viernes, 31 de enero de 2014

La chica de Saint-Malo

Estaba mirando por la ventana, apoyada en el alféizar con gesto despreocupado. De pronto, levantó la cabeza y miró fijamente al objetivo, con una profunda expresión de tristeza reflejada en sus grandes ojos oscuros.
Tendría entonces unos veinte años y una melena negra que caía sobre sus hombros.
Todo en Saint-Malo permanecía imperturbable al paso del tiempo, las calles, los edificios, la muralla...
Por un momento, el fotógrafo pensó que la chica de la ventana también sería inmutable y que aquella imagen que quedó fija en su retina seguiría allí para siempre.

Pasaron más de cuarenta años. Cuarenta años en los que el fotógrafo nunca tuvo la ocasión de volver a Saint-Malo. La vida le había llevado por otros caminos, alejados de esa parte de Bretaña.
Pero Saint-Malo, cuna de marineros, corsarios y exploradores, nunca deja de llamar a quienes, en el fondo de su corazón, desean volver a pisar sus calles empedradas y mirar al mar embravecido desde su muralla. Así que un día, el fotógrafo volvió a Saint-Malo. Él no quería pisar sus calles, ni ver cómo las olas batían contra la línea de la costa. El fotógrafo solo quería encontrar aquella ventana y ver, de nuevo, a la chica morena apoyada en el alféizar.
No recordaba la dirección, pero durante cuarenta años había llevado esa foto en su cartera, esperando el momento de su vuelta.
Recorrió las estrechas calles con la foto en la mano, observando cada fachada, cada ventana, cada dintel, cada esquina...
No fue fácil, pero la encontró. Allí estaba la casa, frente a él. Y allí estaba la ventana, medio abierta y con unas flores rojas adornándola. Sin embargo, la chica de los ojos grandes y oscuros no estaba. El fotógrafo no daba crédito a lo que veía o, mejor dicho, a lo que no veía. Por un momento, dudó. Pensó que se había equivocado de ventana, aunque pronto se convenció de que no era así. Una contraventana rota del piso inferior le dio la clave. Como en la foto, le faltaba una hoja completa y a la otra, un trozo de forma inconfundible. ¡Era su ventana!

El fotógrafo no se repuso del golpe recibido. Llevaba más de cuarenta años mirando a diario esa ventana y en ella nunca había dejado de estar la chica morena de grandes ojos oscuros.
Allí había estado siempre, con su melena negra y su cara triste y misteriosa. Estuvo en París, en Lyon, en Ginebra... también estaba cuando viajó por toda Italia... ¡y hasta en Egipto, a las orillas del Nilo!

¿Cómo era posible que la vida hubiese pasado tan deprisa y se hubiese llevado a la chica de Saint-Malo? ¿Por qué no había regresado antes a buscarla? ¿Por qué no seguía asomada a su ventana, como aquel día, si todo en Saint-Malo estaba igual que antes?


Yo no tengo respuesta a las preguntas del desolado fotógrafo. Tal vez ocurre que la vida es un océano por el que navega nuestro barco con rumbo incierto. Un océano demasiado grande para una singladura tan corta como la nuestra, en la que cuarenta años nos parecen, apenas, veinticuatro horas.
Puede que las ventanas no estén hechas para mirar, sino para poder escapar por ellas de una ciudad anclada en el tiempo y en la piedra, rodeada por el mar y por su inconquistable muralla...
No lo sé, pero yo entiendo al fotógrafo. Ella debería estar allí... con su pelo negro y sus ojos grandes. Creo que yo, en su lugar, también hubiese esperado encontrarla.


El fotógrafo deambuló, distraído, por las calles. Acabó sentado frente al mar, sobre el muro de piedra del paseo. Y allí siguió varias horas, sin dejar de mirar su vieja foto.
Ya era casi de noche y el viento y las olas arreciaban por momentos. De pronto, una ola estalló con fuerza bajo sus pies y subió, convertida en brillante espuma voladora, muy por encima del muro, arrebatándole con violencia la foto, como lo hubiera hecho el mismo Neptuno, cabalgando furioso sobre uno de sus blancos caballos.
Pero él, con la mirada perdida en las turbulentas aguas, solo veía una ventana, una melena negra... y unos ojos tristes, grandes y oscuros que no dejaban de mirarle fijamente.

martes, 28 de enero de 2014

Y los sueños...

Soñar es una de las mayores aventuras del ser humano. Los sueños nos llevan no ya hacia lo imposible, sino mucho más allá. Nos adentran en esa dimensión, a la vez familiar y desconocida, en la que nada es igual a lo que tenemos, sin llegar a ser totalmente ajeno. Poseemos los sueños y ellos también nos poseen a nosotros. En los sueños viven nuestros deseos, nuestras emociones, los sentimientos de los que intentamos escondernos y los que ni siquiera éramos capaces de imaginar.

El sueño está hecho de humo. De un humo especial, mágico, que se hace denso por la noche y se disipa con las primeras luces del alba. Es un humo volátil, ligero al despertar, pero que nos envuelve profundamente mientras dormimos, escribiendo con su onírica pluma una historia paralela y fantástica que enriquece la vida que vivimos despiertos, sin que apenas seamos conscientes de que lo hace.

Puede que pensemos que los sueños se olvidan, pero nunca se marchan de nosotros. Se quedan agazapados en nuestro interior, para renacer cuando volvemos a dormirnos.
Yo soy de los que piensan que el subconsciente es mucho más consciente de lo que generalmente se cree y, desde luego, mantengo que la vida soñada es tan vida como la otra (a veces, más).

Y que me perdonen Freud y Jung, pero lo que no creo es que se deban interpretar los sueños. Por el contrario, estoy convencido de que son los sueños los que nos interpretan a nosotros y, de paso, a las personas de nuestro entorno, a quienes casi nunca somos capaces de entender del todo en la vida que, convencionalmente, llamamos "real".

Por eso me impresionó mucho leer en la prensa la historia de María. Una persona que, con cincuenta años cumplidos, no había soñado nunca.
Al principio no pude dar crédito a la noticia. Pero cuando profundicé en ella y comprobé que su caso había sido estudiado por eminentes científicos y expertos doctores, de prestigio mundial, empecé a aceptar que era un caso real.
Por lo que dicen los periódicos, María padece una extrañísima enfermedad que clínicamente se denomina síndrome crónico de ausencia de sueños, cuyos síntomas son muy simples: jamás, bajo ninguna circunstancia, natural o inducida, es capaz de soñar.
Como es lógico, si María no puede soñar cuando duerme, tampoco es capaz de hacerlo despierta.
Un caso atípico y extraordinario, que pone en tela de juicio todas las teorías universalmente aceptadas hasta la fecha sobre el mundo de los sueños.

Como consecuencia del descubrimiento de esta rareza científica, personalizada en María, ya están surgiendo hipótesis que sugieren la posibilidad de que estemos ante una mutación emocional de la conciencia, precursora de lo que será la humanidad en el futuro.
La rama más radical de este nuevo autodenominado Movimiento Psico-racionalista Onírico, asegura que el caso de María no es único y que ya empiezan a surgir incipientes brotes pandémicos que garantizan que, algún día, nuestro mundo estará lleno de personas como ella, gente incapaz de soñar o de compartir un sueño, para quienes dormir será poco más que un anticipo de la muerte, en lugar de una oportunidad de enriquecer y ensanchar la vida.

Sin embargo, yo sigo dudando... ¿cómo es posible que María nunca haya soñado? ¿Ni siquiera lo ha hecho con cosas tan habituales como peces, marionetas, delfines, tortugas, árabes... o una princesa británica?

Me parece que voy a seguir negándome a creerlo.

lunes, 27 de enero de 2014

Día Mundial de la Maldad

—No creo que sea buena idea, Innes —dijo Gustav, mirando de soslayo a su jefe.
—Y yo te digo que sí lo es —aseguró el siniestro Innes, dejando entrever una maligna sonrisa mientras bajaba la persiana sigilosamente.
—Nadie va a querer celebrar eso —insistió el primero.
—Todo el mundo lo hará. De hecho, lo hacen a diario.
—No sé... no sé —dudó Gustav, atusándose con las dos manos su grasiento pelo.
—Hazme caso, Gustav. Nada es más real ni está más profundamente unido al espíritu humano. Recuerda la obra de Conrad...
—Me encanta esa preciosa novela —reconoció Gustav—, pero... ¿de verdad piensas que la gente estará dispuesta a celebrar el Día Mundial de la Maldad?
—No tengo la más mínima duda. Será un éxito —sentenció Innes—. La humanidad celebra cosas mucho más absurdas... San Valentín, el Día de los Muertos... ¡hasta celebran las bodas!
—Pues si tú estás tan convencido, lo pondremos en marcha —aceptó el seboso Gustav, secando el sudor de su frente de cera con un fino pañuelo de hilo, bordado con las iniciales GVS—. Y, desde luego, el día que propones sería el más adecuado.
—De eso puedes estar seguro —afirmó Innes, acariciando las negras plumas del cuervo disecado que adornaba su escritorio—. El veintiséis de enero es la fecha perfecta.


Más o menos así se desarrolló la conversación entre Innes y Gustav, los perversos instigadores de una de las traiciones más oscuras y canallescas que recogen en sus tristes páginas los anales de la deslealtad.
Su propuesta de convertir el veintiséis de enero en el Día Mundial de la Maldad fue recibida con interés por el cabildo de la capital, que confirmó como principales sedes de la celebración a varios puntos concretos de la zona septentrional de la ciudad, próximos, en su mayoría, a la gran arteria de circunvalación que un día fuera bautizada con un nombre que hoy resultaba de todo punto paradójico.

Los festejos serían variados. Fundamentalmente, desfiles, conciertos y pasacalles, complementados por la noche con sofisticados fuegos de artificio y otras actividades carnavalescas, destinadas a confundir al populacho y crear una sensación de realidad imaginaria aumentada (y corregida).
Las comparsas de cabezudos alopécicos saldrían cada mañana y tarde para alegría y solaz de los más pequeños, quienes disfrutarían de una diversión sin peligros, al sustituirse los tradicionales zurriagos por inofensivas e hilarantes carpetillas azules de cartón con gomas elásticas.

Por fin, la celebración culminaría con la Gran Cortina de Humo Colectiva, que camuflaría las infamias recalcitrantes perpetradas, sustituyéndolas por acompasados suspiros y lamentos concertados, con derramamiento de confeti seudodepresivo y serpentinas lacrimógenas adulteradas.

Una gran fiesta, en suma, para celebrar la iniquidad que muchos esconden y no se atreven a liberar por culpa de unos convencionalismos sociales que protegen la hipocresía emocional y promueven el fingimiento de la bondad. De una bondad que suele estar más presente en quienes no presumen de ella que en aquellos otros que disfrazan su culpable deslealtad con máscaras de piel suave y ojos serenos, cuyo dulce mirar ya no podría ser alabado por los gutierre de cetina actuales, sabedores de que, cada veintiséis de enero, se verían forzados a cantar por siempre a la maldad.

jueves, 23 de enero de 2014

Orgullo y teclado

Si Jane Austen hubiera nacido dos siglos más tarde, es probable que el título de su obra más famosa fuese otro. Y no porque orgullo o prejuicio no estén a la orden del día en nuestro tiempo, sino porque hoy se ejercen, fundamentalmente, a través de unos medios diferentes y (parafraseando la famosa expresión de Tejero en el Congreso de los Diputados) electrónicos, por supuesto.

Y es que, entre los primeros medios interactivos y los actuales, hay diferencias muy notables.
El correo convencional, por ejemplo, aunque permitía interactuar con eficacia, solo era adecuado para la comunicación individual, siendo, además, muy lento.
La prensa fue un gran avance como medio interactivo, en especial desde que empezaron a popularizarse secciones como la de las cartas al director, que ofrecía la posibilidad a los lectores de comunicar sus opiniones a terceros y, desde luego, al propio periódico.
Llegó el teléfono, en sus diversas versiones, y con él se agilizaron de forma extraordinaria las comunicaciones de ida y vuelta, incluso entre varias personas, gracias a las multiconferencias o el manos libres. Y el teléfono, combinado con la radio o la televisión, mejoró en rapidez, alcance y eficiencia la interactividad de las cartas al director de la prensa escrita.

Pero todos estos medios eran (son) muy limitados desde el punto de vista de la comunicación de masas interactiva.
Así que hubo que esperar a que internet se popularizase para disponer de un medio capaz de cumplir con este requisito.

Internet, como diría Gila, se divide en dos partes: una pantalla y un teclado.
Y, simplificando al máximo, podría afirmarse que la pantalla es el receptor y el teclado el emisor.

Pues bien, es, precisamente, en este punto donde adquiere relevancia la adaptación de la novela de Austen a la realidad de nuestros días.
La pantalla del ordenador sería la ventana, a través de la cual Lizzie Bennet recibiría constante información de su adorado odiado Darcy (interesante apellido, por cierto), mientras que su teclado permanece a salvo de la permanente amenaza que representan sus propios y escurridizos dedos.
¡Cómo disfruta Lizzie fingiendo ante sí misma que no observa ni imagina cada movimiento de Darcy al otro lado de la pantalla!

Entretanto, su (en apariencia) impoluto teclado, barnizado, como no puede ser de otra forma, con el oportuno pincel de un prejuicio inexistente (y, a la vez, imprescindible), se mantiene fiel al orgullo que se juró, poniendo a Dios por testigo y apretando la roja tierra de Tara en el interior de su crispado puño derecho.
"If I have to lie, steal, cheat or kill...", dijo entonces, tras mordisquear el último y raquítico rábano que quedaba en el desolado huerto de su moral.
"God is my witness", insistió, "I'll never be hungry again".

Pero todo se fue con el viento. Todo, menos el orgullo... y el frío teclado de su ordenador.


Nota del autor:
A veces, no sé muy bien por qué, confundo a Jane Austen con Margaret Mitchell.

viernes, 17 de enero de 2014

Peripatetismo ilustrado

El despotismo ilustrado es una excelente forma de gobierno empresarial. Mucho mejor, desde luego, que la férrea dictadura económico-financiera que suele imperar en nuestros días.

En las empresas instaladas en países de regímenes democráticos, la tiranía ha persistido más allá de lo que las tendencias políticas y sociales de los tiempos contemporáneos parecían pronosticar, por lo que dos o tres siglos después de Montesquieu, Diderot o D'Alambert, una proporción mayoritaria de modernos empresarios ha seguido decididamente aferrada a criterios muy anteriores a los desarrollados en el siglo de Rousseau.

Disipar las tinieblas de la humanidad mediante las luces de la razón parece un objetivo encomiable. De igual forma, combatir la ignorancia y la superstición con las armas de la razón humana, siempre me ha parecido un buen método para intentar construir un mundo mejor.

Sin embargo, aquel movimiento intelectual que culminó con la independencia de los Estados Unidos y la Revolución Francesa, no parece haber cuajado del todo en el comportamiento de muchas personas.

Desde el punto de vista filosófico, denominamos peripatéticos a los seguidores de la doctrina aristotélica, al parecer, por la costumbre heredada de su maestro de hablar o discutir mientras caminaban.
No es mala esta costumbre, ya que el mero hecho de andar o pasear es, en sí mismo, una forma de pensar y filosofar, asimilando una parte de lo que nos ofrece lo que nos rodea, al interactuar con nuestra sensibilidad intelectual y física. Pero, por desgracia, no todo lo peripatético es filosófico y profundo, sino que muchas personas se mueven en trayectorias espirales o helicoidales, dando vueltas concéntricas sobre sus errores para, como mucho, trasladarlos a través del tiempo y el espacio.

Es este un peripatetismo con otros orígenes etimológicos. Su significado sería algo así como la actitud de quien da vueltas alrededor de su propia condición patética.
Hay gente así. Suelen inspirar pena, matizada por una sensación de dolorosa tristeza.
Y, también, existe otro colectivo, desarrollado a partir de los anteriores, que ha modificado ciertas actitudes y comportamientos con el fin de producir en los demás un efecto diferente, sin abandonar sus consolidados principios peripatéticos fundamentales.
Son personas cuya posición personal, social y/o laboral exige una imagen más dinámica y proactiva que la de los de condición más humilde o espíritu más débil.
Por eso adoptan un estilo más ilustrado que el de los pobres peripatéticos convencionales, incapaces de abandonar su vértigo interior incluso en sus relaciones con terceros.

Son verdaderos peripatéticos ilustrados, muy eficaces en la vida moderna, aunque desolados en su fuero interno, que se ve obligado a soportar la dura carga que provocan sus esfuerzos hacia el exterior.
Pero mantener el tipo en la sociedad actual es complicado y requiere un sacrificio continuo para mantener la forzada sonrisa cautivadora y ser capaz de vestir, a diario, la giubba leoncavallesca, tan imprescindible en las sórdidas tareas sociales y profesionales que requiere su situación.

Es indiscutible que esta bipolaridad tan acentuada tiene sus servidumbres, en especial cuando el empeño helicoidal con respecto a determinadas personas se vuelve obsesivo, al haber entrado en conflicto con un sentimiento de orgullo irreflexivo, salpicado de connotaciones morbosas adulteradas.

Claro que, al menos, hacen felices a otros con sus brillantes actuaciones sobre el escenario. Es la ventaja de quienes, aunque peripatéticos como el que más, gozan de las virtudes de un espíritu ilustrado.

martes, 14 de enero de 2014

Oswald

Mi amigo Oswald fue uno de los personajes más especiales del Canal.
Era un chico delgado, fuerte y con unas piernas capaces de correr a una velocidad endiablada. No he conocido a nadie más rápido que él, con excepción, claro está, del Hombre-Body. Bien es cierto que, en el Canal, El Conejo de la Suerte, también conocido como LIM (por llevar siempre puesto un chandal del Liceo Italiano con estas tres iniciales), pretendía disputarle la supremacía en cuestión de velocidad, pero esto era algo de todo punto irrelevante, pues siendo indiscutible la capacidad de LIM para correr con insólita ligereza, cuando Oswald se enfadaba (lo que ocurría con enorme frecuencia) era un verdadero ciclón... de furia incontrolable.

El habitat natural de Oswald eran los pantanos. Allí era feliz. Siempre que podía, se escapaba a las tierras de Granadilla, en las que disfrutaba de lo lindo recorriendo aquellos singulares parajes abandonados, con la compañía inseparable de su cuchillo.
Oswald y su cuchillo formaban una sociedad indisoluble. De enormes proporciones (aunque sin alcanzar el inconcebible tamaño de hoja del machete de Ortuzar), y semipermanentemente unido a su cinturón de cuero, era un arma notable, muy útil en los pantanos y, sin ningún género de dudas, mucho menos necesaria para la vida urbana madrileña. Años más tarde, el australiano Cocodrilo Dundee copió la costumbre de mi amigo Oswald de moverse con soltura por una gran ciudad, sin prescindir del cuchillo.

Tal vez fue una casualidad que Oswald entrase en escena en el Canal al poco tiempo de haberse producido el asesinato del presidente Kennedy, pero hay que comprender, a la vista de esta circunstancia (acompañada de las nunca aclaradas dudas que rodearon el célebre magnicidio) y del curioso parecido físico que mi amigo tenía con Lee Harvey, que la leyenda en torno a su verdadera personalidad fuera in crescendo con el paso del tiempo.

Sus buenos amigos no dejaremos de recordar su inefable bañador UHF ni su salto espectacular, cuchillo en mano, sobre el sofá de la casa de El Catalán cuando este le preguntó, en un tono cargado de afectada inocencia, por su relación con Puskas. Aquella noche acabamos todos en la casa de socorro, contando una muy poco creíble historia relacionada con guateques y limones.

Pero, en contra de lo que pudiera dar a entender esta breve memoria de mi amigo, salpicada de alguna que otra anécdota trivial, Oswald era un chico estupendo que, en mi opinión, no tenía ningún motivo para haber asesinado a Kennedy, salvo que este se hubiese dirigido a él interesándose por su supuesto noviazgo con una chica del Canal, lo que no parece probable en absoluto.
Por ello, me he formado una opinión negativa del Informe Warren, como de tantos otros informes elaborados con el torticero y habitual fin de obtener unas conclusiones ya decididas de antemano y favorables a una parte. Algo que sucede, por desgracia, con demasiada frecuencia.

Nunca faltan personajes miserables dispuestos a esperar en los pasillos de alguna dependencia oficial con carpetillas azules bajo el brazo, sin ser conscientes de lo patética que resulta su poco edificante imagen, en unas circunstancias tan indignas como ajenas a la ética más elemental.
Es gente que, al contrario que mi amigo Oswald, no llevan un gran cuchillo al cinto ni usan bañador UHF, pero carecen de sus principios, forjados en la inhóspita tierra de los pantanos, donde la verdad es la verdad y los hombres son cabales y honrados.

No pude visitar con Oswald el pueblo, hoy fantasma, de Granadilla. Él siempre me invitó a hacerlo, pero la vida de aquellos años del Canal era demasiado intensa como para disponer del tiempo necesario para emprender una nueva aventura en los pantanos. Sin embargo, ¿quién sabe? Tal vez ahora que el Canal, el Ramiro, Villaverde y Alhama son tan solo un recuerdo y, sobre todo, teniendo en cuenta que Taiwan Bird sigue vacante, tras aquella lejana y triste noche de ánimas, encuentre el momento de viajar con mi amigo a sus queridos y solitarios páramos cacereños.

Seguro que allí, junto a las limpias aguas de los pantanos, no veremos carpetillas azules bajo el brazo de córvidos rufianes de cabeza desplumada, dispuestos a engañar a quien se deje... o a quien, para su desgracia, no tenga otro remedio.

viernes, 10 de enero de 2014

Dicen que la soberbia es ciega

Que el amor sea ciego no es una novedad y tampoco resulta raro. Hasta puede que sea bueno, porque si Cupido no llevase los ojos vendados, una parte significativa de la población mundial tendría serios problemas para ejercitar esa manía tan rara de la gente que consiste en "buscar pareja" (algo que me veo obligado a poner entre comillas para dejar clara mi falta de convicción sobre este comportamiento como práctica sentimental, ya que sí lo apruebo, con muy pocas restricciones, desde el punto de vista civil).

Sin embargo, el análisis de otros mecanismos psicosomáticos habituales, como la soberbia, no está tan arraigado en la cultura popular de nuestros días.
Y esto a pesar que la humanidad se debate permanentemente entre la falta de autoestima y el orgullo descontrolado, dos características de la personalidad antagónicas, pero ambas muy frecuentes en los tiempos que nos ha tocado vivir.

La soberbia merece un estudio mucho más profundo. La ética occidental suele juzgarla con los ojos de una moral heredada de las tradiciones religiosas, que la sitúan en el entorno de una gravedad pecaminosa convencional, lo que resulta un tanto contraproducente desde el punto de vista práctico.
Esto es independiente de que la soberbia sea, desde luego, un defecto (más bien deberíamos decir un exceso) censurable. Reprobación que debe acentuarse cuando va unida a una situación de superioridad o abuso.

Pero, además, está claro que la soberbia actúa, como el entrometido Cupido, con los ojos tapados. Y, por si esto fuera poco, produce un efecto cegador y pernicioso para quien se deja dominar por ella.
Por eso puede confundir el hecho de incluir a la soberbia (y a la envidia, claro) en el mismo grupo en el que colocamos a la gula, la avaricia, la lujuria, la ira y la pereza, ya que las consecuencias inmediatas de aquellas y estas son inversas.

La soberbia y la envidia suelen obligar a adoptar actitudes que desembocan en acciones u omisiones contrarias a los auténticos deseos de quien actúa bajo sus efectos, por lo que los más inteligentes casi nunca caen en ellas. Y si, en determinados momentos, hacen gala de una soberbia ficticia es por una mera cuestión táctica y temporal.
Por el contrario, la soberbia real disfrazada de modestia es una catástrofe sin paliativos para quien la practica.

No debemos, por tanto, relacionar la humildad con valores morales, como, por ejemplo, la bondad, ya que son conceptos independientes. Pero sí podemos hacerlo con otros de tipo intelectual, dado que, si bien, la humildad no genera, necesariamente, inteligencia, sí es cierto que casi todos los inteligentes son humildes... en su propio beneficio.

Existe un dicho que afirma que si los pillos supieran lo bueno que es ser honrado, serían honrados por pillería. Pues bien, en este caso está claro que los inteligentes conocen las ventajas de la humildad y, en consecuencia, son humildes por egoísmo. Y es un egoísmo sano, porque se benefician ellos mismos sin perjudicar a los demás, mientras que los soberbios fingen creer que dominan las flaquezas del mundo desde su imaginaria torre de marfil, sin querer reconocer que su supuesta fortaleza no es más que una prueba irrefutable de su debilidad.

Mala cosa es la soberbia ciega. Mala, mala, mala. Por muchas flores y estrellas que lleve en su media melena y a pesar de estar coronada por los rayos de mármol blanco de una virtud falsamente ultrajada, no dejará nunca de ser un adorno inanimado sobre el pórtico de piedra del silencio.

viernes, 3 de enero de 2014

De panes, tortas... y bodegones

Hubo un tiempo en el que los años comenzaban el dos de enero.
Era cuando Juan Ramón Jiménez escribía sus versos cerca del olivar en el que vivaquearon las tropas de Napoleón.

Pero eso pasó hace mucho. Fue cuando las alondras no volaban contra el viento por los campos del barbecho eterno y el pan entraba crudo en aquel horno, para salir de él tierno y caliente.
Y no es que todos los panes sean fáciles de hornear, no. Los hay complicados. Eso sí, con paciencia, buena fe y mejor harina, el panadero puede hacer panes como panes. Sin embargo, elegir, a sabiendas, el panadero equivocado es un error que puede dejarnos en ayunas.

Desde luego, todos cometemos equivocaciones, pero insistir en errores recurrentes y hacerlo hasta más allá de lo imaginable es, realmente, grave.
Ya sabemos que, a falta de pan, son buenas las tortas, pero, cuando el pan no falta, es descabellado ir tras ellas.

Tal vez tenía razón mi viejo profesor del Ramiro cuando decía que algunos estaban errados y otros, herrados (con hache, es decir, como las caballerías). Era una manera elegante de llamar burros o acémilas a quienes persisten, con pertinaz cerrazón, en equivocaciones mayúsculas.
Yo añadiría (sin ánimo de corregir a mi profesor) que cuando el error superlativo es, además, obvio y bien conocido por el que lo comete, puede que necesite la ayuda de un herrador del espíritu para solucionar su problema.

Si a un panadero orgulloso le sale un pan con aspecto y características propios de unas tortas sin levadura, lo mejor que puede hacer es reaccionar con humildad y no aferrarse a lo que ya es inútil e innecesario. Y si los sufridos receptores de las quebradizas obleas de pan ácimo han manifestado su perdón, aún debe dejar más patente su buena voluntad y propósito de la enmienda.
Ni siquiera el arrepentimiento es preceptivo, pues, si la indulgencia expresada por el consumidor es plenaria (lo que sucede en más ocasiones de las que pudiera parecer probable), es más recomendable un sencillo decíamos ayer, que enredarse en un rosario de justificaciones que pueden, incluso, tener efectos contraproducentes.

Tarde o temprano, las tortas acaban, irremediablemente, en el lugar que merecen, así que lo mejor es deshacernos, también, de la soberbia, volver a llamar a nuestro molinero de confianza y aceptar, de buen grado, la harina que nunca dejó de ofrecernos.

Y así, pensando en estas cosas, siempre acabo imaginándome la sencilla escena del bodegón de Ortega Muñoz, colgado en su pared del museo, esperando paciente a que regrese quien dejó a medias el pan, el queso y puede que hasta el vino...

jueves, 2 de enero de 2014

Un duro y una armónica

Pedrito siempre apostaba un duro y una armónica.
No lo hacía porque tuviera especial interés en fijar esa singular combinación para sus apuestas, pero era un chico impulsivo a quien le gustaba apostar cuando alguien rebatía su punto de vista y, al introducir, nervioso y precipitado, su mano en uno de sus bolsillos para buscar algo de valor con lo que sustentar su apuesta, siempre se encontraba con un duro y una pequeña armónica en su interior. Nunca vi que llevase ninguna otra cosa encima.
El caso es que nosotros, sus circunstanciales amigos y compañeros de juegos, nunca aceptábamos la apuesta (carecíamos de pequeñas armónicas para igualar su envite y, la mayor parte de las veces, tampoco teníamos un duro disponible para arriesgar en tan disparatados riesgos económicos).
Normalmente, las apuestas de Pedrito estaban relacionadas con El Dúo, como él llamaba a Manolo y Ramón, los componentes del por entonces exitoso Dúo Dinámico (que nosotros detestábamos y él adoraba) y, la mayor parte de las veces, consistían en que, haciendo gala de un oído propio de una lechuza, era capaz de detectar, a cientos de metros de distancia, el sonido de un lejano aparato de radio que emitía alguna de las empalagosas canciones de su amado dúo.
No considero necesario constatar que a nosotros, acostumbrados a disfrutar de una vida más emocionante y repleta de aventuras, las pamplinas del pobre Pedrito nos aburrían sobremanera. Pese a todo, tuvimos que soportar la situación con estoicismo espartano durante el año que Pedrito frecuentó la casa de sus tíos, la Pensión Martos (frente a la más tradicional Pensión Pozas - Viajeros y Estables que, por algún motivo, nos gustaba más, probablemente porque en ella no había ningún pedrito).
Nuestra paciencia llegó al límite cuando nuestro temporal vecino se empeñó en que cambiásemos nuestros interesantes juegos habituales, así como nuestras actividades detectivescas y diversiones semiclandestinas, para dedicarnos a jugar al Rey de las Espadinas (sin la más mínima duda, el juego de naipes más estúpido que conozco, cuyo único interés para nosotros residía en que siempre nos las arreglábamos para acabar persiguiendo a Pedrito por la escalera, con aviesas intenciones).

Ese fue el final de Pedrito, de su duro y de su armónica. Y, por supuesto, de la permanente amenaza de tener que escuchar al Dúo en cualquier esquina. Por algún motivo (fácil de imaginar, por otra parte) sus padres no volvieron a llevarle a pasar temporadas en casa de sus tíos y, si alguna vez volvió por allí, tíos y sobrino se encargaron de mantener discretamente oculta su presencia en la casa.


Pero todo esto venía a cuento de la facilidad que tienen algunas personas para apostar, con insistente vehemencia, por cosas absurdas y sin sentido.
Hay quien apuesta, por ejemplo, por relaciones personales insensatas, condenadas de antemano al más rotundo de los fracasos.
Y lo malo es que, como no llevan en sus bolsillos un duro y una armónica, apuestan su propia vida.
Tarde o temprano (casi siempre, tarde) acaban dándose cuenta de lo ridículo de su persistente apuesta que, con frecuencia, les ha dejado sentimentalmente arruinados y con pocas posibilidades de recuperación emocional.
Tan desubicados quedan algunos que, superada su lamentable y perniciosa relación, siguen dudando de lo evidente y se autofustigan con peregrinos argumentos, de todo punto insostenibles, que solo contribuyen a prolongar un sufrimiento innecesario.

Pedrito, al menos, tuvo siempre la precaución de llevar en su bolsillo un duro y una armónica. Puede que con la secreta convicción de que sus rivales nunca serían capaces de igualar su apuesta...

Yo, por si acaso, ya sé lo que voy a pedir este año a los Reyes.