lunes, 24 de febrero de 2014

Corderos feroces

En una remota región del centro de Madrid existe una raza de corderos, cuya ferocidad ha despertado el interés de los más sesudos estudiosos de las costumbres borreguiles e, incluso, de la Fundación Ovina de la Mesta Matritense, una ONG que, como es bien sabido, ha tenido una gran proyección y desarrollo desde su presentación oficial, en el tristemente célebre mes de enero de 2007 y de la que se dice que podría haber llegado a hacer sombra, a la mismísima Amnistía Lobezno-Canina, gracias a su intensa labor en defensa de unos derechos lobunos que fueron tratados con vilipendio, premeditación y alevosía por aquellos corderos cuya dulce piel simula alas de suave y blanca lana de aterciopelada angora.

Eso sí, no todos los corderos de esta especie tienen el mismo peligro.
Los más voraces son los que llevan semiocultas en el costillar unas pequeñas manchitas oscuras con forma de famosa constelación del hemisferio norte, ya que estos presentan un comportamiento muy similar al de la mantis religiosa o la latrodectus mactans, si bien es cierto que suelen producir unos estragos mucho mayores que cualquiera de ellas, gracias a su apariencia inofensiva, de la que carecen tanto la mantis como la viuda negra.

Según todos los indicios, estos corderos feroces (ovis aries efferus), son los principales responsables de que el canis lupus fidelis se encuentre, actualmente, tan amenazado de extinción.
Como es conocido por la gran mayoría, estos leales lobos madrileños, tan abundantes en otro tiempo, se han visto obligados a desarrollar técnicas miméticas para evitar ser totalmente eliminados de un panorama zoológico que cada vez está más amenazado por la acción continuada de depredadores incansables y eficacísimos, como la ovis aries efferus.
Pero de poco les sirven estos justificadísimos intentos camaleónicos, ya que, antes o después, los corderos feroces enseñan sus dientes y, lo que es peor, hacen uso intensivo de ellos para morder siempre (con esa discreta fiereza salvaje que llevan dentro) en el punto más débil del canis lupus fidelis, que está, precisamente, junto al corazón.

El riesgo de que esta voracidad de la ovis aries efferus alcance al hombre es alto.
Al menos, así lo advierte la Fundación Ovina de la Mesta Matritense, cuyas constantes campañas de mentalización preventiva solo están limitadas por la escasez de medios para poder implementarlas con herramientas de comunicación de más amplia cobertura y mayor frecuencia. Mantener alerta a la población es una prioridad de esta organización sin ánimo de lucro, especialmente en las épocas del año de mayor peligro, que suelen coincidir con la vuelta de las vacaciones (tanto de verano como de invierno) ya que la influencia de pastores y zagales es nociva y en temporada de celo la ovis aries efferus mantiene otras actividades como prioritarias.

Ayudemos todos, pues, con nuestra decidida colaboración, a frenar el crecimiento de una especie depredadora urbana tan dañina.

miércoles, 12 de febrero de 2014

Bestias sin bella

Antes, cada bestia tenía su bella. Ya era una costumbre popular tan generalizada, que se había convertido casi en obligación con el transcurso del tiempo.

La mayoría de las bellas tenían una facilidad natural para encontrar su bestia particular, normalmente no en forma de mochuelo ("Ya llegó el Espíritu Santo, en figura y forma de mochuelo", sentenciaba aquel profesor del Ramiro cada vez que un alumno soplaba una respuesta a su compañero y este contestaba a la pregunta que le había sido formulada, tras haber dejado en evidencia previa su absoluta ignorancia), sino de aguerrido rufián, bien aferrado a su presa.

El más famoso de todos ellos fue El Macarra, verdadero líder espiritual de la categoría, a quien Paquito dedicó su conocida romanza "El Macarra es un bicho muy malo (no se mata con piedra ni palo)". Pero hubo muchos otros.
La lucha contra esta lacra apenas producía algo más que pírricas victorias, cuyos resultados prácticos a medio plazo solían ser insignificantes, ya que la tendencia innata de las bellas acababa imponiéndose a la razón, a su propia dignidad e, incluso, al más elemental sentido común.

A medida que pasaban los años, este colectivo fue tomando fuerza y carta de naturaleza en la sociedad, hasta el punto de que una bella que no tuviese su bestia, era tratada con un cierto desdén por las demás. En especial por aquellas cuya posición al servicio del rufián de turno estaba más consolidada.

La cultura occidental fue aceptando la situación, con la misma resignación con la que se aceptaron los abusos continuados de los hijos hacia sus padres o los de las compañías eléctricas hacia los ciudadanos.

Sin embargo, el (muy dudoso) componente romántico que esta realidad incontestable pudiese llevar aparejado, se ha ido diluyendo, de forma progresiva.
Ya se recuerda, casi con añoranza, la época en la que cada bestia tenía su bella. Aquella etapa de la historia en la que parecía que las bestias eran parte indisoluble de las bellas. De unas bellas que lo eran, aún más, a los ojos de los soñadores gracias a ese defecto congénito que acercaba su divinidad al mundo de los humanos, que las hacía parecer reales y susceptibles de redención por quienes, seguidores siempre de un apasionado e inútil espíritu decimonónico, aspiraban a una gloria que era, a la vez, efímera y eterna... absolutamente inmaterial y utópica.

Hoy en día, las bellas lo son menos que antes. Y las bestias campan por sus respetos en un universo que carece de alicientes metafísicos.
¡Qué lejanos quedan los celestes y elíseos campos que acogieron a Goethe y Hölderlin en sus últimos viajes!
Y qué tristes nos parecen los versos de Píndaro en un mundo sin bellas, en el que las bestias oscurecen la nostagia con el rumor maldito de las tinieblas:

Y aquellos que mantengan tres veces su juramento,
manteniendo sus almas limpias y puras,
jamás dejarán que sus corazones
sean manchados por el mal y la injusticia y la venalidad brutal.
Ellos serán dirigidos por Zeus hasta el final:
al palacio de Cronos.

lunes, 10 de febrero de 2014

Alpinistas del corazón

El alpinismo es un deporte de riesgo, pero dicen sus practicantes que no hay nada comparable al momento de hacer cumbre en una cima difícil, tras el esfuerzo realizado para llegar hasta ella.
Este ánimo de superación es no solo digno de encomio, sino que también es un modelo de estímulo positivo ante las dificultades, interesante para ser trasladado a muchas facetas de la vida.
Podríamos decir que guarda grandes similitudes con el espíritu olímpico, tan bien  expresado en el lema Citius, altius, fortius, tomado, según dicen, de las propias palabras de Coubertin.

Vaya todo esto por delante, con la intención de dejar claro mi apoyo a los valores del alpinismo y, desde luego, mi admiración hacia quienes dieron origen al movimiento olímpico moderno. Hoy el deporte está profesionalizado, lo que modifica sustancialmente la romántica idea del ilustre barón francés, pero es comprensible que haya evolucionado así, dados los tiempos que corren.

Sin embargo, este permanente espíritu de superación en el que la vida contemporánea nos tiene a todos inmersos, puede llegar a ser contradictorio con otro aspecto de la naturaleza humana.
Y es que, como decía el arriero de José Alfredo Jiménez, muchas veces en la vida no hay que llegar primero... pero hay que saber llegar.
Por eso, siempre me han llamado la atención esas personas a las que yo suelo definir como alpinistas del corazón, por tener la dudosa virtud de dirigir, en todo momento, sus sentimientos más profundos y amorosos hacia quien está en la cumbre... y perderlos, de golpe, cuando el destinatario de su enorme e incondicional cariño deja de ocupar la cúspide y se integra en el universo de las personas normales.

Esto es algo que sucede con mucha frecuencia, por lo que, tal vez, deberíamos entender que lo que les sucede a esos alpinistas del corazón es que están impregnados hasta la médula del espíritu del barón Pierre de Coubertin y hacen suyos los valores olímpicos hasta sus últimas consecuencias, renunciando, eso sí, a la parte referente a la ausencia de ánimo de lucro (algo ya obsoleto, como hemos mencionado antes), pero no al deseo de alcanzar la gloria (en su más amplio sentido, claro está).

Suele ser curioso, asimismo, la facilidad con la que nuestros cordiales alpinistas hacen coincidir sus cambios de objetivo con el momento en el que la persona que estaba en su cénit económico y profesional, desciende por la ladera de la vida y un nuevo candidato comienza su ascenso.
No importa que este nuevo personaje llegue alto solo por un breve tiempo. Ni tampoco tienen importancia alguna los métodos que haya utilizado para su escalada... o que su equilibrio en la cima sea del todo inestable.
Lo que cuenta es el hecho de estar ahí arriba. Eso es lo único que buscan los alpinistas del corazón. Es un instinto incontrolable contra el que no pueden luchar.

Está claro que hay distintos tipos de alpinismo. Y todos tienen su componente de riesgo... aunque algunos sean deportes mucho menos sanos.

jueves, 6 de febrero de 2014

Sujetos pasivos

Hay gente que, en los momentos comprometidos, utiliza el método del sujeto pasivo.
Es una estrategia bastante eficaz para confundir al personal y, con un poco de suerte, puede hasta llegar a despistar al contrario. Eso sí, para que tenga más posibilidades de éxito, conviene tener cara de no haber roto un plato en la vida o, si no se tiene, ponerla. Una mosquita muerta, por ejemplo, consigue con esta técnica unos resultados bastante más rotundos que una supervamp o, incluso que una mujer de rompe y rasga.

No quiero decir con esto, ni mucho menos, que sea este un posicionamiento vital exclusivamente femenino, aunque es cierto que el sujetopasivismo tuvo sus orígenes, según cuenta la tradición popular, en un albergue-escuela de jóvenes muchachas chinas, que, en tiempos remotos, fue muy famoso al sur de las montañas de Manchuria.

Su uso más frecuente se produce en aquellas situaciones en las que es recomendable para los intereses propios analizar el comportamiento ajeno como si el nuestro no hubiese existido.
Esto es, en sí mismo, una hecho bastante insólito en la vida real, puesto que en las relaciones normales entre las personas todos adoptamos una actitud y, la mayor parte de las veces, hacemos cosas. Cosas que, en función de diversos factores, pueden ser buenas, malas, regulares o neutras.
Pues bien, la clave está en juzgar el comportamiento ajeno como si se hubiese producido sin solución de continuidad, es decir, como si no hubiese habido más que un actor.
El procedimiento es, en teoría, sencillo. Sin embargo, llevarlo a la práctica requiere una gran precisión que no está al alcance de cualquiera.

Hay que tener en cuenta que es preciso obviar, hasta sus últimas consecuencias, las propias actuaciones, con independencia de que estas hayan sido buenas o malas, ya que para quien practica el sujetopasivismo con rigor, lo único importante es que el otro sea el responsable exclusivo de los acontecimientos vividos.
La lógica de este mecanismo es cartesiana, puesto que aceptar que se tiene un determinado papel activo en los hechos, otorga al sujeto, de forma automática, un porcentaje de responsabilidad del que es fundamental huir a toda costa para que, no teniendo carta de naturaleza, sea imposible valorarlo desde ningún punto de vista y, especialmente, desde el de la ética.

Por lo tanto, los expertos en el método del sujeto pasivo, saben muy bien cómo saltar en el tablero de ajedrez de la vida sobre esas casillas incómodas que recuerdan que las relaciones entre las personas son, como mínimo, cosa de dos.
Así, jugando en todo momento con fichas blancas, aseguran, sin el más elemental rubor, que fue siempre el otro quien hizo todo (lo bueno y lo malo... normalmente, en este preciso orden), convirtiéndole en sujeto activo permanente y enrocándose ellos en la última línea del damero, protegidos tras los peones del lado que resulte más propicio y conveniente.

De lo que no se dan cuenta es de que su personalidad (de la que, por otra parte, suelen presumir mucho) queda un poco desairada con tan drástica implementación de su sujetopasivismo, pues, según su versión, ellos se han limitado a recibir, disfrutando o sufriendo del comportamiento ajeno, pero sin dar ni hacer nada a cambio (con independencia de todas las barbaridades que hayan podido cometer en el ínterin, que, con gran probabilidad, fueron las que provocaron el cambio en la actitud del otro, si es que se produjo).


O sea, que puede que sean pasivos, pero de lo que no cabe duda es de que son sujetos... de cuidado.

martes, 4 de febrero de 2014

Inventando el pasado

El trabajo del historiador es arduo. Dejar constancia de lo que ha sucedido y hacerlo con rigor y exactitud no es, desde luego, tarea fácil.
La mayor complicación reside en ser capaz de discernir las fuentes fidedignas de las que no lo son, algo que no resulta nada sencillo.
El historiador escribe, casi siempre, de épocas que no conoció y tiene, por ello, que dar crédito a otros que, probablemente, tuvieron que hacer lo mismo que él, basándose en historiadores previos que, a su vez, hicieron otro tanto.

Por si todo esto no fuera suficiente para poner en tela de juicio muchas de las versiones que llegan hasta nosotros de lo sucedido en tiempos pretéritos, hay que añadir que los documentos históricos contemporáneos de los hechos que describen, suelen ser, precisamente, los menos objetivos de todos.
Y lo son porque están sujetos a la influencia inevitable de las opiniones subjetivas de unos autores que, ya sea por sus ideas, por las circunstancias que les han tocado vivir o por las consecuencias que los acontecimientos les causaron, han sido, de alguna manera, parte de la historia que ellos mismos nos cuentan.

La perspectiva del tiempo es la que otorga imparcialidad al historiador, pero, a su vez, esta distante visión provoca un conocimiento mucho menos exacto de lo sucedido.


Como es lógico, cuando todo esto lo trasladamos al ámbito personal, es decir, a nuestra historia particular, los condicionantes de implicación y proximidad son tan intensos y poderosos que determinan las versiones de los hechos, llegando, en ocasiones, a deformar la realidad hasta límites insospechados.

En muchos lugares ocurre, pero en nuestro país, la destreza desarrollada en el arte de inventar el pasado se ha convertido, desde tiempos inmemoriales, en un auténtico deporte nacional, que cuenta con muy laureados campeones.

Yo no soy historiador. Carezco de las virtudes necesarias para escribir con rigor desapasionado y estricto. Por eso, todo lo que yo hago es literatura, a pesar de que hay quien se empeña en ver lo que no hay detrás de mis artículos y poemas. Y no me refiero a los lectores, quienes, como los espectadores en el fútbol o en el teatro, tienen todo el derecho a pensar lo que quieran (esa libertad de sentirse identificado o no con lo que se lee es uno de los grandes valores de la literatura), sino a esos otros historiadores/inventores, que se creen el centro del universo y que se obstinan en creer que no hay línea ni verso que no esté dedicado a ellos.
Están muy equivocados. El mundo es demasiado grande y ellos demasiado pequeños como para que eso suceda. Curiosamente, suelen ser los mismos que se dedican a reinventar la historia. En especial, la suya y la de quienes les rodean.

A mí me produce una profunda tristeza comprobar cómo esos inventores del pretérito modifican los acontecimientos a su antojo y conveniencia, pasando de puntillas sobre lo importante y agarrándose a cualquier error ajeno, utilizando su memoria caprichosa como si fueran las mandíbulas de un doberman furioso y resentido.

Lo más terrible, sin duda, es que borran de ese pasado todos sus actos truculentos (o, siendo generosos, sus tremendas y gravísimas equivocaciones) y, no conformes con ello, se atreven a pedir explicaciones a quienes han sido víctimas de un comportamiento tan desleal y perverso que, como diría el Fantasma de la Ópera, fue más allá de la imaginación humana.
Nunca son capaces de reflexionar... de admitir su parte de culpa, por mucho que haya quedado demostrada y sentenciada en todas las instancias posibles.
Ellos siguen aferrándose a la responsabilidad ajena como último recurso para escribir una historia que nunca sucedió. Con ello, desprecian la mano amiga tendida y cierran la puerta no ya a la verdad, que casi no importa cuando se ha perdonado, sino a la propia vida... e, incluso, a inventar (esta vez de forma positiva) un futuro que cada día es más corto para todos.

Triste, pero cierto.