miércoles, 24 de febrero de 2016

De frente y de perfil

En el antiguo Egipto todo el mundo iba de perfil. Al menos, eso es lo que veo en las imágenes que nos han llegado de aquella fabulosa época.
Es algo que, al principio, puede parecer raro, pero caben algunas explicaciones a tan singular conducta. Una de ellas es que quisieran pasar más desapercibidos, lo que es más fácil de conseguir que estando de frente. Por ejemplo, si eres extremadamente delgado (como le sucedía a 'Escuchimizao Fideo') te ocurre eso de que cuando estás de frente parece que estás de perfil y, si estás de perfil, parece que te has ido. A él, al menos, le pasaba (todo lo contrario que a su hermano, 'Sixteen Tons' -cargar y descargar es tu misión, viejo hay que aguantar-, que era, aparte de pesado en su doble acepción, tan insoportable que, incluso cuando se iba, seguía siendo molesto).

Hoy en día, el mundo sigue estando poblado de gente que mantiene esa antiquísima costumbre que se popularizó, hace unos cuantos miles de años, en el valle del Nilo. No es, por lo tanto, una rareza a destacar entre los hábitos actuales de la humanidad y, dada la prolongada vigencia de su moda, no parece necesario hablar mucho de ella. Sin embargo, sí nos parece más interesante esa otra habilidad, desarrollada por algunos personajes con capacidad de contorsionismo espiritual (y, por supuesto sentimental), que consiste en permanecer, a un tiempo, de frente y de perfil.
Tiene muchas ventajas esta sorprendente ubicuidad direccional, en particular cuando es una técnica que se domina para simultanearla en lo físico y lo metafísico.
Básicamente, consiste en dos cosas: 
Por un lado, el individuo que lo practica con elegancia y donaire, consigue ser percibido por unos en una posición y, por otros, en la correspondiente a una variación de 90º. Eso sí, es fundamental que quienes le vean en una u otra postura sean justo los que el protagonista desea.
A la vez, es vital crear una permanente confusión en el observador, para que siempre dude de la posición real del que lo practica.

No es sencillo, no, lograrlo. Ni mucho menos. Y, cuando está practicado con verdadero talento, se consigue el efecto de despiste total, con desplante añadido. Una destreza con reminiscencias taurinas, que faculta al ejecutante para mirar al tendido mientras ejecuta un pase al natural, complementado con un par de banderillas de fuego a una sola mano.
El efecto que se consigue es extraordinario. El morlaco de turno (sigamos, solo a guisa de modelo y sin segundas intenciones, con el símil de la tauromaquia) queda, en consecuencia, absolutamente perdido en un redondel interminable, en el que el color del albero se mezcla con el de un cielo luminoso, presidido por el poderoso brillo de un sol que le ciega, sin remedio.

Ahora que lo pienso, es posible que haya algo de todo esto en los muy marcados movimientos del matador (perfil y frente), previos al momento en el que lleva a cabo la suerte del volapié. Claro que también hay diestros en este arte (porque no cabe duda de que es un arte) que lo ejecutan recibiendo, pero para hacerlo así es preciso que el estoqueado aún conserve una buena parte de su energía, lo que, a ciertas alturas de la vida, no suele ser frecuente.

¿Está de frente o de perfil?, es lo que se preguntan a menudo quienes se cruzan con un maestro de este ingenioso y práctico método de encarar las relaciones humanas. 
Y nunca se dan cuenta de que la respuesta la tienen en la misma formulación de lo que cuestionan, eliminando los signos de interrogación y sustituyendo la 'o' por una 'y'.

Cuando lo averiguan, ya es demasiado tarde.

viernes, 19 de febrero de 2016

De la relatividad de los problemas

Es natural que cada uno piense que sus propios problemas son más pesados y peores que los de los demás. Es normal esa tendencia a magnificar lo que nos agobia, mientras disminuimos la importancia de lo que hace sufrir a los otros. No solo es que sea lógico, sino que, en realidad, es exactamente cierto. 
Cuando Protágoras decía, en la antigua Grecia, que el hombre es la medida de todas las cosas, con gran probabilidad lo que sostenía es que la humanidad, en su conjunto, es la que valora y juzga todo lo que es y lo que no es. Sin embargo, hay quien afirma (Platón entre ellos) que se refería a los hombres en sentido individual y que, al hacerlo, quería decir que cada persona mide todo según su rasero y, en consecuencia, las verdades universales no existen, ya que todas las medidas son particulares y, por ello, diversas.
Yo veo cierto sentido peyorativo hacia Protágoras (sofista, al fin y al cabo) en la opinión de Platón, que vendría a significar un indiscutible diletantismo filosófico, un tanto cínico y decididamente escéptico en la teoría del amigo de Pericles, pero, si lo tomamos desde un punto de vista más cercano y algo menos trascendente, no cabe duda de que es absolutamente certero.

Un ejemplo evidente de que la gravedad de los problemas es relativa lo tenemos en cómo los adultos solemos juzgar los que tienen los niños. Siempre los consideramos de importancia mínima, ya que, según nuestra experiencia, los problemas graves son los de los adultos y no los que se sufren en la infancia.
Pero esto es un gravísimo error (además de una prueba de muy mala memoria), ya que el niño puede estar sufriendo sus 'pequeños' problemas con la misma o mayor intensidad que una persona mayor siente los suyos (los 'grandes'). Lo que para uno carece de importancia, para el otro es fundamental. Y viceversa. Parece mentira que los adultos seamos tan olvidadizos al juzgar a los menores, y demos por válido (sin la más mínima discusión) un criterio absoluto que desprecia una relatividad que solo quienes han pasado por diversas fases de la vida deberían conocer, recordar y tener bien presente.

Llegados a este punto (el de objetivizarlo todo), tendríamos que aceptar que solo hay cuatro problemas de gravedad mayúscula, y son los que se corresponden con los males representados por los cuatro jinetes apocalípticos, que, en mi versión, son: Guerra, Hambre, Muerte y Peste (algo diferentes de los convencionales).
Sus nombres propios nos indican con claridad cuáles son los problemas que acarrean (que no deben ser tomados de forma literal en todos los casos). Quitando estos cuatro y sus respectivas derivadas, los demás son de menor índole, pese a que, en un momento determinado, nos puedan parecer terribles.

Muchos de los refugiados que llegan a nuestros mundos de bonanza (de los que tanto nos quejamos porque han empeorado en los últimos tiempos) vienen escapando de estos cuatro jinetes. Pero no es fácil conseguirlo. Los jinetes les persiguen y son capaces de cabalgar eternamente si se lo proponen. Solo precisan una pequeña complicidad (incluso la pasividad es suficiente) de quienes reciben con recelo a esos refugiados. 
Es algo que no se soluciona con carteles colgados en nuestra conciencia colectiva. Ni con declaraciones públicas grandilocuentes, tal vez bienintencionadas. Se arregla (nunca del todo, claro) relativizando nuestros problemas y aceptando disminuir el propio bienestar (también el moral) para que ellos puedan librarse del acoso de esos cuatro despiadados jinetes. Y, aún así, es posible que nunca dejen de asediarles.

Si no lo hacemos, les obligaremos a seguir huyendo en mitad de una noche que será interminable para todos... de la que ya no nos libraremos. Nosotros tampoco.

lunes, 15 de febrero de 2016

Aquellos gigantescos bonsáis

La perspectiva es muy capaz de cambiar las formas y los tamaños de las cosas.
Cuando observamos algo desde la distancia (o desde demasiado cerca) lo vemos distorsionado, distinto... unas veces enorme y, otras, minúsculo, dependiendo, además, su aspecto del ángulo con el que lo miremos. 

Pasa lo mismo con las opiniones, con los recuerdos, con los sentimientos. Y no digamos con las emociones, que son las más vulnerables al punto de vista escogido. Estas últimas no siempre siguen las habituales reglas geométricas que sí se aplican a opiniones, recuerdos y sentimientos, cuya deformación es, por regla general, más fácil de entender.

Es algo que pasa mucho, por ejemplo, con los bonsáis y los secuoyas. Recuerdo aquel viejo cuento en el que un minúsculo personaje miraba hacia un lejano secuoya, a través de las pequeñas ramitas de un bonsái que tenía a pocos centímetros de distancia, describiendo a la conífera gigante que divisaba a lo lejos como un 'árbol de reducidas dimensiones que apenas podía ver, al estar tapado por la inmensa mole del bonsái que tenía delante'.
Podríamos decir que es una variante del célebre dicho que asegura que, en ocasiones, los árboles no nos dejan ver el bosque, aunque creo que el significado no es el mismo. Y no lo es porque, en un caso como el que hemos comentado en el párrafo anterior, quien mira sí ve los dos árboles (aquí, ambos en singular), pero recibe una impresión muy diferente de uno y otro por la perspectiva que provoca su punto de observación. 

Esto nos sucede más cuando hablamos de sentimientos. ¡Cuántos bonsáis 'enormes' han escondido de nuestra vista interior pinos, abetos e, incluso, secuoyas!
Con el tiempo, una vez modificadas las coordenadas de nuestra vida, hemos podido apreciar que esas dimensiones aparentemente variables producían serias modificaciones en nuestra forma de pensar y de sentir.

Pero ya hemos dicho que, en el campo de las emociones, no ocurre siempre lo mismo.
Es curioso comprobar que, una vez conocida la verdadera envergadura de los árboles con los que nos hemos ido cruzando, se producen reacciones sorprendentes. Tan llamativas, a veces, que no es infrecuente que tratemos de renegar de esas emociones, poco razonables, que siguen revolviendo nuestro ánimo.
Algunos bonsáis se resisten a ser percibidos en su auténtico tamaño y mantienen una antinatural tendencia al gigantismo más absurdo. Y, por el contrario, también hay secuoyas descomunales, firmes y poderosos, que apenas son vistos por ojos demasiado afectados por un cuadro oftalmológico-emocional, que presenta claros síntomas patológicos.

Y lo peor no es eso. Lo peor es que no faltan quienes aman esa perversa enfermedad. 
O puede que no sea lo peor, sino lo mejor. Nunca se sabe.

jueves, 11 de febrero de 2016

Otra esfinge sin secreto

Cuando descubrí el relato de Oscar Wilde, ya sabía que existían las esfinges sin secreto.
No todo el mundo lo sabe, pues he comprobado que no fue Napoleón el único que estaba convencido de que, al menos la suya, lo tenía. Una vez dicho esto es preciso aclarar que es posible que algunas sean portadoras de misterios, pero debo constatar que otras carecen totalmente de ellos. He conocido a varias.

En una ocasión, me contaron la delirante historia de una esfinge marina (una especie menos común) que atravesaba los mares con un secreto en sus entrañas. El cuento era novelesco a más no poder, pero la fantasía que encerraba era limitada, ya que, en aquel caso concreto, la susodicha esfinge no podía presumir mucho, ya que era poseedora de uno de esos que se definen comúnmente como 'secretos a voces'. 

La de Wilde, por el contrario, además de ser terrestre (como la de Bonaparte, si a eso vamos), era portadora de un áurea de romanticismo que no todas poseen. Claro está que muchas de las historias que rodean a estos seres mitológicos (sí, digo bien, mitológicos) comienzan en lugares más vulgares que la terraza del parisino Café de la Paix. 
Claro está que cada uno moldea su romanticismo a la medida de sus posibilidades, ya que no todos tienen a mano heroínas de Espronceda con las que intimar.
Pero ya hemos dado a entender, sin haberlo dicho de forma explícita, que la mayoría son sucedáneos, aunque, por otra parte, todos sabemos que el mundo está lleno de excelentes imitaciones, que nos acechan por doquier en todos los ámbitos de la vida.

Recomiendo a todos la lectura del texto de Wilde, del que, por cierto, aún no he dicho su título, muy apropiado para ilustrar lo que aquí estamos comentando: The Sphinx Without a Secret
Muchas de las esfinges que yo conozco no llevan martas cibelinas al cuello ni pasean con frecuencia por Bond Street, si bien es cierto que suelen moverse con ese aire de retrato de Leonardo, tan característico de Lady Alroy.

Dicen que Napoleón encontró una puerta en uno de los lados de la que admiró en Gizeh, (en su tiempo, estaba muy enterrada en la arena) pero nadie ha visto esa supuesta entrada. Ella (la del general corso) se parece bastante al faraón Kefrén (tenemos que reconocerlo), lo que traslada el ámbito de su misterio a un terreno muy diferente al de Lady Alroy (por volver a citar el ya mencionado ejemplo literario). Por otro lado, la ausencia de su nariz (cuentan que se la arrebató un fanático en el siglo XIV) contribuye a elevar el rango de una leyenda, cuya fragilidad caliza no es acorde con su longevidad a través de los siglos.

Leí con interés lo que escribió Wilde. Y me gustó. Pero me sonó a una historia conocida. Con toda probabilidad, porque, como he dicho al principio (y bien es cierto que siento contradecir a Napoleón), son infinitamente más habituales las esfinges sin secreto que las que, en verdad, lo tienen.

lunes, 8 de febrero de 2016

Pronombres personales

Los de la primera persona son los más conflictivos. Y el problema surge en el número. Porque cuando es singular, se usan de forma muy diferente (y hasta contraria) al plural.
Y no solo desde el punto de vista gramatical, que es obvio y procedente, sino desde otros bien distintos.
Es cierto que, al analizar lo que sucede con la diversidad de su uso (generalmente, en el sentido que se da a las oraciones de las que cada uno de los pronombres es sujeto) nada tienen de reprobables desde la óptica de la lingüística, pero resultan, al menos, peculiares si las consideramos, en su conjunto, con una perspectiva ética.

Es muy habitual que el discurso al que estamos acostumbrados, ensalce el plural y menosprecie el singular, si bien, esto suele venir derivado de lo que se considera correcto en las maneras sociales (no quiero decir 'políticas' porque en alguna de las acepciones de esta palabra, hace tiempo que se han perdido las formas), que no suelen corresponderse con el pensamiento de quien las pronuncia.
Pero tampoco es esto lo que más me preocupa. Lo que más me inquieta es la utilización perversa y sustitutiva de ambos números (singular y plural), en función de las circunstancias individuales y de la conveniencia particular de cada momento.

Ciertas personas tienen una habilidad natural para, en el uso de la primera persona, elevar la singularidad a la pluralidad, tratando de transmitir que ambas quedan identificadas en un todo unitario, más fuerte y duradero que, además, goza de virtudes superiores (casi místicas, a veces), trascendentes e indelebles.
He oído, incluso, a quien, en un alarde poético de la expresión de sus pretendidos sentimientos, asegura que el plural es el reflejo del singular, lo que 'demuestra' la indestructible simbiosis de dos naturalezas individuales que se funden en una, que deja de ser doble para convertirse en un monumental e imaginario obelisco, levantado a la divina gloria de la nueva realidad que emerge, ungida de unos valores tan eternos que los hace sospechosamente temporales.

Cuando alguien anuncia, con solemnidad, que la transformación se ha producido, es un momento oportuno para, sin necesidad de echar mano a la pistola, poner a cubierto los propios sentimientos y salvaguardar las emociones de la posible tormenta que acecha, escondida entre los pronombres personales de la primera persona.
Quien no lo hace así, corre el riesgo de asomarse a la ventana de su 'yo' para ver en el espejo de ese río turbulento (pero, en ocasiones, de apariencia tranquila, que discurre siempre por debajo de nuestras vidas) una imagen distorsionada de la realidad, en la que leamos 'nosotros', aunque no sea eso lo que se refleje. Y, si no dejamos de asomarnos, cada vez más confiados, a esa ventana, el peligro será aún mayor, ya que no sería el primer caso de un 'yo' despistado que, en su afán de creer que lo que ve es 'nosotros', acaba precipitándose a esas aguas procelosas, que le arrastran sin remedio.

Cuidado con el uso de los pronombres personales. El peligro existe.

jueves, 4 de febrero de 2016

Traumáticas victorias

Muchas victorias son traumáticas. Hoy en día, estamos tan acostumbrados a la práctica o la contemplación deportiva que tendemos a identificar victoria o derrota tan solo con acontecimientos del ámbito del deporte. Pero es obvio, aunque frecuentemente olvidado, que esta visión es parcial en grado sumo, ya que los triunfos y los fracasos se suceden a diario en todos los aspectos de la vida.

Cuando la lucha es real y no un juego, es difícil que algún contendiente salga ileso. La opinión más generalizada sustenta que el objetivo de una contienda es obtener la victoria, y esta opinión, pese a ser mayoritaria, tampoco es del todo acertada. Aunque parezca raro, hay quien pelea deseando perder y, desde luego, existen los pendencieros irredentos, cuya única finalidad es el propio placer de luchar. Un ejemplo evidente de que este último grupo existe y no es una quimera es mi buen amigo Oswald, quien no solo disfrutaba peleando, sino que siempre proponía la fórmula que más le satisfacía, que era la de 'todos contra todos'. Bien es cierto que casi nunca le hacíamos caso, aunque solíamos declinar su propuesta con delicadeza y prudencia, ya que conocíamos su facilidad natural para el enfado virulento (y, además, sabíamos que siempre iba acompañado de su célebre cuchillo de monte).

Hay grandes guerras, claro está, en las que el conflicto es tan trágico que se hace indiscutible que, sea cual sea el resultado, se producen terribles daños para cuantos en ellas participan, si bien las consecuencias suelen ser mucho peores para los perdedores.
No es necesario llegar tan lejos para comprender que, hasta cuando dos personas luchan (no necesariamente en el sentido físico), ambas salen mal paradas, en la mayor parte de los casos.
Vencer en estas batallas menores puede dejar un amargo sabor en quien lo consigue (también en su rival, claro), teniendo muy en cuenta que no todas las secuelas se producen de forma directa ni inmediata. La victoria es dura y la derrota terrible. No es de extrañar, por ello, que hasta el propio Sun Tzu diga en el tercer capítulo (mi favorito) de su Arte de la Guerra, cosas tales como que "los que consiguen que se rindan impotentes los ejércitos enemigos, sin luchar, son los mejores maestros del arte de la guerra".
En ese mismo capítulo sentencia: "La victoria completa se produce cuando el ejército no lucha y el enemigo es vencido por el empleo de la estrategia".
Yo resumo esta parte fundamental de sus enseñanzas con esta frase: "La mejor victoria es la que se consigue sin luchar".

¡Cuántas veces hemos lamentado una victoria! yo, al menos, lo he hecho en muchas ocasiones. Incluso en los triunfos contundentes, se sufre. "Pleitos tengas y los ganes", sintetiza en cinco contundentes palabras la famosa maldición gitana, con la que cualquier persona sensata comulga (en especial, aquellas a las que la vida ha dado la oportunidad de comprobar su veracidad en sus propias carnes).
¿De qué nos sirve cantar victoria sobre los escombros de una realidad tan destruida que no nos ha dejado otro camino más que el de la guerra?

Por eso, las palabras del sabio redoblan en nuestra cabeza como lo hacen los tambores de Calanda durante la procesión del Santo Entierro. Y nos recuerdan su constante deseo: "No busco la victoria, quiero la paz".

Yo también.

lunes, 1 de febrero de 2016

El que no vuela, corre

El reciente descubrimiento de la explicación científica del misterio de las 'piedras corredoras' del californiano Valle de la Muerte, nos ratifica en la veracidad de un popular dicho, referente a las facultades escapistas de algunos miembros de la especie humana, expresado, eso sí, de una forma un poco más conservadora. 

Cierto es, por ejemplo, que hay aves que no vuelan (aunque, tal vez, sí lo hicieron en un pasado ya lejano), pero corren. Y, algunas, corren mucho. Estas aves corredoras (al igual que ciertas personas), utilizan su facilidad para lanzarse a la carrera más para huir que para alcanzar algo. Pero no siempre huyen del peligro. Esta última y sorprendente característica se agudiza entre los humanos, ya que los animales, al contrario que las personas, no suelen malgastar energías inútilmente y, desde luego, no parece muy productivo escapar de uno mismo, si bien, ya estamos habituados a que la sensatez no sea siempre la regla de comportamiento más generalizada entre la gente.

Las piedras del Valle de la Muerte corren. Normalmente, de noche, cuando nadie las ve. Es como si estuviesen jugando a un 'escondite inglés' permanente, siempre ocultándose de los ojos ajenos y, en bastantes ocasiones, también de los propios. Y esto es, claro, lo que más nos sorprende.
Volar tiene una connotación positiva, de anhelo de libertad, próxima a la que movió, en su día, a aquellas compactas multitudes, inmortalizadas en el célebre poema de Emma Lazarus que da la bienvenida, desde el pedestal de la Estatua de la Libertad, a los inmigrantes del mundo. Hoy, cuando, por desgracia, los que emigran no son tan bien aceptados en todas partes, esos versos nos parecen más una romántica declaración de intenciones que el reflejo de lo que ocurre en gran parte del planeta.
Pero no hablábamos de eso, sino de correr. De correr alocadamente, como esas gallinas descabezadas que, impulsadas por quién sabe qué acto reflejo de su sistema nervioso tratan de alcanzar lo que ya no existe: la vida.

Porque hay personas que abandonan voluntariamente su vida (movidas por una fuerza más difícil de explicar que la que traslada por el desierto a las 'piedras corredoras') para, luego, intentar escapar de sus propios deseos, de unos sentimientos desahuciados que ya pasarán el resto de la eternidad (un período considerablemente largo) condenados a un infierno gélido y perpetuo.
Ya no vuelan. Renunciaron a lo que un día las elevó por encima de la vulgaridad, quizá por el vértigo que producen las alturas de una vida mejor, diferente... y, sí, menos segura que la que se consigue arrastrándose por la arena, en la que es fácil quedarse atascado, pero no deja margen para una caída.

Y no deja margen para una caída porque ya estás en el suelo.