martes, 31 de marzo de 2015

Letras de cambio

No hay que confundir las letras de cambio con el cambio de letras. 
Sin embargo, en algunos casos (y, también, en ciertas profesiones), ambas cosas pueden llegar a mezclarse.
Bien es cierto que las primeras son títulos de crédito, formalizados en un documento, mientras que lo segundo no pasa de ser una acción, generalmente indeterminada. Hay quien cambia las letras solo de orden, eliminando algunas y modificando las que se repiten, pero sin añadir ninguna nueva. Nada hay de malo en ello, aunque entre unas y otras medie un invierno con nombre de primavera. A mí, por lo menos, me parece bien.

Lo de las letras de cambio ya es más complejo. Cassen decía en 'Plácido', la genial película de Berlanga, que uno acaba pagando algunas de estas letras 'sin ilusión ni nada'. Su comentario venía a cuento de que, tras haber tenido que hacer todo tipo de esfuerzos para conseguir cumplir con el pago de uno de los plazos de su motocarro, se entera de que no tenía necesidad de haberlo hecho en ese momento.
Algo parecido ocurre cuando los compromisos no son monetarios, sino de otra índole. Porque puede darse el caso de alguien bienintencionado que cree que cuando el librador y el librado son la misma persona, el tomador puede quedarse tranquilo con respecto a la intención de aquél de cumplir lo estipulado. Pero, a veces, se equivoca. Y si la 'valuta' es tan intangible como, por ejemplo, un sentimiento, el riesgo de endoso aumenta de forma notable.
Los endosos de estas letras inmateriales son de diversa índole, siendo la más habitual una fórmula inexistente en las de naturaleza puramente económica. Me refiero al endoso 'en blanco' por parte no del tomador, sino del librado-librador. Esta cláusula (accesoria e inseparable donde las haya) modifica la sustancia de la propia esencia de la letra de cambio y la convierte en un instrumento volátil, que queda a merced de la voluntad de quien tiene la obligación de satisfacer lo que en ella se promete.
No es nada infrecuente que este endoso (del que el tomador resulta tan indefenso) se sustituya por uno 'en garantía', en el que se confieren al endosatario todo tipo de facultades, ya sean emocionales, anímicas o corporales que, como es lógico suponer, son ejercidas en el momento de mayor interés para el nuevo beneficiario (lo que, según demuestra la estadística, suele coincidir con el de mayor perjuicio para el desprevenido tomador original.
Por el contrario, los cambios de letras resultan, al menos en apariencia, mucho más inofensivos.

Dicen los expertos mercantiles que las letras de cambio han cedido terreno en favor de los pagarés. Puede que tengan razón, ya que este instrumento de pago parece más moderno y menos complicado de manejar, estando liberado de ciertos procedimientos formales y burocráticos que suenan hoy un poco trasnochados. Aunque, pese a todo, hay algo que no se ha modificado sustancialmente: la promesa de satisfacer en un futuro el compromiso adquirido. 
Claro que, en los tiempos que vivimos, los compromisos y las promesas solo son eternos mientras duran. 

martes, 24 de marzo de 2015

Serenísima tristeza

Hay muchas maneras de estar triste. La más interesante de todas ellas ellas es estar triste en Venecia.
Suele consistir en simular una tenue alegría, de colorido primaveral, que se desvanece cada año por las mismas fechas, cuando las fotografías se vuelven azules y empiezan a padecer ese efecto raro y amargo, que no es más que un barniz alambicado que ennegrece lentamente la conciencia, sin que el protagonista de la fotografía se dé cuenta de lo que le está sucediendo.
Él (o ella) cree que sigue luminoso, con esa luz brillante detrás, reflejada en un canal eterno, libre del miedo y del fuego, aunque algunos de sus muros tengan restos de cenizas. Imperceptibles en las noches de San Moisés y desde la terraza del Danieli, pero que están ahí desde hace mucho tiempo.

Los caballos de San Marcos sí mostraban su tristeza, pero solo podía verse desde una óptica tan futura que aún no estaba inventada. Cuando se lleva una guía de turismo apretada al pecho, el ambiente se vuelve rojizo, impregnado de ese tono de polvo de ladrillo centenario y de reflejos cobrizos, que hoy parecen extraños.
Porque en Venecia todo se imagina. Y dicen los venecianos que en marzo, aún más.

Flotando en las poco claras aguas que discurren entre sus palacios, dos sombras aparecen en cada rio... bajo cada puente. Una es la de Dorian, roja y dorada, como las llamas del infierno. La otra, la de Gray, azul y negra... como el frío del alma.

Sus retratos se van transfigurando no solo con el suave movimiento del agua, sino, sobre todo, con el paso del tiempo. Uno de ellos se vuelve cadavérico y cada vez recuerda más a una difusa calavera blanca atravesada por un sable; el otro, se congela en la hierática sonrisa de un reloj de arena enjuto, silencioso y cada vez más solitario.
El resultado es una tristeza serena, absurda, inútil. Una tristeza blanda en la noche y severa en el día, tan vacía como incomprensible.

Todo es triste en los rincones de una Venecia estéril, acompañada siempre de los acordes del Adagio de Albinoni, escapados, tal vez, del humo de los barcos. De unos barcos tan lejanos que se pierden en la tarde de los tiempos. Sí, en la tarde, no en la noche, tan breve y engañosa. Ni Mahler ni Aznavour son capaces de interferir en los ecos de las notas de Albinoni. Seguramente, porque Mahler está en el Lido y Aznavour en París.

Mientras todo languidece, allí, en la penúltima semana de marzo, a la sombra de cuatro caballos de bronce, cansados de viajar, la serenísima tristeza de Venecia  invade la ausencia de lo que nunca existió, de los fantasmas que no llegaron a liberarse de sus túnicas rojas y azules, ocultos tras la miseria de una emoción impar y unos sentimientos desacompasados y desgastados por el óxido del olvido.

Escuchemos a Albinoni. Así la tristeza será, al menos, un poco más bella.

martes, 17 de marzo de 2015

Destino: el olvido

Hay muchos tipos diferentes de cartas. Aunque sería mejor que lo dijera en pasado, porque hoy ya apenas quedan más que las que suelen recibirse del banco diciendo que estamos en saldo deudor y amenazándonos con severos correctivos, en forma de escandalosos intereses, completamente desproporcionados con los que el propio banco remunera a quienes en sus arcas depositan su fortuna.

Pero sí, había múltiples formas epistolares (en un pasado no tan lejano).
A mí las cartas siempre me han gustado. Y procuro conservar cuantas he recibido, así como una buena parte de las que yo he escrito, recuperándolas de sus destinatarios, tan proclives, por lo general, a romperlas, tirarlas o, más habitualmente, a perderlas. Tampoco era nada raro para mí hacer una copia (casi siempre a mano, claro) de las cartas que escribía. Esta buena costumbre la he tenido desde niño, por lo que mi patrimonio epistolar es considerable, interesantísimo y diverso. Gracias a este hábito (muy valioso desde el punto de vista histórico), todas esas cartas (por supuesto, con sus respectivos sobres) están convenientemente guardadas en un lugar seguro, a salvo de incendios y otros desastres naturales. Mi nieta Manuela las heredará y ella sabrá lo que debe hacer con ellas.

Entre los diversos tipos de cartas que existen o existieron, hay uno que me produce cierta inquietud.
Son esas cartas tan especiales como las que descubrió, por casualidad, un amigo, investigando los papeles de cierto personaje singular.
Él me contaba que había encontrado la evidencia de que cinco importantes cartas esperaban, escondidas en diversos lugares del mundo, a que sus respectivos destinatarios fuesen a recogerlas. 
Tres de ellas, por lo visto, estaban en España (dos, relativamente próximas la una a la otra - si bien de muy diversa índole -, en Aragón y una tercera en León), la cuarta se encontraba en Inglaterra y la última, entre las ruinas de un templo milenario egipcio, a orillas del Nilo.

A mí me resulta insólito que las personas a quienes van dirigidas estén tan tranquilas, sin intentar conseguirlas, ni hacer nada por obtenerlas y leer lo que en ellas está escrito. En especial, sabiendo, como algunas saben, que están allí, aguardando pacientes a que una mano (la suya) las recoja. Si yo supiera que hay una carta dirigida a mí oculta entre las columnas de un templo del antiguo Egipto, haría lo imposible por ir a buscarla. Y si está en lo alto de una montaña, enterrada bajo un árbol centenario, o reposa en un pequeño hueco entre unas piedras próximas a una vieja y pequeña estación de ferrocarril, también.
Sin embargo hay gente que, haciendo gala de una indiferencia supina y (en mi opinión) asombrosa, no tiene el más mínimo interés en buscarlas. Aún sabiendo que su vida y, sobre todo, su universo emocional pueden cambiar al leerlas.

Mi amigo sospecha que, pese a estar escritas en lugares y épocas muy distintos, cuatro de ellas están dirigidas a la misma persona y, la quinta, a quien la encuentre. 
Yo lo dudo, ya que la enorme diferencia temporal existente entre cuatro de ellas (cerca de medio siglo) no parece sostener esta teoría. Pero... ¡quién sabe!, en un asunto tan misterioso todo es posible.

También hay quien asegura que alguno de los destinatarios ya no está en este mundo, lo que podría eximirle, en parte, de no ir en su busca. Solo en parte, porque tuvo cuarenta años para hacerlo. En cualquier caso, de lo que no hay duda es de que los vivos no tienen excusa para no hacerlo.
No aparecen todos los días oportunidades tan románticas en la vida como para desaprovecharlas de una forma tan emocionalmente hueca, por mucho que estos tiempos actuales, tan prosaicos ellos, no sean los más propicios para la poesía.

Es muy improbable que alguien dé con ellas por casualidad, ya que dos se encuentran en lugares de muy difícil acceso, una tercera en un pueblo que camina hacia el abandono y las dos restantes delante de las narices de miles de personas, incapaces de ver nada que no sea de piedra, o junto a un paso más frecuentado por caballos que por humanos.
Mi pronóstico es que su destino más seguro es el olvido. Un olvido que solo es posible si aceptamos que la sensibilidad del corazón humano es una virtud en vías aceleradas de extinción.

A mí me produce pena. Mucha pena. Pero esta es la vida que nos ha tocado vivir (dicen). ¡Qué mala suerte!

jueves, 12 de marzo de 2015

Broncemia severa

He disfrutado mucho con el excelente video de Francisco Occhiuzzi, en el que nos describe con detalle las principales características de una enfermedad fantástica (tal como él la califica), la broncemia.
Francisco atribuye el origen del término que define este proceso degenerativo, cuya principal causa es la elevación progresiva del nivel de bronce en la sangre del individuo que la padece, al profesor Narciso Hernández. 

Narciso aseguraba que la enfermedad tenía dos etapas: la primera de ellas sería la importantitis, en la que el paciente se siente tan importante que cree que no hay nadie mejor que él; mientras que en la segunda, la inmortalitis (con la cantidad de bronce en sangre en cotas máximas), ya se considera una estatua broncínea e inmortal.

Dicen Narciso y Francisco que la enfermedad se puede desarrollar en cualquier lugar, pero, que crece, con especial virulencia, en aquellos lugares en los que se presume de un alto nivel de intelectualidad o que se encuentran más próximos a los centros de poder, pudiendo ser de cualquier índole, empresarial, científica, deportiva, política...

Los síntomas del broncémico son, entre otros, la soberbia y la afectada solemnidad de su comportamiento. Al parecer, es una enfermedad algo tardía, ya que no suele presentarse (hay casos que lo desmienten, desde luego) antes de los cuarenta o cuarenta y cinco años y, como bien afirma Occhiuzzi, los más severos aparecen a partir de los cincuenta.
En un principio, se consideraba que era un mal básicamente masculino, pero en los últimos tiempos se está detectando un aumento progresivo de casos de broncemia en el sexo femenino. La mayoría de los autores coinciden en señalar que, cuando esto sucede, las mujeres afectadas presentan cuadros clínicos de extrema gravedad, casi siempre incurables.

Cuando el broncémico avanzado habla, lo hace erguido, como si estuviese haciéndolo desde un púlpito. Esta forma de hablar viene acompañada de una sordera interlocutoria que le impide escuchar a los demás. 
Hablan, asimismo, algunos autores del reflejo cefalocaudal, que consiste en una forma muy característica de caminar, en una postura erguida, con la cabeza elevada y el cuerpo rígido (provocado, con gran probabilidad, por la impregnación del bronce en su anatomía). Aunque, en realidad, hay quien asegura que los broncémicos no andan, sino que se desplazan majestuosamente.

Perdida su capacidad de sonreír de forma natural, la sustituyen por un gesto rígido, propio de quien ha modificado la original condición física de los tejidos humanos, convirtiéndola en una más cercana a la que caracteriza a las aleaciones metálicas y, en especial, a la de cobre y estaño.

La broncemia no es muy contagiosa, pero tiene algunos efectos reflejos en quienes frecuentan la compañía de los afectados, ya que es fácil observar en el comportamiento de quienes la padecen que han perdido todo el interés por ayudar a los demás, incluso a aquellas personas que han estado más próximas a ellos en el terreno del afecto y los sentimientos.

En su fase terminal, cuando ya se hace de todo punto incurable su mal, el broncémico cree desayunar a diario con los dioses y, solo tras hacerlo cada mañana, accede, magnánimamente, a descender al mundo de los mortales y permitirles disfrutar con su displicente presencia. He oído que el té de esos desayunos lo sirve, personalmente, Apolo.

¡Ah, la broncemia! ¡Qué enfermedad tan nefasta! Hagamos todo lo posible por mantenernos alejados de ella. 
Por desgracia, para algunas personas, ya es demasiado tarde...

viernes, 6 de marzo de 2015

El árbol que fue nube

No todos los árboles han sido siempre árboles.
Algunos, antes, fueron nubes. Y habitaron en el mundo de los sueños. Luego, con el tiempo, sus hojas, formadas por incorpórea espuma celeste, se fueron cayendo hasta dejar desnudas y desprotegidas sus ramas. Unas ramas que acabaron secándose y que contagiaron su sequedad al tronco. Y, más tarde, a sus raíces.
Tanta sequía causaron que hasta la hierba que crecía junto a ellos fue, poco a poco, convirtiéndose en tierra, y el cielo se hizo menos azul sobre su esquelética copa.
En ocasiones, estos árboles-nube se encuentran de dos en dos en el paisaje. Como es lógico, cuando esto ocurre y uno de ellos deja de ser nube, al otro le ocurre lo mismo.

Naturalistas y botánicos de todo el mundo debaten sobre causas, orígenes y consecuencias, sin llegar a un acuerdo definitivo.
La mayoría defienden que esta curiosa especia arbórea nunca llegó a ser nube, sino que, si lo pareció, fue tan solo una percepción alejada de la realidad, similar a la que se produce en esos fenómenos visuales que llamamos espejismos, aunque muchos de los defensores de esta teoría reconocen que las características del efecto son tan especiales que es muy difícil apreciarlo por el ser humano. En particular por los individuos pertenecientes al sexo masculino quienes, como es bien sabido, tienen menos desarrollada la flexibilidad del iris y la pupila, mientras que sus córneas son extraordinariamente más propicias al crecimiento y sus cristalinos frágiles y poco elásticos.

Sin embargo, no faltan los que opinan lo contrario. Son los menos, desde luego, pero insisten con vehemencia en una teoría contraria a la de sus antagónicos y mayoritarios colegas. Se llaman a sí mismos 'evolucionistas' y mantienen que esos sorprendentes árboles sí fueron nubes en un momento dado, pero que su volátil y acomodaticia naturaleza les despojó de su liviana nubosidad, en un momento dado, con la misma facilidad que los 'turistas' se convertían en 'piratas' en el legendario juego de Crone, fabricado por Francisco Roselló en los años cincuenta. 

Yo creo que no se llegará a conocer la verdad. Por mucho que adelante la ciencia, siempre permanecerá la eterna discusión filosófica entre empiristas y racionalistas (realistas y evolucionistas, en el caso de los árboles-nube).
Los documentos gráficos recogidos (en varios casos, catalogados y fechados) no son, tampoco, prueba suficiente para decantarse por una u otra opción.
En mi entorno más próximo, por ejemplo, todos los expertos opinan lo que la mayoría de los científicos, pese a lo que yo sigo teniendo mis dudas, como le pasaba al bueno de Hamlet. Claro que esas dudas no evitaron (más bien lo contrario) que la dulce Ofelia, incapaz de manejar su propia angustia, terminase en aquel arroyo cuyas aguas discurrían bajo un sauce. 
Tal vez ese sauce fuera, también, una nube antes que un árbol. Nadie lo sabrá nunca.

domingo, 1 de marzo de 2015

Con la música a otra parte

Todos somos instrumentos de la música.
La vida no es más que un gigantesco concierto (o, más bien, un enorme número de ellos que, sucesiva y permanentemente, tienen lugar en este inmenso auditorio que llamamos mundo). Y a nosotros nos corresponde el doble papel de ser (y, además, tocar) uno o varios instrumentos, con mucha frecuencia de forma simultánea.
Esto ocurre porque no es sencillo estar en una sola orquesta, grupo musical o conjunto. Los solistas son más escasos y suelen ser ermitaños.
Es una monumental confusión de sonidos, timbres y melodías, difíciles de distinguir unos de otros. Tenemos una vida, sí, pero con muchas partituras a las que atender al mismo tiempo: amistades, familia, trabajo, vecinos, compañeros...

A medida que la vida (la de cada uno) va transcurriendo, los compromisos musicales se van multiplicando y la complicación de atender a todas las batutas va en aumento. Por eso no es raro desafinar o tocar a destiempo.
Sin embargo, llega un punto en el que a los instrumentos les cuesta seguir todos los compases. Bueno, en realidad, no sé si les cuesta o es que, cansados de tanta charanga y tan poca sinfonía, ya no quieren seguir el ritmo desenfrenado de unas orquestas que cada vez les parecen más próximas a las murgas carnavalescas que a las ordenadas y bien educadas filarmónicas a las que la mayoría preferiría pertenecer.

Otros instrumentos se han ido quedando por el camino, incapaces de mantener ese tono tan alto o tan grave que ellos mismos se habían marcado (o que precisaban) para permanecer en el puesto que pretendían (en ocasiones, careciendo de las cualidades necesarias para ello).
Hay una vida útil para casi todo y, si un instrumento no es capaz de comportarse como la materia (que ni se crea ni se destruye, solo se transforma) no podrá reciclarse en otro, adaptado a las nuevas exigencias de su entorno. De un entorno, por cierto, que también tiene su ciclo vital y que nunca deja de correr el riesgo de venirse abajo y convertirse en una ruina prematura.

Los instrumentos se agotan. Nos agotamos. Son demasiados años de luchar contra la sordera, contra la desidia, contra la ignorancia... contra la maldad.
Aquel salón blanco en el que el viejo piano hacía sonar sus notas con una suavidad más propia de un violín ejecutando el adagietto de  Mahler que de un instrumento grande y sonoro, se convirtió en un desolado mausoleo solitario, triste, derruido y polvoriento.
El gran piano de cola ya no tiene fuerzas para seguir tocando de oído, sin partitura, preludios apasionados y nocturnos románticos. Hasta esa luz que entra, despiadada, por los huecos de las puertas y atraviesa unas ventanas sin cortinas ni visillos, parece advertirnos que la huida es imposible, que no quedan rincones oscuros donde esconder los sueños.

La vida avanza, la música se marcha. Y nosotros, deteriorados instrumentos del destino, vamos refugiándonos en el silencio, mientras borramos las notas del pentagrama, con la parsimonia propia de quienes saben que no vendrá nadie para escribirlas de nuevo, una vez que se hayan perdido y cubierto de tristeza. En ese momento, todo, incluso la música, estará ya en en otra parte. Muy lejos de aquí.