lunes, 31 de agosto de 2015

Luis Mastiebra

Luis Mastiebra vivía en una siniestra buhardilla de los barrios bajos del Madrid antiguo.
El chirrido metálico de su terrorífica voz, castigada por el exceso continuado de ron, sonaba como una tiza endurecida escribiendo sobre una pizarra mal encerada, y su aspecto físico inspiraba, inevitablemente, un profundo temor supersticioso a todo el que no tenía la prudencia de apartar los ojos de su escurridiza figura al cruzarse con su fantasmagórica silueta cuando se deslizaba, sigilosa, entre portillos tenebrosos y chiscones mal iluminados.

Nadie sabía muy bien a qué se dedicaba. Unos decían que era taxidermista; otros, aseguraban que fue sepulturero en un poblacho perdido de Las Hurdes... y tampoco faltaban quienes insistían en que era hijo ilegítimo de Casimiro Municio (verdugo de Madrid en los años 30) y que no trabajaba, porque solo quería hacerlo desempeñando el mismo oficio que tuvo su padre.

Sea como fuere, la única faceta no oculta de su personalidad era su interés por Jasmine.
Jasmine era una chica rubia, de ojos azules y aspecto angelical, que vivía con sus padres no muy lejos de Luis Mastiebra. Él la observaba siempre desde algún oscuro rincón... que se iluminaba cada vez que Jasmine sonreía en la distancia. Y sonreía mucho. Sobre todo a un jovencito alto y delgado, de rostro encendido y pelo ceniciento, que solía vestir de blanco y calzar unas botas altas de un color que recordaba al filtro de un cigarrillo canario.
El jovencito en cuestión solía pasar a recoger a Jasmine con un pequeño descapotable rojo y blanco, de línea cuadrada, muy poco actual, desde luego. Era un coche silencioso, pero que despedía abundante humo por el tubo de escape.

Luis Mastiebra y Jasmine habían sido amigos. Pero, desde que apareció el nuevo y humeante personaje en escena, ella no había querido saber nada más de Luis. Incluso miraba para otro lado si intuía que él estaba cerca. Por supuesto, no le dirigía la palabra.
Entretanto, él observaba y observaba, con su penetrante y torva mirada, tras su nariz aguileña y sus pobladas cejas. Tenía el aspecto de un dragón negro, listo para lanzar su ataque de improviso.
Por el contrario, el simpático y extrovertido Nico Tino (un inusual nombre compuesto - Nicolás Florentino - del que el nuevo acompañante de Jasmine presumía ante sus múltiples admiradoras, pronunciándolo con su dulce acento tinerfeño), tenía libre acceso a la joven, quien se deshacía en carantoñas y mimos hacia él, casi siempre, eso sí, bajo la atenta y oculta vigilancia del inquietante Mastiebra.

Aquella tarde, Jasmine estaba más radiante que nunca.
Acudió, feliz, a su cita con Nico dejando, a su paso, un aroma que hacía honor a su nombre. Parecía, además, estar rodeada de una aureola inmaterial y semidivina. Tino la esperaba apoyado sobre la barandilla de aquel altísimo y apartado puente que había sido testigo de tantas escenas apasionadas entre ambos. Apenas vio la espigada silueta del canario, Jasmine empezó a correr hacia él, que la esperaba, inmóvil, con una sonrisa angelical. Ella se lanzó a sus brazos...
En ese momento, una negra figura surgió, como un rayo, de la penumbra. Todo sucedió en unos pocos segundos. El oscuro relámpago fue demasiado rápido para Nico. Cuando pudo darse cuenta de la presencia de aquel trueno de obsidiana ya era demasiado tarde. Su rostro enrojeció como una brasa candente y su pelo engominado flotó en el aire...


Luis Mastiebra había llegado a tiempo. Justo para impedir que Nico dejase caer a Jasmine por encima de la breve protección del viejo puente hacia una muerte segura, aprovechando el propio impulso con el que la joven corría hacia él. Con un poderoso movimiento de su brazo, Luis empujó a Jasmine hacia un lugar seguro. Estaba a salvo.
Lo que no pudo conseguir fue frenar. Y, agarrado con fuerza a la blanca camisa del simpático y malvado Nico Tino, cayó con él al vacío. A un vacío en el que, por otra parte, ya llevaba instalado desde que Jasmine decidió que Luis Mastiebra no había existido nunca, que solo era el producto de una desagradable pesadilla...

jueves, 27 de agosto de 2015

Damas de tréboles

De todas las cartas de la baraja francesa (yo siempre la he llamado así, aunque leo por ahí que no lo es), la que más me gusta es la dama de tréboles.
Su mirada refleja una relajada complicidad con la fortuna, virtud de la que, sin ir más lejos, carece su rival de corazones.
No me refiero, desde luego, a la reina de los naipes de Lewis Carroll, sino a las de Heraclio Fournier, aunque debo reconocer el parecido que con Alice Liddell (de mayor, claro) tiene la dama de tréboles de la más popular baraja 'francesa' (perdón), entre las muchas que la acreditada firma vitoriana ha lanzado al mercado. La mayor diferencia es que, en vez de estar vestida con ropas de mendigo, lleva una indumentaria (roja, negra, amarilla y blanca) propia de una reina de cartulina. 
¡Ah! y no olvidemos que la flor que mantiene en su mano es, tal vez, más sencilla que la de sus tres contrincantes, pero, sin duda, más bonita.

A nadie le hubiese extrañado que la carta de mayor belleza fuese la reina de corazones, pero no es así. La de tréboles la supera. Además, tiene la ventaja de que entre sus aficiones no se cuenta la de cortar cabezas a diestro y siniestro, algo que, por cierto, debería hacer reflexionar a los numerosos seguidores de la de corazones, antes de entregarse a ella con la ligereza que les caracteriza.

El trébol es mejor, aunque solo tenga tres, y no cuatro, hojas (que es, dicho sea de paso, el número de las cavidades del corazón). Pero también tiene sus detractores. Son esos que defienden que los tréboles son bastos disimulados, es decir, palos... sean o no de golf (el idioma inglés es, en ocasiones, complicado de traducir).
Sea como fuere, el caso es que tengo un amigo con una baraja cuyas cartas son todas tréboles. Él dice que son más de fiar. Claro que no llega al extremo de otro conocido mío que solo utiliza barajas compuestas por cincuenta y dos damas de tréboles. Me parece un poco exagerado.
En su defensa, alega que tuvo, hace tiempo, una que incluía corazones, pero solo le trajo disgustos, sinsabores y problemas. De ahí su afición desmesurada por los tréboles.
"Los diamantes son para los ricos", asegura. "Y las espadas pinchan casi tanto como los corazones", remata. Porque él, a las picas siempre las ha llamado 'espadas'.

No sé, yo me armo un poco de lío con tantas precisiones, pero sí es cierto que me gustan más las damas de tréboles. Tienen una mirada más limpia. Y cuando llega septiembre no cambian sus flores por dagas ni su trébol por un arpón.
Lo que nadie ha pensado es qué sucedería si los tréboles fuesen de color naranja y los corazones tuviesen un tono tirando a turquesa. Puede que en esa hipotética situación, las diferencias fuesen tan imperceptibles y el éxito tan escaso que ambas damas se pasasen, definitivamente, al palo de oros. 
Que, como todas las damas de la baraja saben, siempre ha sido el más provechoso.