martes, 28 de julio de 2015

Autocanibalismo

El canibalismo no tiene mayor novedad. Es una vieja costumbre que muchos animales y algunos humanos han practicado desde tiempos inmemoriales.
Entre estos últimos (los humanos) yo distingo diversos tipos de antropofagia. La más común de todas ellas es la que se especializa en determinado órgano muscular del tórax, pero también es frecuente la anímica y, desde luego, la emocional. El canibalismo de voluntades, muy generalizado, pertenece a una subdivisión diferente de esta praxis, que analizaremos en otra ocasión.

Nada de esto merece una reflexión profunda (excepto la tendencia incuestionable del desplazamiento del canibalismo en las sociedades avanzadas hacia realidades inmateriales, con el fin de mantener la figura esbelta y no ganar peso con la ingesta masiva de grasas animales). Sin embargo, sí nos llama la atención que algunas personas sean capaces, incluso, de autodevorarse, con tal de no reducir sus elevados porcentajes de vanidad en vena.

De todos es sabido que vanidad, orgullo y soberbia son vicios autodestructivos, que minan la personalidad y enturbian el comportamiento, hasta el punto de ser la primera causa en las patologías agudas de ceguera secuencial inducida. Pero el autocanibalismo es un grado tan extremo que se aproxima a la negación de la propia naturaleza.

Dicen que, en las remotas selvas de Borneo, existe una especie de víbora, muy venenosa, que prefiere devorarse a sí misma antes que a sus víctimas, por considerarse mucho más apetitosa que los cadáveres cuya mortal picadura va dejando tras ella.
Puede que sea cierto, pero no me veo con ánimos para adentrarme en esos inexplorados territorios para comprobarlo personalmente. Me basta con observar a mi alrededor cómo esa insana costumbre empieza a consolidarse en la especie humana.
Nos resistimos a aceptarlo, claro, pero sucede. Y mantiene la ventaja, ya mencionada, de ser una práctica que no engorda. Mata, pero no engorda. Es algo parecido a lo que decía Gila, sus 'bromas del pueblo': "He perdido un padre, pero lo que me he reído...". Con la diferencia, eso sí, de carecer de gracia.

Son personas que permanecen hieráticas, erguidas ante el paso del tiempo y el rápido discurrir de la vida. Con el cuerpo y el alma esculpidos por el soplo de un helado cierzo de odio, decididas a que nada modifique su silencio. 
Primero devoran sus sentimientos, más tarde, sus emociones y, por último, dan buena cuenta de su espíritu. De un espíritu mermado, cuyas expectativas han sido rebajadas de forma progresiva, a medida que su fe en la libertad se iba convirtiendo en un commodity indeferenciado... en una mercancía de consumo rápido, tan genérica como poco relevante.

Las más refinadas, utilizan para su particular grande bouffe vajilla de porcelana y cubertería de plata, acordes con la exquisitez del menú.
Después, al caer la tarde, toman el té.

martes, 7 de julio de 2015

Silencios obscenos

Casi ningún silencio prolongado en exceso tiene justificación sensata, pero hay algunos que ya claman al cielo. Son esos silencios maliciosos, en los que la soberbia se mezcla con la lujuria de la razón, con los apetitos desordenados del orgullo irracional, fiero y autodestructivo. 
Hay quien los considera patológicos. Yo no tengo conocimientos clínicos para juzgarlos desde un punto de vista médico, pero sí estoy de acuerdo con quienes los definen como silencios emocionalmente obscenos.

La obscenidad emocional es impúdica desde el punto de vista de la ética, la moral y la honradez. También es torpe (en sus diversas acepciones), indecorosa, fea, infame, tosca y, desde luego, ignominiosa. Además, ofende al pudor de la sensatez, al de la lógica, y al de la buena voluntad.
El odio soterrado que lleva implícito el silencio emocionalmente obsceno es letal para las relaciones humanas, que se distinguen de las animales por el uso de la palabra, del raciocinio y del sentido común.

Vivir bajo el asedio de este tipo de silencio es penoso. Empobrece mucho la propia vida y entristece, de forma absurda y sin sentido, la de los demás. Sus fines vengativos son tan inconsistentes que producen un daño indiscriminado con el que todos resultan heridos. 
Encierra esta actitud un resentimiento contra el mundo, que refleja la impotencia de no haber sabido gestionar una situación de privilegio con la debida humildad y el siempre imprescindible buen juicio. Es la síntesis del fracaso producido por la falta de capacidad del espíritu para metabolizar todo lo bueno recibido...

Pues bien, hay días en los que la obscenidad del silencio se hace mucho más patente.
Son esos en los que no cuesta nada vencer la poderosa inercia del orgullo, ya sea porque el calendario juega a favor de la palabra o porque nos han dado el tono para que podamos seguir la melodía sin esfuerzo. Se diga lo que se diga, solo hay una razón para desatender estas llamadas, la razón de la soberbia desmedida. Esa arrogancia vil y extemporánea, que incita, por ejemplo, a no hacer un insignificante favor a quien rescató tu futuro de la catástrofe. 
Son situaciones que no resisten análisis alguno, pero que el obsceno silencioso justifica ante su relajada conciencia, arrancando la hiedra que crece entre los seises y los sietes a ritmo de bolero, bajo las aspas, eternas y lentas, que giran sobre el sueño ligero de las noches calurosas del verano.

Puede que ayer fuera uno de esos días.

viernes, 3 de julio de 2015

Ridículo histérico

De las muchas formas registradas de hacer el ridículo, creo que la más patética es la que consiste en hacerlo ante uno mismo, con la conciencia depilada de pudor y el cuerpo envuelto en el obsoleto estandarte de la dignidad maltrecha.
Suele alcanzar este tipo de ridículo cotas históricas, que se vuelven histéricas en la soledad de esos ventanales que solo saben mirar hacia el oeste, es decir, hacia eternas y sucesivas puestas de sol.
Poco útil es, para quedar a salvo del bochorno íntimo (encapsulado en soberbias y brillantes píldoras de orgullo, eso sí), esconderse de la verdad y buscar una realidad itinerante, cuya parada final es la nulidad de lo mantenido artificialmente, por obra y gracia de unos intereses económicos y sociales sustentados en un permanente equilibrio inestable.

La histeria producida por este nunca reconocido tipo de ridículo hace rechinar los dientes por las noches, y eso es algo que no se cura con baños de madrugada en cristalinas aguas vigiladas por hippies vagabundos.
Por el contrario, la tranquilidad y la paz interior son garantía de que las pérdidas pueden colocarse en la alacena correcta del espíritu, envueltas, desde luego, en sábanas blancas con vocación de sudarios emocionales. 

Otra de las características del ridículo histérico es su movimiento helicoidal de radio decreciente. El cálculo infinitesimal del desarrollo de este desplazamiento nos transporta a un escenario en el que los razonamientos se empequeñecen, de forma progresiva y constante, hasta alcanzar dimensiones tan minúsculas que inhabilitan cualquier clase de recurso técnico, por moderno y avanzado que sea, y, en consecuencia, producen un efecto inconmensurable negativo que llega a alcanzar a ese imaginario punto crítico de la materia en el que se funden destino y sentimiento.

Es una lástima. Personas normales, en apariencia, se ven afectadas por este síndrome maligno, sin haber aceptado vacunarse cuando estuvieron a tiempo. Casi podría decirse que se ven abocadas a esta situación de forma voluntaria, ya que no aceptan traspasar ninguna de las salidas que la ciencia de la cordura pone, con sano y bienintencionado juicio a su alcance.

Y así, aferradas a cualquier agarradera circunstancial e inconsistente, luchan contra sí mismas por encerrarse en un mundo hostil y delirante, alejado de la razón, la belleza y la virtud. Luego, perjudicada ad eternum la bondad, se sumergen en el plomizo estanque de la ceguera para no volver jamás a recorrer el camino de la vida.

Ni siquiera en las calurosas tardes del verano.