domingo, 31 de agosto de 2014

Rupes nigra

Et altissima, como escribió Mercator en su carta geográfica del Polo Norte.
Durante mucho tiempo se consideró como la única explicación, más o menos lógica, al hecho de que las agujas de las brújulas señalasen siempre en la misma dirección.
Parecía posible que una gran roca imantada, de una inmensa potencia, estuviese situada en extremo norte del planeta. Muchos lo creyeron así y, en cualquier caso, como nadie había sido capaz de llegar hasta allí, no era fácil refutarlo de forma categórica. 

Mercator (Kremer era su apellido real, sin latinizar) pensaba, como tantos otros, que debía tener una enorme altitud (una especie de gigantesca antena magnética) para que su alcance pudiera llegar a distancias tan lejanas. Lo que ya no tengo tan claro es por qué tenía que ser negra, pero me gusta que esta isla fantástica sea de ese color.

Yo he escrito "nigra" con minúscula, porque así lo hizo él en su mapa, lo que nos sugiere un nombre común (una roca negra y altísima), pero es frecuente ver escrita su denominación como si de un nombre propio se tratase (Rupes Nigra), por lo que ruego a mis lectores que no se extrañen si en este artículo utilizo ambas ortografías, en función de que me refiera a la célebre e imaginaria piedra en un sentido o en otro.

A lo que voy es a que hay muchas similares por ahí. Unas son negras, otras blancas y también las hay de color canela claro, pero eso no es importante. Lo fundamental es que una rupes nigra atrae. Y, además, es fundamental que esté envuelta en una cierta leyenda que la abstraiga del mundo real y conocido que la rodea. Si es alta, mejor (aunque tampoco es imprescindible).

La gente habla de ellas sin conocerlas, solo por referencias, pero, de tanto aparecer en conversaciones y escritos, llegan a tomar carta de naturaleza. Y si el mercator del momento las pone en el mapa, aún más.

Son peligrosas (ya nos lo adelantaron Verne y Poe en sus libros) y no cabe duda de que cuando, como la descrita por el novelista francés, tienen forma de esfinge, impresionan.
La roca que Verne llamó Esfinge de los Hielos era como la Rupes Nigra, pero en la Antártida. Con un poder de atracción letal que llegaba a arrancar los hierros de los cascos de madera de los barcos... para destruirlos sin remedio. Pym y Dirk Peters perdieron en ella la vida, atrapados por su irresistible imán. Una historia que a mí me recuerda mucho a la de las moscas y el panal de rica miel de Samaniego.

Conviene, por tanto, mantenerse alejado de cualquier rupes nigra de la que oigamos hablar.  Y debemos tener muy en cuenta que no siempre están en los polos. Las hay por todas partes y aparecen cuando menos las esperas, si bien es cierto que el ambiente suele congelarse con su proximidad.
En el grabado de Mercator aparece rodeada de cuatro pequeños continentes, muy similares en forma y tamaño. 
El magnetismo de Rupes Nigra es potentísimo y poco saludable, algo bien conocido por los marinos de todas las latitudes, quienes siempre trataron de evitar aquellos océanos procelosos y helados. Hacían bien. Claro que si alguno se aventuraba... no volvía para contarlo. De ahí que se hayan forjado tantas leyendas a su alrededor.

Son muchos los nombres que brotan en nuestra mente cuando mencionamos a Rupes Nigra: Inventio Fortunata, Insula Magnetu, Olaus Magnus, Jacobus Cnoyen... y otros con nombres españoles, catalanes o italianos que prefieren conservar su anonimato. Todos ellos nos recuerdan los riesgos que para los "humanos corazones" (vuelvo a citar a Samaniego) tiene caer bajo las influencias de campos magnéticos incontrolados. 
Como el de Rupes Nigra, también llamada (tal vez más apropiadamente) Black Precipice.

sábado, 30 de agosto de 2014

Out of the past

Regresar al pasado es un ejercicio peligroso para quienes han querido huir de él como de la peste. Por el contrario, quienes no renuncian a nada de lo que han vivido, convencidos de que una vida no puede ni debe editarse en una moviola mental, son mucho más felices que los primeros y evitan el desagradable trance de morir parcialmente antes de tiempo.

Dicen que la muerte está tan segura de su victoria que nos da toda una vida de ventaja. Pues bien, renunciar a una parte de esa siempre exigua ventaja es, además de un disparate, renegar de nosotros mismos para sumirnos en un pozo tan negro como absurdo.

Solo los muy bien dotados por la madre naturaleza (o los que han dedicado muchos años a entrenarse a conciencia en el arte de la deslealtad más completa) son capaces de olvidar su pasado real y reconstruirlo a su antojo.
Sin embargo, quienes así se comportan, viven constantemente bajo la amenaza de la verdad, con la que pueden encontrarse cualquier mañana delante de su coche cuando van al trabajo o, incluso, saliendo de un pequeño supermercado en un pueblecito marinero. Nada es seguro para ellos. Una calle, una ciudad, una carta, un libro, unas notas musicales que escapan, inoportunas, por la radio... cualquier cosa puede convertirse en un trastorno del espíritu, por muy templado que se tenga el ánimo.

Una teoría, aceptada con frecuencia como cierta por los expertos, asegura que el pasado siempre vuelve, que no es posible librarse de él. 
Jeff Marham (o Bailey) es, por ejemplo, una buena prueba de ello. Claro que él tuvo mala suerte, porque no todos se topan con Kathie Moffett y sus besos de propaganda. Lo digo porque hay mujeres malas, muy malas... y luego está Kathie Moffett.

A mí, como a él, me gusta la calma de Bridgeport. Y desayunar a diario en el Marny's Cafe, desde luego. Pero Jeff no tuvo éxito en su intento de olvidar Acapulco. Ni aquel local llamado La Mar Azul, frente a la Cantina La Guerreo y el Cine Pico, en el que pasó tantas tardes esperando.
Su propio pasado le arrastró hacia la fatalidad desde el plácido lago en el que, cada mañana, trataba de pescar un poco de paz. 

Pero no estoy hablando de personas como Jeff... ni siquiera de gente sin escrúpulos como Whit Sterling, sino de algo muy diferente, mucho peor.

Cada vez que veo la gran película de Jacques Tourneur, pienso en lo difícil que debe ser la vida para quien la vive instalado en la maldad. Y, sobre todo, lo cansado que es.
Me recuerda mucho a la idea que tenía Guillermo Brown de Guy Fawkes: con el embozo constantemente puesto y sin apenas poder respirar para conspirar en todo momento (por cierto, me gustaría mucho conocer los versos originales en inglés, aunque dudo que superen a la genial traducción española del asturiano Guillermo López Hipkiss).
El caso es que, de una forma u otra, y ya sea en inglés o en español, estar siempre conspirando y traicionando a unos y a otros tiene que ser agotador.
Aunque no se llegue al nivel de Kathie Moffett... que hay quien llega.

jueves, 28 de agosto de 2014

Amor propio

Las palabras cambian de significado con el paso del tiempo.
Y, a veces, llegan a tener, incluso, connotaciones contrarias. Esto debería considerarse normal (por razones obvias) cuando se producen modificaciones sociales significativas en el ámbito religioso o en el político, pero es que, en otras ocasiones, también sucede con expresiones que nada tienen que ver con la religión o la política.

Recuerdo muy bien, por ejemplo, que cuando yo era niño se hablaba del "amor propio" como una virtud muy positiva en el terreno escolar.
En el famoso colegio de la calle Fuencarral, al que empecé a asistir con apenas tres años, compartiendo aula con niños de edades muy superiores a la mía (en otra ocasión hablaremos de los espectaculares métodos de enseñanza de aquella peculiar institución, tan pequeña como revolucionaria), mi profesora siempre insistía en que yo era el más listo de la clase. Sin embargo, solía completar su dictamen con la afirmación de que, si bien era indiscutiblemente cierto este hecho, Pepito Tejedor tenía mucho amor propio.
A mí no me acaba de hacer feliz una comparición en la que mi supuesta inteligencia (fruto, sin duda, de un flagrante favoritismo hacia mí de la señorita María Teresa) se equiparaba, en la práctica, al gran interés por conseguir buenas notas que aquel chico delgadito, pequeño y con cara de querubín, que respondía al nombre de Pepito Tejedor (cuando alguien se refería a él nunca utilizaba de forma independiente su nombre o su apellido), ponía para estar siempre entre los primeros. Sin que él tuviera ninguna culpa (y, mucho menos, mis profesoras, que me tenían un evidente "enchufe"), acabé cogiendo una cierta manía a todos los niños cuyas cabecitas estaban coronadas por una cabellera de rubios rizos, como era el caso de mi compañero Pepito Tejedor.

El "amor propio", en aquellos días, se entendía como afán de superación. Y era, desde luego, muy apreciado por cualquiera que se dedicase a la enseñanza.
Los aficionados a las carreras de caballos entenderán bien lo que quiero decir si les traigo a la memoria el caso de Maspalomas, un purasangre del Marqués de la Florida que tenía "mucho corazón", en contraposición a Reltaj (del Conde de Villapadierna) cuya "clase" era notoria.

Con estos antecedentes en mi recuerdo (y gracias, claro está, al dichoso Pepito Tejedor), es lógico que durante toda mi vida haya tenido una idea clara y rotunda de lo que significaba "tener mucho amor propio".
Aquellos eran tiempos, todo hay que decirlo, en los que no se manejaban conceptos tales como "autoestima" y otros similares que hoy están muy en boga (sobre todo, por culpa de los horrorosos manuales de "autoayuda" que proliferan en las librerías desde hace ya unos cuantos años). De hecho yo no recuerdo haber conocido en mi infancia a nadie que no se estimase a sí mismo, sino, más bien, todo lo contrario... aunque es probable que los cambios en los ideales sociales y materiales del último tercio del siglo pasado hayan impulsado sentimientos nuevos, poco frecuentes en épocas en las que nuestras necesidades eran más razonables y prudentes.

Pero, últimamente, he empezado a fijarme en otra acepción del "amor propio" en la que no había reparado y que, sin embargo, existe. Me refiero a la literal: amarse a sí mismo.
Esto es algo que, a lo largo de la historia, todas las corrientes filosóficas y religiosas sensatas han recomendado amortiguar, porque sus excesos corrían el riesgo de derivar en narcisismo, egoísmo, egolatrismo... y un montón de cosas más, todas ellas terminadas en "ismo".
Lo curioso es que hoy esta literalidad no parece estar mal vista. Las cosas cambian. Y la semántica nos enseña que el significado de las palabras evoluciona. Claro que también aparecen nuevos vocablos (algunos horribles, como "emblemático", que siempre me ha tenido atormentado y menciono aquí pese a no tener nada que ver con el tema que nos ocupa), muchos de ellos barbarismos, como "selfie", al que sí podríamos llegar a encontrar alguna relación con el título de este artículo...


Yo estoy a favor del "amor propio" literal, pero no soy partidario de sus excesos. He conocido a gente que se quiere tanto a sí misma (los peores no son los que "están encantados de conocerse", sino los que lo disimulan) que no duda en despreciar los más elementales principios de la lealtad para destruir a los demás y, en especial, a quienes han demostrado tener un concepto más amplio del amor que el limitado a lo propio.
Y es que, la mayoría de las veces, un excesivo "amor propio" literal es insano. Menos en el caso de Pepito Tejedor, claro, para quien el sentido de la expresión (él nunca la usó, eran sus profesoras las que la utilizaban) era muy distinto. O no, ¡quién sabe!

miércoles, 27 de agosto de 2014

Sirenas montaraces

En West Hollywood aseguran que hay falsas sirenas recorriendo sus montes en algunas noches de verano.
Dicen que son sirenas de gesto serio y adusto, que se mueven con gran soltura en la oscuridad, mientras los especialistas saltan de azotea en azotea y un artista holandés trata de esconderse, sin éxito, en la enorme ciudad.

Las falsas sirenas cantan canciones tristes a los marineros que, cansados de sus largos viajes, no advierten cuando las escuchan que ellas están fingiendo que fingen mucho más de lo que, en realidad, fingen. Pero bueno, el caso es que fingen. Hasta fingen que son sirenas...
Sirenas que vuelan de día y nadan de noche, guardando bien la ropa y manteniendo rígido un código (505-615-505) que cada mañana olvidan, bajo sus sombreros vaqueros de ala ancha y doblada.
Por lo visto, es algo que pasa mucho en las partes altas del condado, allí donde las calles se terminan y la montaña parece venir al encuentro del profeta viajero.

Las sirenas montaraces no son humanas, aunque tampoco son sirenas del todo. Son seres mutantes. En las épocas difíciles, cuando el sol, el verano y el rufián aprietan, buscan el amparo de los árboles grandes y frondosos. Por el contrario, cuando la brisa es dulce y los rigores del estío ya han pasado, los talan para hacer leña, pues el invierno puede ser largo y no es probable que vuelvan a necesitar su sombra en mucho tiempo.
Podréis reconocerlas al andar. Sí, al andar, porque las sirenas de montaña tienen piernas (poca utilidad tendría para ellas una cola llena de escamas). Pero como, al fin y al cabo, son (o fingen ser) sirenas, desvían, muy ligeramente, el pie izquierdo hacia el interior cuando andan... silenciosas y tranquilas (como dice Adamo) por las calles. Ellas no se dan cuenta de que lo hacen, claro.


Como las horas se hacen largas, puedes comer en Asia o en Cuba mientras esperas. Y eso te da un amplio margen para pensar.
Todo estaba minuciosamente planificado desde mucho antes. Con una frialdad que asusta, se había elegido ese día de septiembre porque resultaba el más conveniente. Así no se desaprovechaba nada. Los Aliados prepararon su desembarco en Normandía con un método similar, aunque ellos tuvieron que retrasar un día sus planes. Ni Eisenhower, sesenta años atrás, había sido capaz de ser tan preciso.
Nada se dejó a la improvisación. Ávila o Alcalá... todo resultaba indiferente para los leñadores de aquellos bosques amortizados, para los segadores de campos ajenos.


La tristeza es infinita no ya por lo perdido, que no es tal, sino por lo que nunca se tuvo. Los viajes son muy educativos.
Una mentira inmensa, una leyenda imaginaria transmitida de ciudad en ciudad, de país en país... de continente en continente. Las sirenas de montaña no existen. No han existido nunca. Son una fantasía delirante e imprecisa, con lunares repartidos por una anatomía metafísica, carente de rodilla y pecho, que atraviesa la Vía Láctea en busca de siete estrellas que fueron cinco.
Las sirenas de montaña no existen. Solo hay sirenas en el mar, persiguiendo a los barcos... y, tal vez, a los delfines.

martes, 12 de agosto de 2014

Llorar en El Pardo

Llorar en El Pardo es inútil. Yo no lo recomiendo. 
Además, por mucho que se llore, el campo no lo agradece. En verano, el monte sigue igual de seco.

Hay quien dice que El Pardo es como una prolongación de la calle de Alcalá, aunque a mí me extraña porque, a primera vista, parece que la dirección es la contraria... aunque ya se sabe que casi todos los caminos van al mismo sitio: a las catacumbas (para llegar a las de Roma hay que dar un pequeño rodeo, pero para ir a las habituales, no tanto).
A Menorca, sin embargo, sí se puede ir por Alcalá (de hecho, la calle de Menorca está muy cerca). Y a Biarritz... también.

Todo lo demás está lejos. Menos Ávila, claro, cuyas murallas no son lo suficientemente altas para proteger a los desprevenidos de los ataques de esos corsarios y filibusteros vocacionales que, dejando anclados sus azules bajeles en la costa mediterránea, se adentran, sigilosamente, en las nobles tierras castellanas para coger por sorpresa a sus incautas víctimas.

Por todas estas razones y alguna más, no sirve de nada llorar en El Pardo.
Blanca Barbier, por ejemplo, se decepcionó mucho cuando lo conoció, allá por los años sesenta, al compararlo con los verdes prados de su Vizcaya natal. Ni siquiera fue suficiente para ella ver unos cuantos ciervos en libertad correteando entre las encinas.
Claro que en aquellos lejanos tiempos no se lloraba en El Pardo. Y, si te pisaba un quinto mientras buscabas tejidos o novedades en el piso superior al cuarto, tampoco se lloraba. Han cambiado mucho las costumbres desde entonces.

Bien es cierto, en cualquier caso, que no son las féminas las que suelen llorar. Es evidente que no todas son tan fuertes como la pequeña Manuela, capaz de dar un buen mamporro al primero que la moleste, pero llorar, lo que se dice llorar, lloran muy poco.
Así que El Pardo se ha ido convirtiendo, con el tiempo, en un lugar tranquilo. Seco, pero tranquilo. No es que esté prohibido llorar, pero ya no se lleva. 

Tampoco falta quien ha visto llorar a los ciervos. Algo que, nos aseguran, nada tiene que ver con la famosa berrea, que se produce en septiembre y no en agosto (lo cual, a nosotros, nos parece perfectamente justificado, ya que si agosto produce llanto, lo de septiembre debería ser catalogado, cuando menos, como tempestad lacrimógena). Frente a un gran ciervo que llora, siempre hay alguien que le observa con frialdad, pensando más en el viaje que va a emprender al día siguiente que en los molestos fluidos que surgen de los lagrimales incontrolados que, eso sí, se vigilan con impasible disimulo para evitar que ensucien la blanca camiseta veraniega (dicen que las manchas de lágrimas de cérvido salen muy mal incluso del algodón, así que no digamos de la seda).

Pero bueno, todo esto son detalles insignificantes para ser tenidos en cuenta cuando se avecina un nuevo y marinero verano azul, repleto de baños de madrugada en calas solitarias en las que la piel tersa y desnuda se sumergirá bajo esas aguas de color turquesa, acariciadas por la luz transparente y silenciosa de una mañana alejada por completo de los procelosos peligros del puerto... salvo que ese solitario hippie que nos observa desde la arena sea... 


Llorar en El Pardo es inútil. Un defecto propio de gente sensible. Gente que debería ser erradicada de la sociedad del siglo XXI, una sociedad que no puede permitirse el lujo de seguir albergando en su seno a personas con emociones y sentimientos.

Y que, por si fuera poco, tienen la poca consideración de expresarlos en el lugar inadecuado y en el momento menos oportuno: ¡Justo cuando van a empezar las vacaciones!

Un ventilador en el techo

En verano, como es normal, suben mucho las ventas de ventiladores.
Hoy los hay de muy diversos modelos y estilos, aunque, desde hace tiempo, están siendo arrinconados por los aparatos de aire acondicionado.
Sin embargo, yo sigo siendo un decidido defensor de los ventiladores. Y, claro, mis favoritos son los de techo.
Los mejores son los de tipo colonial, como aquel que vi en una vieja película (no recuerdo bien si era una película o una obra de teatro, pero, desde luego, era una comedia) brasileña.
El ventilador era de madera y siempre giraba muy lentamente, pegado al techo de una estancia oscura, cuya única ventana sufría, habitualmente, el ataque del abrasador sol de Brasil. Pese a ello, la sensación que transmitía en la pantalla (o el escenario) era de que nunca hacía calor.
La cámara (o la visión del espectador) enfocaba con frecuencia hacia el ventilador del techo que venía a ser el elemento conductor de la historia. El argumento era vulgar, carente de fondo, pero bien interpretado y con una puesta en escena impecable. Es curioso como lo superficial, a veces, adquiere aspecto de profundo. Quienes hemos trabajado en publicidad conocemos la importancia de una buena ejecución.
Y no hay que olvidar la música. Tanto en las películas como en los anuncios, una buena banda sonora o un jingle apropiado y eficaz surten efectos prodigiosos. En el caso de esta obra brasileña (creo que se llamaba "La Avenida", aunque han pasado tantos años que puedo estar confundido) la música no era samba ni bossa nova. Era de Leonard Cohen o de Lucio Dalla.
Yo hubiese cambiado el título. "Un ventilador en el techo" hubiese sido mucho más apropiado.

Hace diez años que vi esa gran comedia. Me parece recordar que fue en Alcalá. Y todo sucedía en blanco y negro... más negro que blanco, eso sí; menos lo que imaginaba el protagonista, que estaba rodado en color. Algo parecido a lo que sucede en "Bonjour tristesse", la película de Otto Preminger, en la que el director mezcla blanco y negro y color para enfatizar el efecto de una realidad triste y oscura, frente a otra, superficial y radiante. 

No cabe duda de que los ventiladores clásicos de techo son una extraordinaria opción para el verano. Incluso para otras estaciones del año, en determinadas ocasiones, pero deben ser manejados con destreza y máximo cuidado para evitar que los constantes giros de sus grandes aspas distorsionen la percepción de una realidad que suele ser mucho más sórdida cuando se contempla sin la ayuda de esas hélices horizontales que, con su movimiento lento y acompasado, hacen volar a la verdad hacia el infinito de los sueños.


Un ventilador en el techo es un riesgo muy difícil de controlar.

jueves, 7 de agosto de 2014

La martingala inversa

Todos los aficionados al juego de la ruleta conocen la martingala. Y la inversa. Son técnicas infalibles para ganar a la banca... que suelen fallar siempre.
Y es que, como tantas otras cosas en la vida que, teóricamente, son perfectas, precisan de unas determinadas circunstancias que, en la realidad, nunca se dan.

También hay quien traslada este método a las inversiones en bolsa y, claro, si en la ruleta es difícil que funcione, en el mundo bursátil, sujeto a muchas más variantes imprevistas que el de los casinos, es del todo imposible.

Los tres principales problemas de la martingala son que se precisa de un capital ilimitado, que no son eficaces si existe un límite máximo en las apuestas y que, incluso en el caso de que el resultado sea favorable, hay que arriesgar mucho para obtener un beneficio mínimo.

Pero todos sabemos que nunca falta quien está dispuesto a llevar su egoísta tozudez hasta límites insospechados. Puede que quienes hacen esto hayan sido jugadores de fortuna, habituados al éxito en todas las salas de juego por las que han pasado y que, cegados por su triunfante historial, no hayan comprendido que la suerte eterna no existe. O que no es lo mismo jugar contra unos que contra otros.
Recuerdo que cuando gané el Campeonato Mundial de Cara o Cruz en Aravaca, hace ya muchos años, decidí, tras el afortunado vuelo de aquella moneda que me otorgó el triunfo, no volver a poner en juego mi título. Esa sabia decisión me ha permitido mantener en vigor mi campeonato durante más tiempo que el récord olímpico de Bob Beamon.
Sin embargo, no todos son tan precavidos. Sin ir más lejos, debemos ser conscientes de que las martingalas son muy peligrosas en el terreno de las emociones.
Parece ser que hay quien piensa que el verano es propicio para este tipo de juegos tan arriesgados. Y los juegan, por igual, entre las almenas de una muralla, en alta mar... o en la calle de Alcalá, pongamos por ejemplo. 

En estos casos, la martingala inversa puede actuar como un bumerán (siempre me ha gustado más escribir boomerang, pero la RAE se ha empeñado en llevarme la contraria). Como un bumerán bien lanzado, eso sí, porque yo nunca he conseguido que vuelva a mis manos tras hacerlo volar por el aire.
Y cuando alguien arroja la martingala inversa sobre ti suele hacerlo en el peor momento, en el que más daño se produce. Esto no debería ser sorprendente, porque bumeranes, flechas, cuchillos e, incluso, bombas atómicas, suelen descargarse sobre el objetivo cuando más desprevenida está la parte contraria. Y si la parte contraria ni siquiera es contraria, pues mucho mejor.

Ahora bien, la martingala inversa suele ser fiel a su apellido y es probable que quien la utiliza sin piedad acabe como pronosticaba el contramaestre Roque y sea víctima de su propia andanada de babor.
Porque en el campo de los sentimientos, los problemas de la martingala se agudizan: el capital nunca es ilimitado, hay un límite máximo en lo que se puede apostar... y hay que arriesgar demasiado para obtener un beneficio mínimo.

miércoles, 6 de agosto de 2014

Perfidia insulsa

Hay muchos tipos de perfidia, pero a mí la que más me gusta es la que compuso Alberto Domínguez.
En especial, cantada por Nat King Cole o, mejor aún, por Carola Standertskjöld, que tiene un poco más de ritmo. Porque a la perfidia le va la marcha, el ritmo. Cuando la canta el bueno de Cole, con esa suavidad que le caracteriza y su voz dulce y profunda, nos resulta tan bonita que corremos el riesgo de sufrir el "Síndrome de Estocolmo". 
Yo acostumbraba a poner la versión de Standertskjöld a una velocidad ligeramente más baja y conseguía sentir el verdadero efecto de la perfidia, entre lento y acelerado, entrando por las venas hasta el corazón y envenenando los pulmones hasta convertir la sangre en cicuta caramelizada.
Sin embargo, tengo que admitir que, a veces, me inclino por la magnífica interpretación de Dorothy Lamour, ya que escuchándola en inglés perturba menos, gracias al sonido del idioma y a la letra de Milton Leeds, que, en mi opinión, mejora a la original, que tiene un otros de más y un tus de menos en la misma estrofa, la que habla de besos.

Pero bueno, me he liado. Decía que hay muchos tipos de perfidia. 
Una de ellas es la viperina, cuyo picotazo es mortal si no se aplica un torniquete a tiempo.
Otra es la perversa, interesada y diabólica, aunque, al menos, movida por un interés premeditado que, si bien no la justifica en absoluto, la explica.
Y, luego, está la insulsa, que es la más absurda y nociva de todas. 

La perfidia insulsa es como la que flotaba en el ambiente de La Belle Aurore, en el París inmediatamente anterior a la ocupación alemana, mientras Ilsa y Richard bailaban, entre copa y copa de Mumm, al son de la melodía de Alberto Domínguez. Toda una premonición.
Poco después, mientras Richard espera, impaciente, bajo la lluvia en la estación, Ilsa le hace llegar una breve nota, cuya tinta se deshace sobre el papel, en uno de los mejores planos de la película. El texto de la nota es antológico y se ha convertido, con el paso del tiempo, en la biblia de la pérfida insulsez. Una biblia de solo treinta palabras, escritas, eso sí, con una excelente caligrafía, algo que forma parte de la liturgia necesaria para la correcta implementación de la perfidia insulsa.

Este tipo de perfidia, como el arte, es absolutamente inútil.
Claro que, mientras el arte ilumina el espíritu, la perfidia insulsa lo sume en las más profundas tinieblas.
Nada consigue quien la aplica, nada obtiene... aparte del dolor ajeno y, tal vez, el suyo propio.
Todos acaban sufriendo y nadie obtiene beneficio alguno. Por si todo ello fuera poco, la insulsez provoca un estado de aletargamiento posterior que adormece los sentidos y paraliza el comportamiento emocional. Un verdadero desastre.


A la vista de todo ello, parece lo más sensato seguir escuchando a Carola y a Dorothy, con el pequeño consuelo de que, si bien ya no nos queda París, siempre nos quedará el Mumm y la bella canción de Alberto Domínguez...

sábado, 2 de agosto de 2014

Cambio climático

Siempre me ha fascinado la Teoría de la Relatividad Absoluta (que nada tiene que ver con la de Einstein), cuyos seguidores defienden con entusiasmo incontenido y suelen resumir en la célebre frase, que ellos repiten con frecuencia: "Todo, absolutamente todo, es relativo".
Y no es casual, desde luego, el hecho de que nunca dejen de subrayar la palabra que enfatiza la paradoja que encierra su tesis.

Una de sus principales características (que aumentan, sin duda, su interés) es su relativamente absoluta indemostrabilidad, ya que la figura de pensamiento recogida en su expresión crece a medida que se profundiza en ella. Tal vez por eso, sus ardientes defensores aseguran que es un postulado, ya que la admiten sin pruebas (aunque existen en abundancia) y es una proposición necesaria para poder desarrollar sus razonamientos ulteriores.

Un buen ejemplo de la veracidad de esta teoría es el tan cacareado cambio climático.
Según los científicos, el calentamiento global es un hecho indiscutible que afecta a casi todas las facetas de la vida en nuestro planeta. Esto es algo que me tiene preocupado. No solo por lo que a todos debe intranquilizarnos, sino, también, por otros fenómenos (con perdón) que he venido observando en los últimos años.

Es una realidad el progresivo enfriamiento relativo de los veranos. El Instituto Independiente de Meteorología (heredero de aquella pionera Institución Libre de Meteorología, creada por antiguos alumnos del Ramiro de Maeztu tras el fallido intento de poner en órbita un primer satélite durante las fiestas de Santo Tomás de Aquino) asegura que en determinadas zonas de Madrid los veranos vienen sufriendo un enfriamiento creciente y constante, a partir de la glaciación astral de septiembre de 2004.

Todo esto nos viene a recordar que es la propia vida la que distingue entre lo objetivo y lo subjetivo (la "objetividad subjetiva", de la que habla, muy profusamente, la Teoría de la Relatividad Absoluta). Y es así porque para el ser humano todo es subjetivo, como ya nos aseguraba Protágoras.

Sin embargo, hay quien tiene la llave en su mano para reconvertir una situación que ha modificado el azul de las lejanas tardes veraniegas por el bronce de un mar proceloso, otrora recorrido por esfinges pasajeras y trashumantes, tan huecas por dentro como arboladas por fuera.
Es una llave sencilla, entregada voluntariamente por el guardián de esos luminosos cúmulos celestiales que aguardan su liberación para regresar del secuestro y alimentar, de nuevo, las acequias anegadas por el silencio, el miedo y la pereza.

Volvamos, pues, al sereno diálogo de la verdad profunda, liberada, por fin, de las tormentosas angustias inducidas, y retrocedamos hasta ese punto del pasado en el que el futuro se encuentra, ineludiblemente, con los sueños.
Hace tiempo que es preciso un nuevo cambio climático... los veranos son demasiado fríos, amargos y oscuros.