viernes, 25 de abril de 2014

Los carros de la ira

Hubo un tiempo en el que los carros se cargaban de paja. Lo sé muy bien. No porque lo haya visto en el campo, sino porque Millet los pintaba y, después, Van Gogh los reinventaba, trasladándolos a su personal estética impresionista.

El trabajo en el campo siempre ha sido duro. Antes más, claro, porque la ayuda mecánica era muy escasa. Sin embargo, los grandes maestros de la pintura nos enseñaban, con frecuencia, unos campos con el esfuerzo humano convertido en arte. Algo parecido a lo que hace la propia naturaleza, que suaviza para el observador el trabajo del hombre. Siempre y cuando, ese hombre no seamos nosotros mismos, desde luego.

En las tardes calurosas, tras la faena, se dormía la siesta. Era una siesta dorada, como las suaves y tersas gavillas que se acababan de manejar con esmero.
Y, si la mies era de oro, los sueños eran de platino en aquellos campos renacidos de la tarde.


Yo no sé quién empezó a cargar los carros con ira. Me lo imagino, pero no lo sé, a ciencia cierta.
Lo que sí sé es que los carros cargados con ira no son buenos, así que la maldad empezó a adueñarse de unos campos que aspiraban a ser tan eternos como imposibles. Poco a poco, se fue generando una perversión oculta y nocturna, que iba sustituyendo la fe por vanidad y codicia, la esperanza por deslealtad y la generosidad por ambición.
Los carros se llenaron de ira. De una ira escondida bajo el polvo y las semillas.

Fue entonces cuando los carros se volvieron contra sus amos.
Las vigas se convirtieron en lanzas; los estacones en rejas; los tentemozos, dentellones y tesadores se revolvieron con violencia y furia... justo cuando sus amos estaban sumidos en el más profundo de sus sueños.

El campesino no pudo comprender lo que estaba ocurriendo. Toneladas de odio habían sustituido a la paja dorada por la que tanto se había esforzado.
No era fácil de entender. De nada sirvieron sus años de dedicación, de trabajo, de amor...

Un carro cargado de ira es un arma de destrucción masiva. Lo destruye todo, lo propio y lo ajeno, impide que se pueda recuperar la paz y aleja para siempre a las alondras de los campos de trigo y a las golondrinas de los sueños...
El único recurso que nos queda es seguir durmiendo y esperar a que un día quien los llenó de odio, aprovechando nuestro descuido, los descargue de su ira incontrolada y despierte a nuestro lado, ofreciéndonos su mirada rubia y antigua sobre las amarillas mieses de la vida.

Tal vez esto suceda antes de la puesta de sol.

jueves, 24 de abril de 2014

Pase sin llamar

Era una casa bonita y sonriente. Su puerta, permanentemente entreabierta, parecía invitar a todos a entrar.
Durante muchos años, por ella pasaron curiosos, visitantes, pelmas y vividores de toda índole. Y también tuvo algún ocupa que se instaló con descaro y la tomó por suya.
Sin embargo, a pesar de los ocupas, la casa siguió abierta al público, que entraba y salía de ella a su capricho.

Llegó un momento en el que la casa, cansada de abusos, malos tratos y transeúntes aprovechados, decidió poner un límite a tantos excesos. Retiró viejas botellas de licor vacías, colillas e, incluso, puede que algo más y trató de poner un poco de orden en tanto descontrol.
Luego, pensó en la manera de estar más protegida de las constantes entradas y salidas que amenazaban con llegar a estropear una puerta que quería prolongar su atractivo y moderar el trasiego al que se había visto sometida durante tanto tiempo.
Como perros y gatos habían demostrado poca eficacia a la hora de guardar la casa, decidió poner un dragón en su interior.
El dragón dio resultado y, además, gracias a él la casa disfrutó de interesantes y renovadas aventuras, desconocidas (algunas) para ella.

Florecieron las mimosas en su jardín y en él se instaló una permanente y luminosa primavera. Hizo algunas reformas para agrandar el salón de té, colocando sobre la chimenea el llamativo pendón de raso amarillo y se montaron enormes y lentos ventiladores de techo por todas partes.
La casa recuperó su pasado esplendor y el viejo blasón del marquesado de Grijalba coronó el dintel de la puerta principal.

Pero, ya que hemos vuelto a mencionar la puerta, debemos recordar que la casa siempre mantuvo entornada otra entrada lateral, hasta en los años de mayor pujanza de la primavera. Junto a ella, un símbolo sonriente, que casi todo el mundo reconocía, seguía invitando a entrar a viajeros y peregrinos.
Y tampoco hay que olvidar que desde una de las ventanas traseras se veía el mar. Un mar con barcos grandes, todos ellos con nombres de sirenas aladas y mascarones en sus proas, que contrastaban con los escondidos tras las procelosas intenciones de sus armadores y patrones.

Con el paso del tiempo, la puerta principal quedó atrancada, sellada y olvidada, mientras que la de su costado, orientada siempre al sol (gracias a un ingenioso mecanismo) se fue agrandando progresivamente para permitir el paso de mercancías y facilitar el trueque y hasta el contrabando ocasional...

Han pasado tantos años que ya nadie sabe si el dragón sigue dentro de la casa. Ni tampoco si las mimosas de su jardín siguen floreciendo a finales de enero.
Y yo no creo en esa leyenda que asegura que, algunas noches de luna nueva, cuando la Osa Mayor brilla más que nunca en el pecho del cielo, el lamento de un recuerdo rompe el silencio que se esconde detrás de los sueños perdidos en las sombras. Es más probable que lo que se escuche sea el chirrido de los oxidados goznes de la puerta lateral, al abrirse para vender, a través de ella, sentimientos olvidados a precio de saldo.

miércoles, 23 de abril de 2014

El desierto de la razón

La razón es un desierto. Un desierto de noches frías y estrelladas que nos obligan a cubrir con una gruesa manta nuestros sentimientos.
Además, es un desierto tan grande que no puedes evitar perderte en él. No tiene límites. Por eso, el ser humano que vaga por el desierto de su razón durante toda su vida nunca consigue el permiso divino para entrar en la tierra prometida.

Pero es un desierto en el que existen los oasis. Unos oasis que muchas veces confundimos con espejismos, no siendo capaces, casi nunca, de distinguir los unos de los otros. En los verdaderos oasis del desierto de la razón hay vida, pero los espejismos que nos confunden están llenos de tristeza, soledad y silencio.

Cuentan que emociones de todas las edades se perdieron en el desierto de la razón y allí se quedaron dormidas para siempre, cubiertas de arena y lamentos.

Porque la razón siempre te ofrece un pacto diabólico. Como la serpiente del paraíso: la sabiduría y el conocimiento, a cambio de tu vida, de tus sentimientos... de tu corazón.
Desde luego, es una oferta tentadora en tiempos de una humanidad que persigue la sofisticación de la conciencia, tal vez a causa de una ética devaluada e itinerante que no deja de sufrir los impulsos de una corriente social alterna e inestable.

Hay quien se refugia en la razón para esconder sus propias emociones, sus deseos, sus sueños...
Durante el día, algunos desiertos, como el de la razón, pueden ser calurosos. Sin embargo, las noches son, en todos los casos, gélidas. Da igual pasarlas abrazados al orgullo o bajo una almohada rellena de forzados prejuicios. Nada nos devuelve el calor al que hemos renunciado, de forma voluntaria, por algo que ya ha sido transformado a través de un recuerdo manipulado con el fin de adecuarlo a las condiciones del momento.

La razón acepta silogismos falsos y construye teoremas indemostrables, basados en conjeturas acomodadas a hipótesis que solo convienen a corolarios revestidos de axiomas de soberbia. Son postulados ficticios que nos ciegan con sus permanentes tormentas de arena, tan frecuentes en la mayoría de los desiertos.

No propongo huir de la razón, pero todos sabemos que el exceso de luz apaga la vista y llega a generar oscuridad. El oasis de la verdad nos ofrece una realidad más auténtica. En él encontramos sombra para evitar el delirio y agua para refrescar unos sentimientos y un espíritu que necesitan la dulzura y el alimento de los dátiles.
Solo así podremos mantenernos vivos y generosos con los demás... y con nosotros mismos.

jueves, 10 de abril de 2014

Yo tuve un jardín

Sí, yo tuve un jardín. Hace mucho tiempo ya de eso, claro. No era una granja en África, como la de Isak Dinesen, pero también me dio la oportunidad de volar sobre nubes emplumadas y lagos teñidos de rosa.

Era un jardín lleno de sueños, de fuentes, de flores, de luz y de sombras.
Lo malo fue que la mayoría de esos sueños se hicieron realidad, con lo que dejaron de ser sueños.
Pese a todo, yo me esforcé por conservar ese jardín, saliendo con frecuencia de una magnífica realidad para volver a rodearme de lo imposible que, como todos los poetas saben, parece lo único que merece la pena.
Bueno, no lo único, porque la tristeza es, igualmente, muy atractiva.

En aquel jardín siempre sonaba el intermedio de Cavalleria Rusticana y jamás dejaban de colgar las lilas de la vieja pérgola. La primavera era eterna y la luna brillaba cada noche en cuarto creciente. Era un bonito jardín.

Pasaba días enteros en él. Era difícil dormir o comer cuando estabas allí. El mundo no se podía ver, aunque sí se oía su rumor tras la alta valla que protegía cuanto en el jardín crecía, ajeno a las amenazas exteriores.
De vez en cuando, un sueño se hacía realidad y, entonces, una de las plantas moría o una fuente se secaba. Yo luchaba por recuperarlas, pero no era capaz de conseguirlo en todas las ocasiones... las náyades solían impedirlo al caer la tarde.

Unos versos de Homero, grabados bajo el busto de una Afrodita de blanco mármol, aseguraban que no había jardín más bello que el de los Campos Elíseos, aquel en el que los espíritus inmortales de los guerreros heroicos disfrutaban de una eternidad dichosa, entre verdes y floridos paisajes. Así era mi jardín, como un pequeño rincón de las inmensas llanuras eliseanas, alcanzadas por el mitológico rayo de la felicidad.

Tras muchas décadas que, unas veces parecieron siglos y, otras, minutos, todos los sueños se convirtieron en realidad.
Así, el jardín, cuyo principal alimento había dejado de existir, desapareció bajo el peso del tiempo. Mustios hierbajos crecieron, rebeldes y espinosos, entre los restos de las nobles piedras milenarias, esas que fueron traídas desde Éfeso y Cartago en épocas inmemoriales. Los reptiles anidaron bajo las destruidas ánforas que antaño guardaron néctares de Arcadia y esencias de violetas del monte Parnaso, destiladas por las mismas musas que regaran mi jardín con el agua sagrada de la fuente Castalia.


Hoy, el jardín ha renacido, arrinconada la realidad por el silencio. Las lilas flotan, de nuevo, en el aire de los sueños y todo lo bello, afortunadamente, vuelve a ser imposible.

miércoles, 9 de abril de 2014

Olvidar por decreto

Gobernar un estado por decreto es siempre una práctica cuestionada en los regímenes democráticos. Esto es una realidad que todo el mundo conoce.
Por eso resulta sorprendente que, sabiéndolo, no nos demos cuenta de lo muy peligroso que es, para la integridad psicológica del individuo, gobernarse a sí mismo por este imperativo método.

Es evidente que, salvo en casos de extrema urgencia o necesidad (que también se dan, desde luego, en la vida privada de las personas), la reflexión y el debate interno sobre la conveniencia o no de aplicar una medida determinada son mecanismos sanos para pulir y matizar, adecuadamente, lo que, en última instancia, se resuelva.

Sin embargo (y por desgracia) es muy frecuente encontrarnos con quien toma decisiones personales por imposición voluntaria. Y no siempre son precipitadas. No es esto lo determinante, sino  la obligación autoimpuesta de hacer (o dejar de hacer) algo, basándonos en la terquedad o el prejuicio, cuando no en principios peores, como el exceso de orgullo o la soberbia.
En la mayoría de estas ocasiones, quien lo hace tiene en primer plano unos árboles que impiden la visión del bosque que está detrás de ellos.

Quien autogobierna su comportamiento por decreto suele ser el perjudicado de su falta de diálogo consigo mismo, lo que, como es lógico, no solo no es recomendable, sino que suele traer consecuencias muy poco positivas.
Ahora bien, cuando los decretos con los que uno se impone una u otra forma de actuar o pensar interfieren, de forma directa, en la propia naturaleza, el resultado es malo y, encima, absurdo.

Un buen ejemplo de esto es el olvido.
Ya dijo William James que la principal función de la memoria es el olvido (algo que suele recordarnos Marçal Moliné en sus conferencias), así que no parece sensato enfrentarse a esta natural predisposición de nuestro cerebro mediante actitudes dictatoriales que traten de modificar su proceso funcional orgánico.
Olvidar por decreto significa tratar de encarcelar lo que ni queremos ni debemos borrar de nuestra memoria, obviando el sensato método de la justa valoración de lo que sentimos. Amputar los sentimientos, eliminando de ellos todo lo bueno, con el fin de castrar unas emociones que nuestro orgullo considera peligrosas para el régimen represivo que hemos decidido imponernos, cercenado la propia libertad, es un comportamiento nocivo que a nada bueno conduce.

Los que obran de esta manera se convierten en inquisidores de sí mismos y se empeñan en una lucha ociosa, perjudicial e insatisfactoria.

Debemos recordar todo lo bueno y tenerlo muy presente. Lo que hay que olvidar cuanto antes es lo malo. Si debatiésemos en nuestra cámara legislativa particular esta cuestión, llegaríamos siempre a esta razonable conclusión.
Y si, además, quienes quieren compartir con nosotros la memoria de lo bueno nos lo manifiestan abiertamente, es una insensatez temeraria no hacerlo.
Una cosa es no tener prisa en la vida y otra, muy distinta, desperdiciarla inútilmente.
No lo hagas.

lunes, 7 de abril de 2014

Decíamos ayer...

Mi admiración por Fray Luis de León va mucho más allá de su condición de natural de Belmonte, aunque esta circunstancia ya dice mucho en su favor, teniendo en cuenta que de la hidalga villa conquense también fueron hijos ilustres San Juan del Castillo y don Juan Pacheco, primer marqués de Villena, y que fue vecina ilustre de Belmonte la emperatriz de Francia, Eugenia de Montijo, quien, tras la muerte de Napoleón III, vivió en el castillo de su propiedad, sin duda uno de los más bellos y mejor conservados de España.

Pero, como digo, no es el lugar de su nacimiento lo que más me gusta del ilustre escritor agustino, uno de los más importantes humanistas del renacimiento español. Y tampoco lo es el hecho de que su muerte acaeciera nada menos que en Madrigal de las Altas Torres, la noble localidad abulense en la que vino al mundo Isabel la Católica. Ni su dilatada y magistral actividad poética, filosófica y docente en la universitaria Salamanca.
Me gusta (¡cómo no!) su poesía (muy especialmente su "Oda a la vida retirada"), pero lo que más me fascina de su personalidad es la que podríamos llamar gran anécdota de su vida y que, en realidad, es una de las más importantes enseñanzas morales que se han ofrecido a la humanidad, con la virtud añadida de estar condensada en tan solo dos palabras, que llevan ya cerca de cinco siglos instaladas entre las citas más conocidas de la sabiduría popular.

Como todos bien sabemos, Fray Luis estuvo más de dos años encarcelado injustamente como consecuencia de una denuncia envidiosa. Los versos que dejó escritos en la pared de su celda son una décima que cualquier poeta desearía haber escrito:

Aquí la envidia y mentira
me tuvieron encerrado.
¡Dichoso el humilde estado
del sabio que se retira
de aqueste mundo malvado
y, con pobre mesa y casa,
en el campo deleitoso,
con solo Dios se compasa
y a solas su vida pasa
ni envidiado, ni envidioso!

Y es que, tanto en sus tiempos como en nuestros días, es muy peligroso destacar en algo. La envidia, la calumnia, la difamación, la falsedad y la traición suelen rodear y perseguir a quien en algo sobresale, ya sea en una personal interpretación del Cantar de los Cantares o en cualquier otro campo.
Se puede perdonar a quien te ofende, pero la soberbia humana es tan grande que rara vez se perdona a quien te ayuda.

Recuerdo que a un amigo le pasó algo parecido. Fue denunciado por quien solo le debía gratitud ante la moderna inquisición, utilizando viles y rastreros argumentos falsos (urdidos por un cómplice necesario a quien la fortuna estaba favoreciendo, transitoriamente, tras un largo historial rufianesco como tramposo sin escrúpulos). Quien solo le debía gratitud no dudó en, tras un intento de chantaje, presentar su interesada y pérfida denuncia, olvidando todo lo que ya no interesaba recordar a su desordenada ambición.
Hasta seis inquisidores distintos dieron la razón a mi amigo, de forma categórica, pese a la disparatada y perversa insistencia de quien solo le debía gratitud.
Como es fácil de entender, mi amigo pasó por muy lamentables e injustas penurias. Las peores fueron, con mucho, las anímicas (al verse traicionado, con tanta maldad, por quien solo le debía gratitud).
Pero mi amigo también era seguidor de las doctrinas de Fray Luis y, pese a haber sido invitado por la propia moderna inquisición a ejercer su derecho de desagravio, ante la contrastada falsedad de quien le denunció, cuya actuación quedó desenmascarada (y puestas en evidencia las verdaderas y egoístas causas de su actuación), renunció a emprender actuación alguna contra quien solo le debía gratitud.

El ejemplo de mi amigo es tan solo uno más de los muchos que se siguen produciendo en un mundo dominado por la envidia y, sobre todo, por el interés material, dejando, con frecuencia, relegado el honor a las últimas posiciones de una muy maltrecha escala de valores, en la que quienes, como en el caso de mi amigo, solo deben gratitud, pagan, a veces, con deslealtad.

Por eso,lo mejor es seguir las enseñanzas del erudito fraile de Belmonte y empezar, de nuevo, con sus ya eternas palabras: "Decíamos ayer...".

viernes, 4 de abril de 2014

Al olor de las sardinas

"Al olor de las sardinas el gato ha resucitado", dice la popular canción infantil.
Y, como muchas de estas cancioncillas, de aspecto inocente y poco profundo, esconde una verdad que se repite muchas veces en la vida.

Ya sabemos que, de noche, todos los gatos son pardos (esto es una realidad que deberíamos tener más presente para evitar caer en errores que se repiten con demasiada frecuencia), pero saberlo, incluso recordarlo, no es suficiente para salir airoso de todas las situaciones en las que un felino se cruza en nuestra vida.

Sin ir más lejos, me contaron la historia de un lindo gatito, como diría Piolín (no la amiga de Electra, sino el otro Piolín), que se cayó por enésima vez de un tejado y resultó tan mal parado que necesitó años de intensas atenciones para recobrar el ánimo (y el interés por una vida que había quedado muy maltrecha tras la constante reincidencia en las caídas).
El gato se repuso y pareció vivir sano y feliz durante una larga temporada, que duró tanto como la fortuna del primo del marqués de Carabás, su dueño y protector. Cuando se torcieron las circunstancias y el primo del marqués empezó a ejercer como tal (como primo, no como marqués), el gato volvió a dar síntomas de insatisfacción vital y volvió a languidecer, como cuando caía con frecuencia de los tejados ajenos.

El primo del marqués de Carabás lo estaba pasando realmente mal, entre otras cosas porque los cuidados dispensados al gato habían sido tantos y tan costosos que había desatendido durante demasiado tiempo las obligaciones de su hacienda, dando lugar a que algún capataz oportunista se aprovechase de la poca vigilancia del amo para apropiarse de una buena parte de sus pertenencias y dilapidar otras.

El gato perdió el interés por un amo que estaba en horas demasiado bajas como para satisfacer al máximo sus gatunas ambiciones y pareció entrar, sin síntomas previos, en un estado felino-comatoso crónico que acabó de empeorar la situación del cada vez más antonomástico primo (primo del marqués de Carabás, quiero decir).
El primo (al que llamaremos así, a partir de ahora, para abreviar) ya no sabía qué hacer para conseguir que el gato volviera a la vida. Este, escurridizo como la mayor parte de sus congéneres, siempre era capaz de volver la situación en su beneficio pese a su estado felino-comatoso crónico, sin importarle lo más mínimo usar sus afiladas uñas contra el primo, arañándole profundamente en el pecho.

Treinta meses (tantos como monedas de plata recaudó, unos cuantos siglos antes, su predecesor) duró la situación del gato. Y la del primo, hasta que este último se vio obligado a recitar, ante un asombrado e improvisado clodulfo, los famosos versos que, en la segunda jornada, declama el protagonista de la celebérrima obra de Muñoz Seca:
"¡Y yo en esta torre preso,
haciendo el primo!... ¿Qué dije?
El primo es poco... ¡el canelo!...
¡Martes y trece, por algo
os tomé aborrecimiento!"

Bueno, que me he ido un poco de lo fundamental de la historia que me contaron... el caso es que, de pronto, cuando más triste, melancólico y felino-comatoso estaba el gato, resucitó, como por ensalmo, al olor de unas sardinas cuyo color de plata recordaba mucho al de ese metal tan precioso que, en muchos países, llega a dar nombre al dinero y del que, precisamente, eran los denarios que recibió aquel predecesor al que ya hemos mencionado antes.


Este tipo de milagros clínicos se producen, a veces.
Por eso, como la inocente canción infantil a la que nos referíamos al principio afirma, dice la gente: ¡siete vidas tiene un gato!

jueves, 3 de abril de 2014

Mala Estrella

Hoy es un buen día para hablar de Mala Estrella.
Dicen los estudiosos del período Fuencarralensis que en aquella remota etapa de la humanidad, desconocida para muchos pero de enorme relevancia para la vida moderna, un personaje destacó singularmente por encima del resto.
Su paradigmática mala suerte conformó el nombre por el que fue conocido durante generaciones: Mala Estrella.
Sin embargo, esa mala suerte (tan extraordinaria que llegó a convertirse en leyenda popular) no fue obstáculo para una vida sorprendentemente activa y singular, que se elevó por encima de la vulgaridad de un mundo adocenado y romo.

Siempre adelantado a su tiempo, Mala Estrella fue precursor de modas y tendencias. Gran hechicero, asombró a propios y extraños con sus grandes conocimientos de esoterismo y ciencias ocultas.
El negro fue siempre su color. Su bandera era negra; negra su ropa y sus gafas (hoy, curiosamente, tan de moda entre la gente que se autoconsidera cool); la magia negra nunca tuvo secretos para él; negra fue su suerte... y hasta fue uno de los creadores del celebérrimo Archipiélago Negro, que tantas satisfacciones dio a los lectores de relatos de aventuras de la época.

Manejó el revolver con precisión y eficacia asombrosas (en especial en su frecuente papel de Pack Manigam) y las grandes navajas parecían inventadas para desenvolverse con soltura entre sus manos.
Fue el terror de villanos y rufianes, quienes tenían como costumbre huir despavoridos ante la mera posibilidad de su presencia.
Tampoco fue santo de la devoción de determinados personajes femeninos que vieron en sus facultades y actitud vital (basada en desenmascarar la habitual falsidia humana) una seria amenaza para sus turbios manejos y un permanente riesgo para sus ambiciones sin escrúpulos. Solo la malograda Electra (cuyo destino fatal tanto se identificó con el de Mala Estrella) le profesó siempre un cariño sincero, tierno y especial.

Mala Estrella fue un escritor genial. Destacó en todos los géneros. Desde las narraciones terroríficas hasta los hilarantes sainetes cómicos, escritos en verso, entre los que debemos nombrar dos inolvidables: "Una mesnada colérica o Colón descubre América" y "La rendición de Granada o maldición y fabada".
De su poesía satírica, hay que señalar, por encima de sus otras obras, la insuperable oda "Antonio Pirala" y la "Elegía del guateque".
Ya en prosa, su pieza teatral "La tarde o Satán os guarde" es digna de ser recordada, si bien su trabajo como novelista fue el más intenso. A las muchas novelas escritas para la serie de aventuras "El Archipiélago Negro", hay que añadir un buen número de títulos con un contenido de profunda crítica social, siempre escritos con una personalísima mezcla de humor y lirismo épico. Mis dos favoritos son "Los diletantes" y "El Vu-dú contra el Ye-yé", en las que la genial descripción de personajes y situaciones, unida a la terrible y patética conclusión sobre la condición humana que de ambas novelas se desprende, dejan en el lector ese sempiterno sabor agridulce que solo producen las grandes obras cumbres de la literatura universal.

Pero, en realidad, por lo que más destacó Mala Estrella fue por su sentido bohemio de la vida, llevado a las últimas consecuencias, pese a no ser muchas veces favorables a sus intereses personales.
Vicepresidente vitalicio de Taiwan Bird, la gran sociedad bohemia del siglo XX, fue uno de los padres de su Carta Magna y participó en la elaboración de todos sus escritos políticos y filosóficos, incluyendo "El Tribunal" y "La conducción de las masas", los dos grandes textos que, junto a "La Ley del Embudo" y "La Escala del Dragón", conforman la sustancia fundamental de la sociedad regida por el Gran Tribunal del Dragón, del que Mala Estrella siempre fue miembro permanente.

Sí, hoy que Mala Estrella cumple doscientos o trescientos años, es un buen día para hablar de él.
Y si al leer este homenaje a su recuerdo sienten un leve temblor supersticioso sus empequeñecidos enemigos históricos, acobardados ante esta breve y muy resumida relación de los hechos de quien fuera eterno adversario de la hipocresía, peor para ellos.
Que levanten el vuelo esas aves de orgullo pasajero y trashumante... o que vuelvan a posarse, con humildad, sobre la torre de la verdad, esa que defiende el leal castillo que nunca debieron abandonar persiguiendo efímeros intereses materiales que hoy ya son un amargo recuerdo. Todavía están a tiempo.

¡Viva la bohemia!

miércoles, 2 de abril de 2014

Música de silencio

La música es muy peligrosa.
A lo largo de los siglos se ha utilizado como arma, casi siempre con gran éxito.
Las marchas militares, por ejemplo, han ayudado a muchos ejércitos a avanzar en momentos muy difíciles, incluso bajo el fuego enemigo. En este terreno he admirado mucho la eficacia de las gaitas escocesas, cuyo sonido impulsaba a los ejércitos británicos contra las bayonetas adversarias mientras sembraba el desconcierto y hacía flaquear la moral de quienes las oían acercarse.
Los himnos son otro caso semejante. ¿Quién no ha llorado escuchando La Marsellesa en el Rick's Café, imponiéndose sobre el improvisado coro de oficiales nazis? Y no solo me refiero a los himnos nacionales, que lo mismo ocurre, en su terreno, con los religiosos o con un bien ejecutado Requiem de Mozart durante un funeral apropiado.
Rondallas y mariachis han cumplido su romántica misión durante generaciones y qué decir de una tuna bien utilizada como arma desestabilizadora de rufianes prepotentes...
Las canciones de amor y la música de Puccini son, asimismo, poderosas armas bajo la penumbra encubridora del destino (como decían en una vieja serie de televisión, en los lejanos tiempos en los que no se doblaban en España). Y si la penumbra se completaba con el movimiento acompasado de un lento ventilador de techo, la potencia se multiplicaba... con independencia de la calidad del aparato reproductor (de música, claro está).

Sin embargo, yo no me refiero a ninguno de estos peligros, bien conocidos todos y aceptados por una sociedad que los tiene muy asumidos.
Lo verdaderamente peligroso de la música es el olvido. Olvidar es terrible. Yo lo comparo con morir... y creo que me quedo corto.
Pero si olvidar es desleal con la propia vida, cuando se trata de música es de una cobardía que roza lo estrafalario.
Cuando hablo de música no me refiero, desde luego, a esos soporíferos lieder, tan utilizados, como último recurso, en los interrogatorios de la Gestapo para hacer confesar a los más recalcitrantes enemigos del régimen, capaces de soportar con entereza cualquier tortura física y que solo flaqueaban ante la sádica amenaza de ser sometidos a una audición de la obra del Johann Sebastian Mastropiero de turno, no. Esta música no se olvida, por la sencilla razón de que es de todo punto imposible de ser recordada.
Ahora bien, olvidar, a conciencia, composiciones de Dalla cantadas por Pavarotti o de Lara en una versión de Eydie Gorme, es un delito muy grave.

Los amantes del silencio culpable, los reconvertidos adversarios del diálogo, esos que olvidan aquellas melodías que fingieron adorar, no tienen perdón ante el dios de la música. Aunque aquí abajo, en este pequeño y sufrido planeta, sí les perdonamos.
Les perdonamos... pero no les creemos cuando niegan tres veces a Cohen en su permanente y voluntario Getsemaní, en el que permanecen encerrados con sus escasas treinta monedas de plata ennegrecida.

Son los que entonan la música del silencio con el eco de sus corazones vacíos, cubiertos de pálida y gastada purpurina. Su canto es profundo, tenebroso y hueco. Y, sobre todo, silencioso. Temen al diálogo porque conocen su mentira, labrada sobre la palabra de otros egoístas reincidentes.
Nunca rompen la música de su silencio sino en la soledad de su dormitorio, en la que permanentemente escuchan cantar, contra su voluntad, a Peter Sarstedt la terrible canción.
Entonces es cuando, cada noche, el viento oscuro del otoño arranca las notas del pentagrama y las deja amontonadas en el suelo, junto al polvo de esos sueños que tratan de esconderse debajo de la cama hasta que vuelva a sonar el despertador de la tristeza:

"So look into my face Marie-Claire
and remember just who you are.
Then go and forget me forever,
but I know you still bear the scar
deep inside...yes you do.
I know where you go to, my lovely,
when you're alone in your bed.
I know the thoughts that surround you
'cause I can look inside your head".

Y, luego, sigue la música...

martes, 1 de abril de 2014

La Pizza Italia

José comía todos los días en este restaurante. El viejo camarero no le preguntaba. Cuando le veía entrar y sentarse en su mesa habitual, ya sabía el menú: una pizza "Regina", una jarra de agua y un cortado.
Naturalmente, la cuenta siempre era la misma: ocho euros.

Desde aquel día de septiembre en el que descubrió que las murallas de Ávila eran de atrezzo y que el segundo crimen del Alcalá había sido aún más ruin que el primero, nunca dejó de ir a La Pizza Italia a comer. Lo hizo a diario, durante dos años y medio, sin cruzar palabra alguna con nadie y con la mirada perdida a través de los visillos que protegían la amplia ventana.
Desde mucho tiempo atrás pensaba que la pizza "Regina" que allí servían era la mejor de Madrid. El restaurante seguía exactamente igual que el día de su inauguración, unos treinta años antes. Amelia, su dueña, se había negado, permanentemente, a renovar una decoración tan austera como inconfundible. Como ella, Juan Manuel, el jefe de cocina, se había mantenido fiel a las recetas originales de una carta cuya vocación no dejaba lugar a dudas de ningún tipo.
Los camareros, ya próximos a su jubilación, parecían llevar en la casa desde su apertura, en aquellos lejanos tiempos en los que los que tomar una pizza en Madrid era, cuando menos, una extravagancia.

La Pizza Italia había seguido fiel a sus principios desde el mismo día de su inauguración y esa lealtad era una de las cosas que más apreciaba José.
Porque la lealtad es una virtud que escasea en el mundo, la verdad. Tan sujeta está a las veleidades de algunas personas y a los intereses de casi todas, que es imposible mantenerla viva por esa inmensa mayoría que solo baila al compás del viejo y poderoso caballero, tantas veces alabado y ante el que pobres y ricos se humillan.

Pero José amaba la lealtad. Y creía en ella, lo que aún es peor. No estaba preparado para aceptar la realidad de una traición vil, premeditada y cobarde, así que siguió pensando que tenía que haber una causa forzosa, obligada e inevitable, tras aquella acción tan perversa, en apariencia.
Su pizza "Regina" cotidiana le reconfortaba y, en la soledad de su sobremesa, veía todo con más optimismo, aunque, a medida que avanzaba la semana, todo volvía a oscurecerse en su muy afligido ánimo.

Todo esto siguió siendo así hasta que un día de finales de enero no fue al restaurante. Al parecer sufrió un secuestro exprés. Un secuestro extorsivo en el que no se buscaba dinero, sino algo mucho más grave: dignidad.
Tras unas cuantas horas de mentiras, pasillos, carpetillas azules con gomas elásticas y lágrimas de cocodrilo ante la evidencia de que los tiros empezaban a salir por las culatas, la verdad triunfó sobre la falsidia y la vida retomó el cauce del sentido común. Desleal, pero común.

Al día siguiente, José volvió a La Pizza Italia. Era mediodía y hacía mucho sol, más de lo habitual para un día de pleno invierno.
Estuvo a punto de pasar por delante de la puerta del local sin verlo. El gran letrero que debía estar sobre la ventana había desaparecido. Sin embargo, en la puerta había un cartel que decía: "Se Alquila". Y dos números de teléfono aparecían bajo estas dos palabras.
José trató de mirar por la ventana, pero los visillos que tan bien conocía no le dejaban ver nada. El exterior del local daba muestras de largo abandono. Incluso el cartel de la puerta parecía llevar mucho tiempo allí colocado.
Sin dudarlo un momento, José se dirigió al conserje del inmueble, entrando en el cercano portal, y le preguntó qué había pasado.
–Nada, que no lo alquilan ni a la de tres –sentenció el portero, encogiéndose de hombros–. Tendrán que bajar el precio.
–¿Desde cuándo está en alquiler? –preguntó José, confundido.
–Lleva más de un año cerrado... puede que año y medio. No hay quien lo alquile.
–Pero... –empezó a decir José. Y sin terminar la frase ni despedirse, dio media vuelta y se marchó.

Nadie volvió a verle, pero cada once de agosto, alguien que se le parece mucho pasea, solitario, por la muralla de atrezzo de Ávila.