jueves, 26 de noviembre de 2015

¿Más vale tarde?

Nan era una chica alta, morena, oriunda de una pequeña aldea del Cantábrico. Entre sus muchos defectos, tenía el de la errata. Sí, la errata, en singular. Era aficionada a los refranes, en especial a aquellos que son reiterativos sobre un tema ya tratado por otro, expresado con anterioridad.
Desde luego, este pequeño defecto no era, ni mucho menos, el peor de los que tenía (y que no enumeraremos aquí para no aburrir al lector con una lista interminable), pero tenía su punto de originalidad. Una característica que, tal vez, hubiese pasado desapercibida de no ser por algunos casos que tuvieron una especial relevancia.

Los árboles favoritos de Nan eran los tilos, en especial los gigantes. Parece que le gustaban, en general, las cosas grandes o, al menos, de un tamaño considerable. En un momento dado, se casó con un personaje curioso, que destacaba por la costumbre de ponerse la chaqueta al subir al coche y quitársela al bajar, algo que solo recuerdo haber visto hacer a los antiguos taxistas, cuando la ordenanza municipal les obligaba a llevar chaqueta y gorra. Bien es cierto que aquellos sufridos profesionales del volante solían quitarse la gorra con más frecuencia que la chaqueta.

Cuentan que Nan recibió un día una nota que decía 'Más vale tarde que nunca', a la que ella contestó, siguiendo su tradicional costumbre, con otra en términos parecidos a estos: 'Nunca es tarde si la dicha es buena'. Y digo parecidos, porque su respuesta tenía una errata (como siempre, si a eso vamos). Unos decían que era traicionada por el subconsciente, y los peor pensados aseguraban que lo hacía intencionadamente.
Pero bueno, todo esto es poco importante, aunque me trae a la memoria la vieja y olvidada canción del gran Castro Sendra, Cassen (el inolvidable protagonista de 'Plácido'), titulada 'La dicha es mucha en la ducha'. Un juego de palabras que también podría haber utilizado Nan en su réplica al refrán recibido. Pero no fue esa su errata.

A mí lo único que ya me interesa de esta cuestión es la veracidad o no del refrán original: ¿Verdaderamente vale más 'tarde' que 'nunca'? 
Hoy no lo creo. Puede que la respuesta deba ser afirmativa bajo determinadas circunstancias, pero cuando analizo a fondo ese dicho popular, suelo acabar opinando que 'nunca' tiene sus ventajas sobre 'tarde'.  Y si lo creo es por la delicada línea que (desde mi personalísimo punto de vista) separa a los dos adverbios de tiempo que parecen, a primera vista, más antagónicos: 'siempre' y 'nunca'. En realidad, ambos conceptos son tan próximos que sus límites se pierden en la eternidad que los dos plantean. 
Uno y otro indican un tiempo infinito, sin comienzo ni fin, y se unen en el imaginario y lejanísimo punto extremo de una derivada cuya función variable no alcanzamos a definir. En una aproximación de los principios del cálculo infinitesimal a la naturaleza del espíritu humano, llegaríamos a la inequívoca conclusión de que nuestra vida no es más que una gran integral, es decir, la suma de infinitos sumandos, infinitamente pequeños. Además, no hay duda alguna de que la que podríamos llamar 'función vital' de cada uno de nosotros toma, de forma alternativa, valores positivos y negativos.

Puestas así las cosas, lo que no llega nunca tiene la ventaja sobre lo que llega tarde de ser portador de un valor eternamente aspiracional, que evita el desengaño, mientras que lo que llega tarde, tiene el inconveniente (añadido a su falta de oportunidad) de ser portador de múltiples decepciones.
'Nunca es tarde si la ducha es buena', que diría Nan (si esta fuese la errata de su frase, que no lo fue). Pero una 'ducha' a destiempo puede resultar como las que sufrimos todos en el otoño: seca y llena de los frágiles recuerdos de cuanto nos llegó tarde.

Por el contrario, lo que nunca llega será nuestro para siempre.

jueves, 19 de noviembre de 2015

Cerrar el pico

Permanecer callado es notable virtud en muchos momentos.
En especial, cuando la sensación general es la de estar en medio de un tumulto de huecos parlanchines que nada interesante tienen que decir. Y, si estos fatuos charlatanes vociferan, aún más. Hasta el pendenciero D. Juan Tenorio se quejaba (con razón) del griterío que no le permitía concentrarse en la escritura de su carta. No me parece casualidad que Zorrilla empezase precisamente así su célebre obra.

Yo también soy partidario del silencio. De hecho, cuando con tres años de edad acudí con ese disfraz a los carnavales del Círculo de la Unión Mercantil e Industrial (en su extraordinario edificio de la Gran Vía madrileña, hoy reconvertido en horrendo y vulgar casino), eran esos primeros cuatro versos los que yo tenía memorizados y repetía, echando mano a la empuñadura de mi espada de goma.

Hablar por hablar es una mala costumbre (demasiado extendida, por cierto). "Sean pocas tus palabras", dice la Biblia (Eclesiastés 5:2) en un acertado versículo que yo siempre he tenido a gala seguir con la debida prudencia... 
Pero no es solo una recomendación divina, ya que cualquier persona sensata llega a la misma opinión, sin necesidad de acudir a una fuente de ese calibre. Basta con utilizar el sentido común.

Sin embrago, hay ocasiones en la que el silencio impuesto no es bueno. Me refiero a esa especie de ley mordaza particular con la que muchos se castigan a sí mismos para provocar al prójimo y fingir que no se siente. Porque, por alguna curiosa razón, se entiende que el silencio significa ausencia de sentimientos, mientras que la verborrea descontrolada se identifica con emociones desbordadas. Nada más contrario a la verdad. El silencio obligado a uno mismo suele esconder sensaciones reprimidas, susceptibles, eso sí, de quedar enquistadas. Y cuando se impone a otra persona (ya sea mediante expresiones castizas como la que da título a este artículo o a través de discretas y reiteradas insinuaciones) ya sabemos que, casi siempre, significa algo así como: "Habla, pero solo para decir lo que yo quiero oír".
Esto, como es lógico, produce una disfunción en el diálogo, cuyas consecuencias son malas, muy malas, nefastas.

La belleza del silencio está en compartirlo con la naturaleza, con la intimidad de nuestros pensamientos... incluso con otra/s persona/s con la/s que no es necesario decir algo en un momento dado, porque se está hablando con ella/s sin palabras. 
Por eso, los que amamos el silencio nos rebelamos contra el utilizado como recurso destructivo, a veces perverso y, otras, ignorante.

Hablemos. Sin prisa, sin urgencia, pero hablemos. Que los espíritus enmudecidos son candidatos habituales a la desidia de la memoria, a la taxidermia del corazón y a la nocturnidad perpetua del alma.

jueves, 12 de noviembre de 2015

El pipero que murió dos veces

Los piperos suelen morir solo una vez, como casi todo el mundo, pero nuestro pipero, el del Ramiro, el Pipe, murió dos veces.

Cierto es que era un pipero extraordinariamente singular. Llevaba en su puesto desde 1940 y se había convertido en una institución, de relevancia muy superior a la que su cometido podría hacer suponer a cualquiera que no estuviese familiarizado con la vida escolar de aquel centro de estudios tan especial.
Para la mayoría de los niños, su nombre era Pipe o, como mucho, señor Manolo. Todos, incluidos profesores y la propia dirección, le profesaban gran cariño y respeto. Y no era para menos, ya que su labor iba mucho más allá de vender cromos y caramelos (afortunadamente, la expresión 'chuches' no existía en el lenguaje de aquellos años). Desde su menudo aspecto, era un auténtico educador (algunos de los que, de forma oficial, llevaban ese nombre deberían haber aprendido mucho de él). Con prudencia y simpatía hacia todos, corregía cualquier intento de exceso o actitud rara en los alumnos (y no me extrañaría que en los que no eran niños, también).

Siempre vestido con chaqueta, corbata, chaleco y boina, era parte fundamental de la entrada del Ramiro, flanqueada por él, a un lado, y por la imponente estatua de Minerva, al otro. Imposible tener dos guardianes mejores a las puertas de nuestra querida patria estudiantil.
Cuentan que jamás faltó a su cita, ni siquiera cuando estuvo enfermo. Y cuando murió por primera vez estaba allí, en su puesto, tras la pequeña cartera en la que transportaba sus golosinas y que abría, apoyada en una banqueta de reducidas proporciones, para ofrecer su atractiva mercancía a cuantos nos acercábamos a esa caseta de ladrillo, medio escondida entre los grandes chopos que protegen la fachada lateral de la iglesia del Espíritu Santo. Una garita que había cambiado su función original (con toda probabilidad, de cobijo para un portero) por la de endulzar la vida de los alumnos a base de regaliz y Chupa-Chups, ya que hay que dejar claro que lo único que no vendía el pipero eran pipas.

El caso es que la tradición dice que Pablo Manuel Balsalobre (aseguran que así se llamaba) murió en enero o febrero de 1964. El periodista Segismundo Luengo le dedicó ese mes de febrero un artículo en el diario Arriba, refiriéndose a él como 'ángel de la guarda disfrazado de vendedor de ilusiones'. Lo era.

Yo no sé, con exactitud, cuándo desapareció la diosa Minerva de la entrada del Ramiro, pero supongo, que, muerto el pipero, no encontró ningún aliciente a seguir subida en su pedestal, mirando a una garita tristemente vacía. Sin ellos dos (y, muy pronto, con la ausencia de don Antonio Magariños), el Ramiro dejó de ser lo que fue...
Pero claro, los ángeles de la guarda no están acostumbrados a morir solo una vez. Tal vez fue por eso por lo que el Pipe volvió a morir pocos años después. Dicen que en 1967, aunque también he leído a otros que aseguran que fue en 1966. Lo que sí hemos visto es cómo la prensa estudiantil daba la noticia de la segunda muerte del pipero, especificando, incluso, el día (12), la hora (8) y el lugar (Hospital de San Carlos), pero omitiendo el mes y el año. Aquellos periodistas aficionados hicieron bien. Era mejor no concretar más sobre el segundo fallecimiento de uno de los personajes más importantes del Ramiro de Maeztu, en su época más gloriosa. Seguro que pensaron que, si había muerto dos veces, era probable que lo hiciera, en un futuro, en más ocasiones.

Así son los ángeles de la guarda. Testarudos. Como Minerva. Como el Pipe.

viernes, 6 de noviembre de 2015

Complejos incurables

Tener complejos no es bueno. Aunque deberíamos insistir en que el daño de sufrirlos no es equivalente en todos los casos. Hay complejos peores que otros. Y los perjuicios que causan, también provocan situaciones diversas.
El complejo de superioridad, por ejemplo, se suele hacer muy molesto para los demás. No digo que sus consecuencias no sean negativas para quien lo padece, no... pero es insufrible para los que tienen que convivir con el acomplejado.
El de inferioridad, sin embargo, resulta mucho peor para el que lo lleva a sus espaldas, si bien puede derivar en algunas manías muy incómodas para el prójimo. Entre ellas, la persecutoria, muy ligada a esta seria perturbación de la personalidad, es pesadísima de soportar.

Un amigo psiquiatra me contaba que no es infrecuente que los que sufren un complejo de inferioridad crónico, obsesivo y paranoico, tengan episodios frecuentes de autoestima furibunda, con la que su subconsciente trata de paliar su habitual sentimiento inverso. Claro que lo que mi amigo me decía iba mucho más allá. Afirmaba que, en ocasiones, se podían producir aparentes sentimientos colectivos de síntomas muy similares a los que se presentan en un cuadro convencional de complejo de inferioridad y que, sin embargo, ocultaban una realidad no patológica, pero más cruda.
Por lo visto, eso sucede en casos en los que no hay complejo, sino simple inferioridad real. La personalidad colectiva estalla, entonces, simulando (de forma inconsciente) un profundo complejo de inferioridad, mezclado con una paranoia propia de la manía persecutoria. Es gente que parece creer que les roban, que les humillan, que abusan de ellos, que se aprovechan de su buena fe, que coartan su libertad... cuando lo que pasa es que, realmente, son inferiores. Inferiores circunstanciales, desde luego, que no sustanciales.

En opinión de mi amigo el psiquiatra, esto es un problema de educación más que clínico. Hay universidades que ya están trabajando en programas de psiquiatría sociológica, con resultados sorprendentes. Existe, sin ir más lejos, un cantón en un país oriental de Europa (no recuerdo cuál), en el que un considerable porcentaje de sus habitantes sufren este mal, provocando que lo estén pasando fatal por no asumir que el Pisuerga pasa por Valladolid (o el Volga por Astrakhan, que viene a ser parecido). Y, ahora que menciono el Volga, me parece que esa zona cuyo nombre no recordaba es ni más ni menos que Chuvasia (lo que quiere decir que allí sí deberían asumir, si no lo del Pisuerga, al menos, lo del Volga). Pero nada, no lo asumen. Que si en Moscú les tienen manía, que si les tienen fritos a impuestos, que si en el resto de Rusia no pueden hablar en chuvasio, que si para viajar a París tienen que hacer escala en Moscú, que si esto, que si lo otro...
Lo que dicen los socio-psiquiatras es que los chuvasios no padecen complejo de inferioridad alguno (aunque lo aparenten con sus constantes lamentaciones y protestas), sino que, sencillamente, son inferiores a los moscovitas, claro. No inferiores como seres humanos, que en eso son iguales, sino circunstancialmente, por no ser Cheboksary la capital de Rusia. Y tienen razón, no lo es.
Ahora, eso sí, los chuvasios que lo tienen asumido, viven tan felices, conscientes de que son inferiores en muchas cosas y superiores en otras. Los moscovitas, por ejemplo, se tienen que conformar con el río Moscova, que es un afluente de un afluente del Volga.

Es un problema de difícil solución. Como complejo (imaginario) no tiene cura. Aseguran los socio-psiquiatras que bastaría con que aceptasen su realidad y se diesen con un canto en los dientes por no estar en Buriatia o en Sajá, pero eso no lo quieren ver los chuvasios más inconformistas, intoxicados culturalmente durante un par de generaciones por una educación de raices búlgaro-turcomanas, que ha acabado de confundir a una buena parte de la población, alentando, según se comenta, una animadversión hacia todo lo moscovita que solo beneficia a una privilegiada clase política dirigente.

Pero bueno, toda esta disertación sobre esa lejana parte de Rusia solo viene al caso para ilustrar lo complicado que resulta curar algunos complejos. En especial, cuando ni siquiera son complejos. Como el que padecen algunos chuvasios.

martes, 3 de noviembre de 2015

Un palco en La Scala

El palco era de su propiedad. Pero, como ella, no había vuelto al gran teatro desde hacía mucho, así que, aquel día, a él también le pareció precioso y emocionante, aunque lo más probable es que fuese por motivos diferentes.

Los palcos en La Scala son mucho más que un lugar desde el que ver y oír una representación de ópera. Desde ellos se observa la vida. La vida que es y la que fue, la que pudo ser y la que nunca será. Futuro, presente y pasado (en ese orden) son parte sustancial del espectáculo.
En La Scala solo los artistas miran hacia arriba. El público no. Hacerlo es como incurrir en una desobediencia a esa ley no escrita que lleva a cualquier Edith a convertirse en estatua de sal, porque siempre hay un castigo divino para la curiosidad desordenada.

Lot, ya viejo, no quiso mirar tras él y enfrentarse con la imagen de una Sodoma maldita, cuyo recuerdo solo podía traer nuevas desgracias. Por eso, miró hacia el escenario y, sin apartar los ojos ni los oídos de lo que en él sucedía, escuchó, una vez más, esa música eterna que nunca se olvida. Lot no sabía, claro, lo que sus hijas, en connivencia con el destino, le tenían reservado.
¿Habría, al menos, cincuenta justos en aquel patio de butacas? Lot lo ignoraba, pero Sodoma era su ciudad y no quería verla destruida. Puede que, en atención a este deseo, Yahveh le prohibiese mirar atrás. Edith sí lo hizo y de nada le sirvió aplaudir a rabiar cuando la mezzosoprano Dalila cantó su 'Mon coeur s'ouvre à ta voix' o Carmen su 'L'amour est un oiseau rebelle', que vienen a ser lo mismo.
Probablemente, de su condición de estatua de sal viene esa afirmación, tan repetida, de que todo permanece inalterable a su alrededor. Para las estatuas pocas cosas cambian, aunque, si son de sal, tienen más posibilidades de evolucionar que cuando están hechas de un material más duro, como el mármol, por ejemplo.

Volviendo al palco de La Scala, nos llama la atención que su dueño piense más en la ópera de Berlín que en la de Milán y en Verdi más que en Saint-Saëns, pese a la indiscutible belleza de su 'Danse macabre'. Pero cada uno piensa en lo que piensa. La diferencia es que Lot lo dice y Edith, como buena estatua de sal, lo calla.

Es el inevitable problema de los palcos de La Scala. En algunos de ellos hay frases bíblicas escritas en sus paredes o debajo de la acolchada barandilla, cubierta de terciopelo rojo. Parece que lo más repetido son las palabras que, según las escrituras, fueron las últimas de Edith: "Me alegro mucho de que seas feliz, Lot". Como todos los que conocemos el capítulo 19 del Génesis sabemos, cuando Lot preguntó por su felicidad a Edith ya era demasiado tarde.

Lot partió hacia Zoar, sin mirar atrás. Y cuando llegó, el sol volvió a salir sobre la tierra.