus raíces son poco profundas.

Sin embargo, no hay duda de su belleza. Una belleza silvestre, que se ve acrecentada por el hecho de saber que será efímera, que pronto habrá desaparecido de nuestra vista con la inminente llegada del verano.

Son cosas que también pasan en otros aspectos de la vida.
Un día, de pronto, aparecen amapolas junto al camino (y, por supuesto, en los campos de cereales). Y, casi antes de que te hayas acostumbrado a verlas invadir esos paisajes que parecían dormidos, muertos... ¡zas!, ya se han ido.

Hay quien asegura que si están en las cunetas es porque alguien las arroja a su paso, con la misma despreocupación, tal vez, con la que Dmitrich ('Dimtrich' para Guillermo Brown) tiraba bombas a diestro y siniestro, que viene a ser equivalente a la que otros utilizan para lanzar al suelo fósforos apagados (algo que, por cierto, no se debe hacer nunca, y menos en el campo).

En cualquier caso, las amapolas que vemos por ahí (las de los trigales, también, claro) son muy atractivas. Como dice el conocido poema, son heridas luminosas que encienden por un instante los silencios y las sombras.
Pero no sería raro que fuese, precisamente, esa sombría soledad que se esconde en muchas almas la que provocase el abandono de las amapolas, condenándolas a una libertad que parece contradictoria con la felicidad de la que, por ejemplo, disfrutan las rosas. Porque, siendo cierto que estas otras flores, más distinguidas y apreciadas aunque un tanto banales y arrogantes, se apagan cada tarde en su vanidad, suelen tener mejor destino que las rojas amapolas, a las que su orgullo les viene por otro lado (el que se deriva de saberse libres), ya que su naturaleza fugaz hace que surjan en la aurora de cada caminante para acabar luego, sin remedio, muriendo en una cuneta.
Lo que sí es cierto es que las nacidas en los campos, todavía verdes, de trigo, tienen la suerte de morir antes de que los segadores corten sus esbeltos tallos con hoces o guadañas.

Gracias a ello, las recordamos siempre jóvenes y rojas... iluminando la vida con su belleza.

viernes, 13 de mayo de 2016

Uno va, otro viene

Pasa con frecuencia. Cuando dos personas están cerca, no siempre están juntas. 
La proximidad física es una circunstancia variable e inconcreta, que necesita de la definición de otras variables para determinar la verdadera naturaleza de su estado.
La más obvia es el sentido del movimiento. Sobre todo, cuando la dirección es la misma: si el sentido es opuesto, la cercanía será efímera y casi anecdótica. Pero existen muchos más casos (bien conocidos en su mayoría) que indican, con certeza, que la veracidad aparente de una instantánea puede ser equívoca.

A lo largo de la vida nos pasa constantemente. Por regla general, no es grave. Sería imposible de gestionar una multitud compacta y pegajosa que no nos dejase en paz ni un momento, pero no nos referíamos a una situación tan extrema, desde luego.
Lo que suele preocuparnos (cuando nos damos cuenta, que también es infrecuente) es que estemos con alguien cuya voluntad, ánimo, pensamiento o espíritu vaya por unos derroteros muy diferentes a los que nosotros creemos y/o deseamos. 
Muchas veces, lo mismo que nos une, es causa de separación. Sí, ya sé que esto parece una paradoja, pero sucede.
Las personas se aproximan por múltiples causas, la mayor parte de ellas geográficas, casuales o circunstanciales (aunque, en nuestro fuero interno, tratemos de buscar otras más trascendentes). Después, es más habitual que cada uno busque una razón (de dudosa consistencia, por lo general) para explicar motivos que apuntalen una cercanía que, en realidad, ha llegado por alguna de aquellas causas antes mencionadas.

Luego tenemos a los que van y vienen. Esos que pasan unos junto a otros sin apenas verse, protegidos por el paraguas/sombrilla que todos llevamos abierto, de forma permanente, en nuestra travesía por el mundo.
Es algo lógico, ya que cuando no llueve demasiado (torrencialmente, en ocasiones) suele ser porque el sol nos abrasa sin piedad. Además, el paraguas/sombrilla es una herramienta muy práctica para un buen número de menesteres. No solo nos cubre, sino que nos aísla, separándonos de lo que nos rodea con una cortina imaginaria que parece encerrarnos en un territorio propio, inexpugnable.
Tiene sus ventajas, sí, pero facilita el desarrollo de ese complejo universal de la especie humana por el que nos comportamos como trenes incapaces de abandonar la vía que nos corresponde, con la única libertad de acelerar, reducir la velocidad o, como mucho, detenernos en alguna estación para reponer fuerzas que nos permitan continuar un viaje que no termina nunca.

Tal vez no pueda ser de otra manera, pero pensar que dos paraguas que se cruzan, sin reparar el uno en el otro, bajo la intensa lluvia puedan estar desperdiciando una oportunidad de modificar su trayectoria individual para emprender un camino común mejor, produce una cierta sensación de tristeza.
Es más seguro no planteárselo y cruzar la calle con decisión, sin detenerse. Y si lo hacemos por un paso de cebra, para correr menos riesgos, mejor. O no.

miércoles, 4 de mayo de 2016

Tiernos pajarillos

Ramón bebía mucho. Yo diría que muchísimo. Sobre todo cuando su alondra blanca (que tenía fama de cantar como un mirlo) desafinaba en sus trinos.
Era algo que, por desgracia, pasaba cada vez con más frecuencia. A Ramón le gustaban los pajaritos desde siempre. Ya en su Barcelona natal tuvo canarios y jilgueros, pero ninguno despertó en él la ilusión que había conseguido generar su alondra blanca cantarina...

Y, tal vez por vivir ahora en el campo, su ornitológica afición no solo no había mermado desde que dejó su tierra, sino que iba en aumento. ¡Cómo disfrutaba escuchando a sus dulces pajarillos en plena naturaleza!
Ramón nunca los tuvo enjaulados. Era algo que iba contra sus principios. Todos revoloteaban alegremente a su alrededor, encantados con el alpiste que les ofrecía a diario.
Para su adorada alondra blanca, la ración siempre era más generosa. Cualquier cosa le parecía poco para disfrutar de sus trinos en las primeras horas de la mañana. Porque luego, al caer la tarde, su nívea compañera era mucho más escurridiza. Nunca sabía dónde estaba, pero suponía que lejos, ya que llegaba cansada y con pocos ánimos para cantar con ese colorido timbre que tanto le gustaba. Pero claro, así eran las aves, se decía Ramón a sí mismo como método (no siempre eficaz) para justificar el comportamiento de su ave predilecta y, de paso, tratar de controlar su más que incipiente depresión.

Prefería pensar que aquel comportamiento era el propio de una alondra tan especial. Al fin y al cabo, todos los días volvía a bañarse en su piscina privada y nunca renunciaba a picotear ese alpiste tan selecto y abundante que Ramón preparaba para ella.

Una primavera, su alondra empezó a faltar con asiduidad a su cita diaria. Y, cuando llegaba, sus trinos eran secos, amargos... muy poco musicales.
Ramón bebía cada vez más. Creyó que el alcohol se convertiría en su mejor refugio. Pero no lo fue y, poco a poco, empezó a tener alucinaciones.
Su otrora blanquísima alondra iba mudando su plumaje a un tono más oscuro. Un día observó que sus ojos habían cambiado de color y ahora eran amarillos, con un fulgor casi amenazante...
Él dudaba. No sabía si lo que veía (o creía ver) era real o producto del alcohol ingerido. Hasta su jardín había adquirido un extraño tinte azulado. Era bonito, suave, de una belleza idealizada, eso sí, en contraste brutal con el aspecto severo que iba tomando su alondra. Una alondra esquiva que no dejaba de visitar su casa y su parque, si bien ya lo hacía de una manera muy espaciada, casi esporádica.

Una noche, ya casi ahogado en alcohol, con la razón nublada por una memoria entumecida y la imaginación repleta de sonoros y melodiosos trinos, vio llegar a su alondra hasta el jardín. 
La metamorfosis estaba consumada. Su pico ganchudo, propio de una rapaz, le dio miedo, mucho miedo. El ave pasó junto al alpiste despreciándolo, sus ojos amarillos miraban fijamente a Ramón mientras entreabría su poderoso pico de ave depredadora. El pobre Ramón se echó a llorar y la botella de ginebra que tenía en su mano se deslizó entre sus dedos, cayendo al suelo con enorme estrépito, deshaciéndose en mil pedazos.

En ese mismo instante, la alondra cazadora batió sus alas y levantó el vuelo. La carne empapada de alcohol y lágrimas nunca ha sido apetitosa para las rapaces. Ni siquiera para las que, un día, fueron tiernos pajarillos.