martes, 27 de enero de 2015

Al viento

Siempre he creído que un poema, en su sentido más abstracto y puro, no debe ser escrito para expresar los sentimientos personales del poeta, sino para que se encuentre con los de sus lectores, que son quienes, en realidad, dan su verdadero sentido a la poesía. El poeta debe lanzar su obra al viento, buscando a cuantos desconocidos la están esperando, probablemente sin saberlo.

Es un error escribir poesía pensando en uno mismo. Hacerlo así limita el destino del autor y lo encasilla en una parcela subjetiva, que quedará para siempre atrapada en un mundo pequeño. La poesía tiene, por naturaleza, una vocación universal y quiere verse reflejada en tantos espejos como ojos se cruzan con ella.
Un poema tiene infinitas lecturas, tantas como emociones pueda llegar a producir en el espíritu de quien lo lee. Emociones y sentimientos que, incluso, serán diversos en una misma persona, dependiendo del momento, de sus circunstancias y de su estado de ánimo.

Esta interpretación colectiva y, a la vez, estrictamente individual es la que engrandece a un poema en particular y, desde luego, a la poesía en su conjunto.
Nadie busque, pues, razones personales del poeta tras un verso o una estrofa. Si el poema es auténtico, si está escrito a favor del viento que llega del Parnaso ( a veces suave, a veces furibundo) el lector las descubrirá en su propio interior y las hará suyas en sus más íntimos pensamientos.

El poeta, el verdadero poeta, tiene la sensibilidad precisa para recoger emociones que están flotando en el aire, esperando la mano capaz de expresarlas en ese lenguaje que despierta la visión de quien recupera, desde una nueva perspectiva, lo que ya tenía dentro. Porque todos aguardamos esa voz que nos invita a levantarnos y recorrer nuestras propias emociones, tan ocultas, con frecuencia, bajo la coraza protectora que vamos desarrollando para sobrevivir en un mundo dominado por la prosa.

Pero no basta con recogerlas. Después hay que lanzarlas al viento para que vuelen libres hacia quienes las esperan. Y no hay quien no las espere. Lo que sí hay es quien no sabe que las está esperando, claro. Nadie está a salvo de la poesía... del arte, que vuela libre, abriéndose paso entre la pobreza mecánica del ambiente en el que solemos desenvolvernos.
Por eso hay que entrar en los museos, escuchar a Mozart y leer a Homero. No nos queda más remedio, si queremos sobrevivir a la inanición anímica a la que la vida nos somete.

Y que los poetas sigan lanzando al viento sus versos, abanderando esa permanente lucha contra el tedio del espíritu, de la que solo estamos a salvo cuando somos niños.
Eso es un poeta: un niño eterno que se resiste a aceptar que la infancia se termina para muchos y que quiere ayudar a quien esté dispuesto a hacer un esfuerzo para que sus sentimientos y emociones permanezcan, para siempre, en ella. 

viernes, 23 de enero de 2015

Ping-pong

La vida se parece mucho al juego del ping-pong. Con frecuencia hay en ella cosas que van y vienen, a veces vertiginosamente, pasando sobre la pequeña red que separa nuestros sentimientos de los ajenos. Y claro, como en el ping-pong, en ocasiones esas cosas se quedan enganchadas en la red.
Lo curioso es que, siendo una red tan pequeña, tenga la capacidad de capturar con tanta frecuencia lo que debería pasar sobre ella sin demasiado esfuerzo. Pero el juego de la vida es muy rápido y no es fácil golpear con precisión la ligera pelotita de nuestros deseos, de nuestras palabras o de nuestras emociones. Sobre todo, teniendo en cuenta que nunca dejan de suceder acontecimientos próximos que distraen la atención y no permiten que estemos siempre pendientes de lo más importante.

Todas estas cavilaciones parecen recordarnos que no es raro que la vida nos devuelva mucho de lo que lanzamos hacia los demás desde nuestro campo.
El egoísmo, la maldad, la soberbia y tantas otras pelotas de celuloide emocional, golpeadas por la pequeña raqueta de nuestro orgullo (que, como todos sabemos, tiene una cara de goma roja con puntitos en relieve y otra de corcho) con intención de que boten con violencia en la parte de la mesa de quien está frente a nosotros, corren el riesgo de sernos devueltas, con mayor precisión y fuerza, hacia nuestro propio campo y que, en consecuencia, el punto quede anotado en el marcador, pero en el casillero opuesto al que pretendíamos.

La vida es un gran ping-pong, sí. Un ping-pong permanente en el que no conviene jugar con material envenenado, porque puede que regrese con un efecto tan endiablado que nos resulte imposible de controlar. Y es que esta diferencia es la principal diversidad entre la vida y el ping-pong: no hace falta que la persona con la que estamos jugando nos devuelva la pelota. La propia vida se encarga de ello. En unas ocasiones tarda más y en otras menos... pero es raro que no acabe haciéndolo.

Tampoco faltan esas personas que juegan al ping-pong mental contra ellas mismas.
Se dedican a lanzarse una contradicción permanente en forma de sentimientos de esfericidad perfecta, lo que permite que no tengan ningún pico visible. Todo lo que ha cristalizado en su alma va por dentro, por lo que no hay aristas que rocen o perjudiquen unas emociones que, como buenas jugadoras de ping-pong que son, siempre tienen a buen recaudo.


Así es este juego, que se practica sobre una mesa azul que, vista desde arriba, parece una ventana con un intenso cielo tras ella. Un juego que necesita de una pelota en permanente y veloz trasiego que, en su insistente paso de un lado a otro, se asemeja a sucesivas, constantes y descaradas estrellas fugaces, condenadas a un movimiento perpetuo en el firmamento... o empeñadas en que no dejemos de verlas. 
Aunque demasiado volátiles como para que nos entreguen algo de lo que llevan en su interior. Si es que llevan algo que no sea aire.

domingo, 18 de enero de 2015

Las flores perdidas del té

Curiosamente se llamaba Shengnung. Así, todo seguido.
Era un nombre raro, pero se lo pusieron sus amigos cuando todavía era muy pequeño. Por lo visto fue porque era capaz de guardar la calma hasta en los momentos más difíciles.

Shengnung, como su lejano antepasado moral, conocía todos los secretos del té, unos secretos que guardaba muy celosamente y que no compartía ni con sus más íntimos camaradas, los miembros del Sendero del Dragón, una organización imaginaria, perdida en un mundo fantasma.

Durante muchos años nada perturbó la paz. Aquella variedad secreta de camellia sinensis, que había descubierto en un viejo libro de botánica, permanecía a salvo. Nadie más sabía de su existencia y él seguía guardando sus semillas próximas al corazón, tal como recomendaba el abate Francesco en las amarillentas páginas manuscritas del antiguo códice benedictino.
Sabía que era un arma poderosa y que, a la vez, contenía un gran peligro, por lo que solo debía ser utilizada para fines pacíficos, como la energía atómica.

Shengnung vivó sin temor una buena parte de su vida. Hasta que se encontró con Camelia, una dama ceciliana, surgida de las profundidades de la tarde, que combinaba su nombre con un marcado acento de alondra pasajera.
Una noche de intenso frío interno, regresando del futuro, se dio cuenta de que el sobre que contenía las semillas había desaparecido del bolsillo interior de su chaqueta. Deshizo el camino recorrido y lo buscó por todas partes... pero no pudo encontrarlo. Volvió a casa y sacó del armario la tetera gris de loza en la que guardaba unas flores secas de su rara camellia sinensis, las últimas que, probablemente, quedaban en todo el mundo. Tampoco estaban. Solo se percibía, suavemente, ese aroma dulce con tintes amargos que siempre las había caracterizado.

Por primera vez en su vida, Shengnung estuvo a punto de perder la calma. Entonces fue cuando vio la camelia negra sobre su almohada. Y comprendió, al fin, que la tragedia se había consumado, que ya no había esperanza.

Siguieron años tristes, complicados, en los que la mala suerte pareció concentrarse sobre la vida. Shengnung, pese a todo, se mantuvo sereno y durante mucho tiempo siguió recorriendo a diario aquel camino en el que desaparecieron semillas y flores. 

Hoy, el lugar es conocido como 'el callejón del silencio' y todo el que pasa por él mira al suelo, por si encuentra restos de las flores perdidas del té. Pero solo queda el reflejo de una camelia negra... una camelia negra, solitaria y triste.

jueves, 15 de enero de 2015

A propósito de la amistad

La amistad es un territorio misterioso. Siempre lo ha sido, pero la irrupción en nuestras vidas de sus nuevas formas, lo hace, aún, más difícil de explorar y, sobre todo, de comprender.

Desde tiempo inmemorial, la palabra 'amigo' ha tenido infinidad de interpretaciones, de significados, de acepciones...
Hay 'amigos' para todos los gustos: buenos amigos, malos amigos, amigos para siempre (como Coby), amígos íntimos... y hasta, en algunos países, se saluda llamando 'amigo' a todo el mundo, incluso a quien se acaba de conocer.
En los últimos años, todas estas variedades se complican con la aparición de los amigos de las redes sociales, especialmente en Facebook, ya que otras han tenido el buen criterio de llamar de una forma diferente a los contactos que se establecen a través de ellas. Pero en Facebook todos son 'amigos': los que lo son mucho, los que lo son poco, los conocidos, los familiares, los que te tienen manía, los perfiles ficticios, los extraños e, incluso, los enemigos.
Y no es que me parezca mal que sea así, pero hay que reconocer que puede inducir a confusión. Las redes sociales son estupendas. Todas tienen virtudes y algunos defectos e inconvenientes, claro, aunque son, más o menos, los mismos que tienen otros lugares en los que se conoce gente.
También son una verdadera fuente de amistad, como pueden serlo el colegio, la universidad, el trabajo o el vecindario, por poner solo algunos ejemplos. Nada, por tanto, que objetar a estas 'amistades', aparte de las complicaciones añadidas que traen a un término que ya tenía lo suyo.

Lo que a mí me produce más alarma es lo que está vinculado a la evolución de las relaciones dentro de la amistad auténtica (sea cual sea su origen, digital o convencional).
Me refiero al afecto. Un amigo es, entre otras cosas, alguien por quien sentimos afecto, cariño (luego volveré sobre esto). Pues bien, en mi opinión (muy discutida, por cierto), el cariño es algo que funciona de una forma similar a un termómetro de máxima (los que sirven para medir las temperaturas máximas, como su nombre bien indica). Es decir, que su indicador puede subir, pero no bajar. Así, el afecto positivo se va acumulando (generalmente, poco a poco) y, si bien puede estancarse, no baja nunca. Algo así como lo que cantaba Jorge en 'Marina': "Un fanal que el mar azota, sin matar su luz jamás".
Si mi forma de entender la verdadera amistad fuese la correcta, a un amigo se le podría llegar a querer más... o quedarse en un nivel de amistad determinado; mientras que no cabría la posibilidad de que nuestro cariño hacia él disminuyese (una cosa es el uso de la amistad y otra, muy distinta, su desaparición).
Sin embargo, la experiencia (tan engañosa siempre para el conocimiento auténtico) nos dice lo contrario: las mayores enemistades se producen entre personas que han sido muy amigos, al igual que los mayores odios tienen lugar entre quienes (supuestamente) se han amado mucho.
Esto es, desde mi particular punto de vista, imposible. El cariño, en cualquiera de sus múltiples versiones reales (he dicho 'cariño' y 'reales', no vulgares y mal administrados sucedáneos) es irreversible. Se da, se genera, se entrega... y permanece. Despierto o dormido, activo o pasivo, alegre o triste, eficaz o inútil... pero no se puede retirar (salvo que, en realidad, no haya existido, porque los espejismos sentimentales también existen). Da igual que la amistad sea correspondida o no (si esto último sucede, la situación será poco dinámica, claro). Da igual: la tristeza no desintegra el cariño.

El afecto (ahora vuelvo sobre la palabra antes enunciada) es, según el diccionario de la Real Academia, cada una de las pasiones del ánimo (ira, amor, odio, etc.), lo que podría justificar teorías opuestas a la que yo defiendo, si bien esta posibilidad no parece real cuando, como en mi caso, me refiero a la última acepción que da a la palabra la propia Academia: "... y especialmente el amor o el cariño".

¿Por qué casi nunca se dan enfrentamientos emocionales virulentos entre personas con las que no se ha llegado a tener amistad? ¿Por qué el odio es más común entre quienes se han amado que entre quienes han permanecido en el umbral de la indiferencia?
Mi respuesta es bien sencilla (no debe confundirse la enemistad o el odio con el legítimo derecho a defenderse de agresiones o ataques de cualquier tipo, vengan de donde vengan): el afecto positivo (el cariño, el amor, la amistad) imprime carácter e imposibilita su desahucio de los sentimientos propios. 
Puede que 'el otro' no haya sido nunca nuestro amigo y solo fuese una ilusión (a veces duradera) lo que habíamos percibido. Pero si nosotros sí éramos amigos suyos (amor y amistad son unidireccionales, aunque, en ocasiones, se encuentren en su trayecto con los de otras personas) nunca dejaremos de serlo.

Sí, yo creo que Coby tenía razón, la amistad es para siempre.

martes, 13 de enero de 2015

Vendaje de órganos

En enero es muy conveniente vendar los órganos más sensibles.
Es una medida preventiva muy recomendable, en especial, a finales de mes. Yo he conocido a personas que han sufrido mucho en esos días. Y ha sido por no tener sus órganos bien protegidos en una época tan poco propicia para el mantenimiento de su amenazada integridad.
Claro está que es muy difícil tenerlos todos a salvo, porque son muchos los que hay que cuidar y nunca se sabe cuál de ellos es el que va a recibir el peor ataque, así que, si hay que elegir, yo recomiendo el corazón. El cerebro (que, como todos sabemos, es el segundo órgano favorito de Woody Allen) no hay quien lo proteja y, además, si lo vendamos demasiado corre el riesgo de atrofiarse, lo que sería una contraindicación seria y produciría efectos secundarios muy arriesgados que podrían mermar las defensas del afectado.
Porque las defensas conviene tenerlas altas en enero. Bueno, y, también, en los meses siguientes, ya que será necesario utilizarlas por pocos ánimos que nos queden a causa de la naturaleza y el origen de los ataques.
Proteger algunos otros órganos menos vitales es, a todas luces, estéril. Y nunca mejor dicho.

El vendaje del corazón debe hacerse en forma de cruz, con lo que conseguiremos aumentar su eficacia y estaremos preparados por si llega lo peor y se produce un desenlace fatal (que, de uno u otro modo, siempre suele serlo, aunque solo sea en sentido figurado). 
Es cierto, sí, que la cruz debería haber sido instalada con mucha anterioridad en nuestro corazón, pero eso es algo fácil de decir y que casi nunca se hace, pues todos somos remisos a creer que la maldad se va a cebar con nosotros, sin que medie causa aparente ni tenga lógica o sentido alguno.

Pero hay quien venda otras partes de su cuerpo, con fines relativamente contrarios a los antes mencionados. Esas personas se vendan otros órganos, poniendo especial interés en los que son necesarios para que funcionen los sentidos. Tacto, gusto, olfato, oído y, sobre todo, vista, son un peligro para ellos.
Estas personas no pueden permitirse la menor distracción cuando van a poner en marcha su ofensiva (aquí, de nuevo, viene a cuento utilizar el adjetivo 'fatal'). Poco importa que estén siendo dirigidos por terceros. Y tampoco es relevante que, en su fuero interno, sepan que son cómplices (disfrazados de protagonistas imprescindibles) de tropelías interesadas que a nada conducen, a medio plazo. Por eso utilizan el vendaje. Como el boxeador que protege sus manos con vendas antes de subir al ring... o el caballo del picador, antes de salir a la plaza. Si no lo hacen ellos, siempre hay alguien detrás dispuesto a sujetar la venda sobre sus ojos con firmeza. Normalmente es quien más beneficio pretende obtener del atropello y quien más tiene que ocultar en todo el asunto. Eso sí, suele ser alguien que está en una situación de dominio, lo que le faculta para ejercer su abuso de poder.

Luego pasa el tiempo, los años... las décadas, tal vez, y quien actuó con los ojos vendados tiene que refugiarse en la soberbia para mantener un silencio que ya no beneficia a nadie y que sigue haciendo daño a quien tuvo que vendarse el corazón.

Aunque siempre a quien más le acaba doliendo es a quien enrocó su torre de marfil en aquel damero maldito, en el que su jugada quedó atrapada sin remedio.

domingo, 11 de enero de 2015

El número once

Estaba todavía en esa edad en la que todo es posible.

En una pequeña placita sin nombre, frente a la alta tapia de un convento que resiste al empuje del tiempo, Lucas y Gregorio suelen tomar café por las mañanas. Hay un sitio nuevo y con grandes ventanales que parece estar invitando a quedarse en él durante horas. Sobre todo, en primavera. Lo que no sabe Lucas (Gregorio sí) es que el número once les observa... con poco interés, desde luego, porque desde esa terraza con vistas a la aurora solo se mira al horizonte.
Todo es blanco arriba, en el cuarto piso. Menos la guitarra que reposa junto a la ventana.
¡Queda tanto por vivir! Y la vida se presenta un tanto irreal, como en las películas francesas de autor, pero con escenarios madrileños. En realidad, allí nunca hubo tres muñecas. Dos sí, aunque una cambia a veces.
Todo es perfecto en aquel piso blanco de dos dormitorios, pero da un poco de miedo entrar en él. La sensación es que, después, será imposible salir. De hecho, hay quien nunca ha estado dentro y ya se ha quedado allí para siempre. La culpa, claro, es de la pureza que inspiran ese blanco impoluto y la sofisticada sensibilidad de quien lo alimenta.

Abajo, Lucas y Gregorio nada imaginan, enredados en una charla eterna, frente a unos cuantos árboles y muchos balcones. Ellos hablan del pasado, de un pasado que nunca existió y que, precisamente por eso, nunca volverá.
Pero arriba todo es diferente. Solo se habla del futuro... y del mar. El ayer no existe y menos cuando sale el sol por la izquierda de la cúpula del convento de las Góngoras, austera en su exterior y grandiosa y elegante por dentro, como el resto de la poco conocida iglesia que impulsara Felipe IV. Por suerte, el intenso brillo anaranjado del sol naciente de la mañana oculta, casi por completo, la pérfida silueta de la lejana Torre de Valencia.

Dicen que todas las muñecas acaban rompiéndose. Yo no lo creo. Eso suele ocurrir con las de porcelana, que son demasiado frágiles, pero no con las que generan una fuerte y constante energía vital, cuya intensidad se transmite solo a través de los ojos, mientras permanece concentrada en su envase inteligente, siempre dispuesto para destilar su valioso contenido en las dosis adecuadas. Sin excederse nunca, porque sabe que el camino es largo.

Lucas y Gregorio seguirán algún tiempo junto a la dama de blanco, que cambiará de compañera sin dejar sus largas bufandas ni sus gorros de lana. Como tampoco dejará sus ilusiones. Unas ilusiones que solo ella conoce y que se manifiestan en esos pocos ratos íntimos, nacidos alrededor de una solitaria taza de Nespresso. 
Luego, un día... en silencio, ella se marchará. Y el color blanco de las paredes y las sábanas se oscurecerá un poco. La Torre de Valencia crecerá en el horizonte y las campanas de la iglesia de las Mercedarias sonarán tristes.

Sin embargo, Lucas y Gregorio permanecerán eternamente en aquella esquina, a la que están unidos para siempre.

jueves, 8 de enero de 2015

Las cuestas de enero

Es un grave error pensar que solo hay una cuesta en enero.
Enero es un mes lleno de dificultades. Las económicas, tras los excesos navideños, son notables, desde luego, como también lo suelen ser las relacionadas con los abusos gastronómicos y etílicos (que, muchas veces, están directamente vinculadas con las antes mencionadas). Pero hay más cuestas que subir en las primeras semanas del año.
Las peores son las que, de una manera oculta, estaban siendo preparadas, en silencio, por quienes llevaban años haciéndolas tan empinadas, para que no pudieran ser coronadas por escalador alguno.

Dicen que la maldad en enero puede llegar a alcanzar cotas insospechadas, acordes con la frialdad que, en estas norteñas latitudes, son habituales en los valores que nos muestra el mercurio.
Afortunadamente, en otros continentes están en verano, lo que, al menos, impide unir el frío externo con el del espíritu y actuar como podrían hacerlo los protagonistas de una novela de Truman Capote.

Son fáciles de comprender los motivos del instigador, por grande que fuese su histórica indignidad, pero hay algún otro comportamiento cuyo análisis profundo es muy difícil de sintetizar y, mucho más, de entender.
En cualquier caso, hay calvarios con cuestas tan pronunciadas que apenas es posible subirlas. Y si la madera de la cruz que se lleva a cuestas ha sido cortada por unas manos que pasaron por amigas, el sufrimiento es, aún, mayor.

Mi amigo Bahamontes era capaz de enormes hazañas montado en una sencilla bicicleta. Yo siempre le admiré por eso. Y el día que pude fotografiarme con él y estrechar su mano, me sentí extraordinariamente feliz. Con permiso de Eddy Merckx y Anquetil, yo le considero el mejor ciclista de todos los tiempos.
Pero hay cuestas que sí se le hubiesen resistido. ¡A él, que se había merendado el Puy de Dôme como si fuera un bocadillo de Nocilla! 
Claro que para esas subidas el corazón tiene que funcionar tan despacio que corre el riesgo de quedarse sin pulsaciones. Y cuando se tiene un corazón acostumbrado a latir (aunque sea a un ritmo tan lento como el de El Águila de Toledo), es imposible enfrentarse a subidas inaccesibles, colocadas a traición por los organizadores del tour de la vida, en una etapa a todas luces imprevista.

Y todavía hay más cuestas en enero, un mes que empezaba el día dos hasta que alguien, con evidente espíritu revolucionario, decidió retroceder en el tiempo para volver a cambiar el calendario y convertirlo en una mezcla de Nivôse y Pluviôse (pese a que el año de su renovada implantación empezó soleado, con el evidente fin de hacer más patente la confusión provocada). 
Pero son todas ellas de poca importancia comparadas con la que tan difícil es subir por las rampas del recuerdo.

viernes, 2 de enero de 2015

La suerte y lo increíble

La suerte existe. Sin ella, por ejemplo, yo no habría podido lograr el Campeonato Mundial de Cara o Cruz, celebrado en Aravaca a mediados de los años sesenta del pasado siglo.
Gracias a la suerte lo gané. Pero si aún lo conservo no es por causa de mi buena fortuna, sino porque, desde aquel ya lejano momento, he mantenido una actitud prudente y no he vuelto a ponerlo en juego. 

También existe la mala suerte (que se lo pregunten, si no, a mi amigo Mala Estrella), pero una y otra necesitan de algún elemento adicional para su consolidación definitiva.
La voluntad es uno de esos elementos, como bien demuestra el caso de mi casi vitalicio cetro en una disciplina que bien pudiera ser olímpica, aunque solo sea por la influencia que en ella tiene la voluble hija de Júpiter y Juno.

Por otra parte, cuando el año empezaba el segundo día de enero, se llegaron a crear ciertas tradiciones que, analizadas con la perspectiva del tiempo, son susceptibles de revisión.
Tal vez la más relevante fue la del famoso graffiti in agenda que, con una sola palabra, parecía transmitir un sentido extraordinariamente positivo a una incredulidad, expresada con signos de admiración de esos que unos olvidan y otros recuerdan para siempre.
Sin embargo, la inocencia es determinante en estas interpretaciones y suele jugar malas pasadas. Es algo que ocurre con la acepción de la palabra 'increíble'. Cuando se escribe (enmarcada con signos de admiración) en determinados libros o cuadernos en los que se apuntan cosas más o menos importantes, todos tenemos la natural tendencia a traducirla por 'excelente' (sin duda, inclinándonos por su segunda acepción, en una no literal y muy positiva versión), olvidando que el diccionario de la Real Academia deja muy claro, en primer lugar, su significado más común: 'Que no puede creerse'.

Un error notable que acabamos descifrando con la ayuda de los acontecimientos que se suceden con el devenir de los años posteriores a su registro. ¿Por qué nos empeñamos en entender que algo que no puede creerse sobresale, para quién lo escribió, en bondad, mérito o estimación? 
La respuesta es bien sencilla: porque para nosotros mismos sí destacaba su excelencia y aprecio. Nos pasa muchas veces.

Por eso, ahora, conviene reflexionar sobre esa nueva frase, escrita veintitrés años más tarde, cuya interjección inicial denota un vivo deseo de que el año que acaba de comenzar sea afortunado (seguida, también, de un expresivo signo de admiración que ayuda a enfatizar el sentimiento).
Y pensar en ello nos vuelve a recordar que la voluntad de quien lo manifiesta juega un papel fundamental en la posibilidad de que se cumpla.
Hay que ayudar un poco a la diosa Fortuna para que su rueda gire en el sentido adecuado. Yo ya lo he hecho.