miércoles, 31 de julio de 2013

As time goes by

Dicen que todos tenemos en construcción nuestros proyectos de futuro. Aunque nuestro futuro duerma ya en el pretérito.

Quizá algún día tengamos ocasión de... (y aquí podemos terminar la frase como queramos). La mayoría de las veces, quien dice eso no tiene intención de que ese quizá se convierta en ahora. Sencillamente, porque, si quisiera que esa supuesta ocasión llegase, no tendría más que decirlo.
Pero es difícil juzgar lo que hay detrás de esta actitud. ¿Miedo, precaución, duda, inseguridad... o, tan solo, una simple mentira? Porque las cuatro primeras opciones vienen a ser lo mismo.
Dice la vieja canción (esa que, unos y otros, obligaban a cantar al pobre Sam en contra de su muy mermada voluntad), que, a medida que pasa el tiempo, las cosas fundamentales salen a la luz, mientras que un suspiro no es más que un suspiro, por mucho que nos empeñemos en querer darle un valor trascendental.

Sin embargo, el caso es que el presente pasa y el futuro no llega, lo cual, desde un punto de vista teórico, no deja de ser un contrasentido, pero es lo que suele suceder.
No sé si, como casi todos afirman, fue Paul Valéry quien dijo por primera vez eso de que el futuro ya no es lo que era, pero lo de menos es quien lo haya dicho, lo importante es que el futuro casi nunca se llega a convertir en presente.
Esta aparente paradoja vital podría tener su explicación en el universal empeño del hombre (no tanto de la mujer) de construir el futuro sobre cimientos movedizos, aunque también hay quien sostiene que la causa se encuentra en la que podríamos llamar Teoría General de la Evolución de los Recuerdos.

Quienes defienden esta postura, son seguidores, desde luego, de las ideas evolucionistas de Darwin, aunque trasladadas a un entorno diferente: el de la memoria.
El postulado fundamental de esta teoría (difícilmente refutable) es que los recuerdos evolucionan con el tiempo, mediante un proceso denominado selección natural. La clave de este proceso no está, como podría parecer en un principio, en la evolución en sí, sino en la selección natural o, dicho de otra manera, también utilizando palabras del propio Darwin, en la supervivencia del recuerdo más apto.
Así, mientras el tiempo pasa, La Belle Aurore evoluciona hasta convertirse en el Blue Parrot... lo que no debe sorprendernos en absoluto por mucho que una oportuna lágrima haya rodado por la mejilla izquierda de Ilsa, pocos segundos después de haber empuñado, amenazante, una mortífera pistola.

Solo sobreviven los recuerdos más aptos. Igual que ocurre con los individuos de las diferentes especies. Unos y otros se van seleccionando de una forma natural y permanente para que especies y recuerdos se adapten a las variables condiciones de la vida (vuelvo a utilizar palabras de Darwin).
Una vez naturalmente seleccionado, el recuerdo mejor adaptado tenderá a propagar su nueva y modificada forma.

Con todo este trasiego evolutivo, no hay futuro que resista el paso del tiempo. Lloverá en todas las estaciones de tren de París y la tinta escrita sobre los efímeros papeles de la memoria se correrá sin remedio mientras el último convoy parte con rumbo a Marsella. Luego, ya en otro continente, todo será distinto y el recuerdo evolucionado se habrá convertido en un insistente interés por conseguir un salvoconducto para una vida diferente, a la vez nueva y antigua... pero siempre bellamente iluminada en blanco y negro, con ese filtro suavizador de tipo gaussiano que produce imágenes tristes, tiernas y nostálgicas. Lástima que, además, sean falsas.

As time goes by...

lunes, 15 de julio de 2013

Norias, tiovivos y transiberianos

El movimiento siempre ha tenido un atractivo especial para el ser humano.
Todos somos nómadas en potencia, aunque la vida moderna haya hecho, ya desde hace siglos, todo lo posible por convertirnos en una especie sedentaria.

Mentalmente también nos movemos, desde luego, aunque en este territorio psíquico haya grandes diferencias entre unos y otros.
Unos somos más partidarios de seguir los arraigados hábitos del cosmos y, así, nuestro movimiento fundamental es giratorio, si bien lo normal es que, como la Tierra, el Sol y el resto de los cuerpos espaciales, lo hagamos simultaneando rotación y traslación.

El movimiento mental de rotación es el más normal de todos. La mayoría nos sentimos inclinados, inevitablemente, a girar sobre nosotros mismos, haciendo de nuestro mundo particular el centro de la galaxia espiritual y material.
Es algo parecido a lo que hace cualquiera cuando se monta en un tiovivo. Su caballo (me gustan los tiovivos clásicos) sube y baja con suavidad a lo largo de la barra que lo sujeta, mientras da vueltas alrededor del eje central. Lo mismo hacemos en nuestra rotación mental. Tenemos ligeras subidas y bajadas anímicas que, aunque, a veces, nos parezcan grandes, no dejan de ser menores en comparación con lo fundamental: el permanente giro sobre nosotros mismos.

Las norias nos ofrecen otra perspectiva. Para mí son el ejemplo del movimiento de traslación anímico. Nuestra mente se traslada, esta vez en un plano vertical y por una órbita mayor, alrededor de aquello que nos preocupa, que nos interesa... de lo que queremos. Y, según estemos arriba o abajo, tenemos un panorama distinto de nuestros sentimientos. Cuando alcanzamos su punto más alto, somos optimistas y vemos el horizonte de la vida con mucha más amplitud, los problemas son, en apariencia, más pequeños y lo que nos perturba y nos disgusta queda reducido considerablemente al ser observado desde nuestra elevada cabina psicológica, aunque bien es cierto, que, en ocasiones, el desapego de la realidad cotidiana puede llegar a producirnos algún vértigo.
Desde abajo, en cambio, lo ajeno se nos antoja agobiante y el punto alrededor del cual giramos, más difícil de conseguir.
Y así transcurre nuestra vida: subiendo y bajando en un movimiento circular interminable que nos ofrece opiniones, sentimientos y emociones cambiantes.

Pero no todos somos así. Hay quien pasa por la vida de otra manera, montado en su transiberiano sentimental, un expreso emocional inanimado que avanza siempre en línea recta, atravesando estepas y emociones tras la protección de unas seguras ventanillas estancas que aminoran los rigores de esa cruda intemperie a la que suelen estar sometidas las almas que pululan por el mundo exterior.
Los viajeros del transiberiano sentimental nunca miran hacia atrás. Lo pasado, pasado está, se repiten a sí mismos, camino de un Vladivostok utópico al que nunca llegarán con el alma limpia de hollín, por mucho que aprovechen las paradas intermedias para intentar liberarse de esa sustancia crasa y negra que el humo producido por su ética de carbonilla ha ido depositando sobre la insensible piel de sus emociones. Y eso que, ya sea en Kirov, en Omsk o, incluso, en Madrid han frotado su alma con innumerables hojas de té y hasta con las obras completas de Juan Ramón Jiménez para conseguir reproducir en ella parte de las características externas del protagonista de su obra más conocida...


Y es que, el ser humano, como un elemento más del espacio infinito en el que se desenvuelve, se mueve. A veces, hacia su propia autodestrucción.

miércoles, 10 de julio de 2013

Armisticios digitales

En mis tiempos, a esto lo llamábamos dar una de cal y otra de arena, pero ahora, con nuestras vidas dominadas por esas nuevas tecnologías invasoras, parece menos apropiada la tradicional y castiza forma de referirse a quienes se van, sin acabar de marcharse del todo, o, incluso, vienen para decirnos que no van a venir...

Me refiero a esas personas que fingen lo que no sienten sin llegar a simularlo de forma clara, desde luego, ya que su actitud semifingida les permite adoptar cualquier postura ulterior con la seguridad de no correr el riesgo de contradecirse de forma explícita.
Esto que digo puede parecer algo confuso y, hasta aquellos que lo entiendan, podrían pensar que el comportamiento al que hago referencia representaría un esfuerzo de poca utilidad y excesiva sofisticación para quien lo acometiese, en comparación con lo que pudiera obtener a cambio el semifingidor aludido.
Nada de eso. Para los profesionales del diletantismo sentimental, este método les proporciona no solo un gran placer, sino la oportunidad de materializar una provocación, blanqueada con la aparente inocencia que barniza a los que parecen preocuparse por el prójimo con la edulcorada displicencia de quienes hacen gala de esas elevadas dosis de desinterés por los negocios propios, características de los espíritus sublimes. Si, además, se escoge bien la efeméride que ampara la intervención, el éxito está casi asegurado.

No hace mucho, se hacían las paces con un abrazo, un beso o un apretón de manos (lo que no evitaba los riesgos, que todos conocemos gracias a los muchos ejemplos que la historia y la experiencia nos han mostrado), pero ahora existe un medio más frío, electrónico y distante, que permite semifingir mejor, al estar amparado en la estoica naturaleza de las máquinas modernas.

Yo lo recomiendo, decididamente, a todos aquellos semifingidores noveles, poco avezados en el arte de simular relativamente lo que no es, que utilicen la cibernética contemporánea para medioexpresar sentimientos y/o emociones que no convenga especificar en exceso. En otras palabras, y actualizando una terminología que ya se está quedando un tanto obsoleta, les animo a que naveguen sin mojarse por la red para transmitir sus profilácticos mensajes encapsulados a los destinatarios de los mismos. O sea, que naden y guarden la ropa digitalmente.

Queda feo rechazar una paz que te ofrece, con sinceridad, quien ha recibido golpes y flechas injustos y desleales... pero aceptarla, sin más, puede herir algunos orgullos instalados en la soberbia (o en la mentira alimentada por vengativos anhelos y chantajes vergonzantes), así que firmar un armisticio digital que destile esencias magnánimas y compasivas hacia el mundo, toreando casi de salón para el tendido de sombra, puede ser una brillante alternativa para un ego hambriento de onanismo sentimental autocomplaciente.

Pero cuídese bien el semifingidor de caer en un exceso de naturalidad, que debe ser medida con precisión matemática, propia de un cálculo emotivo-infinitesimal más basado en las enseñanzas de Newton o Leibniz que en las dotes escénicas de Sarah Bernhardt (siendo estas fundamentales, sin duda). El virtuoso manejo del silencio, alternado con una escritura precisa y económica, que hiciera las delicias del mismísimo Samuel Morse, es complemento indispensable para aparentar una inequívoca, aunque controlada, voluntad de paz, sin caer en el error de demostrarla con hechos.

Bienvenidos sean estos nuevos medios digitales que tanta flexibilidad y protección brindan a los perpetuos semifingidores de paz. Esos que nunca darán un abrazo sincero y generoso en el que sea posible sentir un corazón que late en el interior del pecho.

miércoles, 3 de julio de 2013

Guerra y paz

Paz Guerra no era una mujer normal. La inoportuna ocurrencia de sus padres había condicionado su vida. O, tal vez, no. Puede que sus genes ya estuviesen predispuestos a que su todo en ella fuese contradictorio.
Claro que también es posible que el hecho de haber nacido bajo el signo zodiacal de la dualidad tuviera su influencia. Pero, en cualquier caso, era evidente que su personalidad distaba mucho de poder ser considerada como normal.
Ya desde su más tierna infancia llamaba la atención su inusual comportamiento. Los lunes, miércoles y viernes era una niña buena, obediente,  respetuosa...
Sin embargo, los martes, jueves y sábados era malísima. Verdaderamente insoportable, según aseguraban sus padres. Y los domingos, dependía de que fuesen pares o impares. Estos últimos correspondían a su lado bondadoso y educado, mientras que aquellos eran siempre propicios a la desobediencia, la falta de orden y la rebeldía sin causa.

Fue al colegio de las Damas Verdes, un afamado centro de estudios primarios y secundarios, conocido en todo el país por ese estilo... digamos peculiar que exhibían sus alumnas al incorporarse al mundo de los adultos, una vez terminado el bachillerato. Las pobres monjas no sabían cómo reaccionar ante lo insólito de su caso. Cada año obtenía calificación de sobresaliente en la mitad de las asignaturas, y suspendía en todas las demás. Alternando, por supuesto, letras y ciencias en los resultados de cada curso. Finalmente (no sin largas discusiones entre el profesorado) se decidió que la solución menos comprometida era sacar la media de sus notas, así que la madre directora firmó su aprobado y se quitó de encima un problema que amenazaba, seriamente, la ya de por sí muy dudosa reputación del colegio.

Paz fue a la universidad, donde estudió ciencias políticas y económicas (los meses con erre, políticas, y los que carecían de ella, económicas). Allí destacó por sus habilidades académicas y, aún más, por otras no tan académicas. Pero destacó.
Encontró trabajo pronto. Y, desde luego, supo ganarse bien la vida... un día de una manera, otro de una forma bien diferente, eso sí.
Se casó con gran boato, pero su radiante vestido blanco de raso, con velo de tul ilusión, no evitó el gran borrón negro de su matrimonio. Contestó "sí" frente al altar, pero, en realidad, quería decir "no". Puede que este fuera su momento de mayor normalidad.

Y a partir de ahí, ya no dejó de honrar la paradoja de su nombre y su apellido. Tuvo como norma hacer la paz con quien debía combatir y viceversa. Luchó contra los que la querían y ayudaban, mientras que defendió y protegió a sus adversarios. Traicionó a los amigos y benefició a los enemigos, declaró la guerra sin tregua ni cuartel a sus aliados al tiempo que firmaba capitulaciones voluntarias y armisticios ominosos con quienes más daño la habían causado.
Por fin, se entregó en cuerpo y alma a los que detestaba, con quienes había urdido planes diabólicos y, ¡cómo no!, contradictorios para causar un daño irreparable a los que amaba.

Pese a todo, algunos mantienen que Paz Guerra no fue responsable de sus actos. Dicen que sucumbió a la alopecia galopante de un destino vulgar y un tanto facineroso del que no supo desprenderse a tiempo. Un destino que, como diría Tolstoi, convirtió, de improviso, en algo inevitable lo que parecía imposible.

Estaba claro que Paz Guerra no era una mujer normal.