jueves, 20 de junio de 2013

Puntualidad orientativa

Si hay algo que odio profundamente es la obsesión por la puntualidad.

Con independencia de que es algo que suele esconder, en quien hace constante gala de ella, determinados defectos personales y carencias bastante significativas (así como una escala de valores muy poco interesante) puede ser síntoma de un espíritu acomplejado ante una realidad que, una y otra vez, se empeña en demostrar que el arte, la cultura y la misma naturaleza se mueven con unos criterios bien diferentes.

Tampoco estoy de acuerdo con aquel insigne pensador que defendía que la puntualidad era la virtud de los ociosos o de los que carecen de otras más importantes. Y no estoy de acuerdo por la sencilla razón de que no considero que la puntualidad sea una virtud, sino, más bien, una impertinencia impropia de seres civilizados.

En la naturaleza, como en casi todo lo importante de la vida, la puntualidad es orientativa. La primavera, por ejemplo, llega en una fecha aproximada y no cuando dicta el calendario. Y lo mismo pasa con muchas otras cosas. Llegan a su tiempo. Un tiempo que suele estar en función de muchos factores que tienen una influencia fundamental o relativa en los acontecimientos programados. Otro tanto pasa, sin ir más lejos, con momentos decisivos de nuestra existencia, como el de nacer o el de morir.
Me pregunto cómo sería el concepto de puntualidad en la antigua Grecia... o en los tiempos de esplendor de Babilonia.

Nadie puede negar, por otra parte, que, cuando el tiempo es aún futuro o a medida que se convierte en pretérito, el exceso de puntualidad se vuelve difuso y un tanto ridículo.
Pero es que, incluso en el presente más rabioso, la puntualidad exagerada suele resultar molesta. No hay cosa que más irrite a una persona normal y medianamente ocupada que una visita que llega a la hora exacta, sin conceder a quien la espera esos minutos de relax que siempre nos resultan tan necesarios para acabar con lo que estamos haciendo o para terminar con los preparativos relacionados con la propia visita.
El agobio alcanza cotas extremas cuando el puntual obsesivo acude antes de la hora fijada para la cita. A mí, desde luego, es algo que me molesta mucho. Me gusta esperar con tranquilidad, con margen para prepararme mental o emocionalmente para lo que llega, y no pasar, sin solución de continuidad, de una situación a otra. De igual modo, es de agradecer por parte de quien está llegando a un sitio determinado, no sufrir la angustia de tener que acelerar velocidad y pulsaciones en beneficio de unas manecillas de reloj que, en el fondo, pasan olímpicamente de nuestras miserias y que, cada vez que dirigimos la vista hacia ellas (en un subconsciente y estéril intento de retardar su implacable avance con la fuerza mental de nuestra mirada), parecen observarnos con sonrisa burlona y maliciosa.

Todo lo importante sucede cuando tiene que suceder. Vivir colgados de un reloj no es sano. No debemos olvidar que él es quien está a nuestro servicio, no a la inversa.
Claro que tampoco hay que traspasar los límites de lo natural en la lucha del hombre contra el corazón de cuarzo que habita en nuestras muñecas. Decía Séneca que hay que ser moderados hasta en la impuntualidad... aunque bien es cierto que sigo envidiando a aquel amigo entrañable, paladín de la puntualidad orientativa, que fue capaz de llegar tarde a su propio funeral.

viernes, 14 de junio de 2013

La cara oculta de las farolas

Que la luna tiene una cara oculta, lo sabe todo el mundo. Claro que, al final, resultó que la cara no visible era muy parecida a que veíamos desde aquí abajo, lo que hay que reconocer que nos decepcionó un poco.

La parte positiva de esto es que la luna no nos estaba engañando descaradamente, enseñándonos una cara a nosotros y otra al espacio sideral. No cabe duda de que esto es algo digno de agradecer, sobre todo en los tiempos que corren.
Pero no todo lo que brilla en el cielo de la noche es luna. A veces, cuando las nubes lo permiten, también podemos disfrutar de una suave luz estelar, matizada y agradable, aunque muy poco intensa, eso sí.
Luego están las farolas. Las farolas dan una luz interesante, poderosa, limpia. Algunas de ellas llegan a competir con la luna, confundiendo a esas almas románticas y bondadosas, dispuestas a aceptar "pulpo" como animal de compañía (ahora ha quedado demostrado que lo era, gracias al ya famosísimo Luiz Antonio). Y ya no digamos si la luz de la farola se matiza con las tupidas ramas de un árbol en flor.

En cualquier caso, la realidad es que el mundo está lleno de farolas. Hay muchas más farolas que lunas (al menos en nuestro planeta, porque creo que en Júpiter es al revés) y eso provoca, aparte de muchas confusiones como la ya mencionada, que las farolas más espabiladas tomen ventaja de su número y  suplanten a lunas, cometas y luceros con relativa facilidad.
Aunque no es solo es esto lo que las coloca en tan favorable situación para el engaño. También influye, en gran medida, la natural predisposición de los hombres para dejarse embaucar. Y es que una farola de rostro sonriente y luminoso tiene mucho poder de influencia sobre los seres humanos, tan necesitados ellos de luz en las largas noches del invierno.

Hasta aquí, nada sería malo, sino, por el contrario, muy beneficioso y oportuno para una raza tan extendida como la humana que tiene obvia escasez de lunas. Las farolas podrían ser, de esta manera, una excelente alternativa para esos hombres que, huérfanos de luz, necesitan algo a lo que agarrarse, incluso cuando están sobrios.
Y aquí llegamos al verdadero problema de las farolas. Su cara oculta. Un derecho que nadie debería negar a las farolas. Si la luna, tan elogiada por todos (ya sean poetas o iletrados, nobles o villanos, banqueros o hipotecados) tiene cara oculta, ¿por qué no han de tenerla las farolas? Nadie ha sido capaz de rebatir con éxito este sólido argumento de nuestras luminosas amigas.
Lo triste es que, amparadas en él, algunas farolas presentan una cara oculta perversa y desleal. Un lado oscuro desconocido y tenebroso, que solo enseñan cuando el particular interés de la farola intuye que le puede resultar conveniente. Es patético ver, en esos casos, como farolas que se sostuvieron en pie durante las duras y desapacibles noches de tormenta gracias al abrazo de un hombre que las confundió con la luna, se apagan, voluntariamente, para ensombrecer un camino que, muchas veces, está en su encrucijada más difícil.

Aún más penoso es comprobar que ni siquiera son capaces de responder a cuestiones menores, intrascendentes... en asuntos sencillos que la farola podría resolver sin apenas usar esos vatios que tiene reservados para sus nuevas y más altas perspectivas. Porque es verdad que las farolas crecen. Sobre todo, las que tuvieron una fuente de alimentación potente en aquellos decisivos momentos en los que sus cables presentaban riesgo flagrante de tener una derivación fatal o un cortocircuito irreparable.

Farolas de cara oculta que abandonan en la penumbra a quien encendió su luz.
Lánguidos y enjutos centinelas que cierran los ojos a la verdad... farolas mudas que suben y suben en una permanente escalada de efímera soberbia hasta que, un día, acaban cayendo desde lo más alto de su orgullo sin que ya las espere abajo un brazo amigo que pueda sujetarlas antes de que se estrellen contra el suelo amargo de su infinita y solitaria tristeza.

martes, 11 de junio de 2013

Sueños de cristal

Mitsuo Miura imagina recuerdos cada vez que visita el Palacio de Cristal del Retiro.
No me sorprende, la verdad, porque es un lugar que estimula los recuerdos y, también, los sueños. Una vez, hace ya mucho tiempo, pasé una noche junto al Palacio de Cristal. Fue una noche estrellada, sin luna, cuando junio aún no era ese mes diferente que, más tarde, perdería lo que le distinguía de sus once compañeros de calendario.
Las estrellas son muy luminosas cuando no hay luna. Y más, aún, si se reflejan en un pequeño y tranquilo lago como el que reposa bajo las escaleras que acceden al palacio que construyera Ricardo Velázquez en el ya muy lejano 1887. A mí me gusta recordar que el cristalino palacio madrileño tuvo un hermano mayor en Hyde Park. Un hermano que murió, desterrado, en un fatídico incendio. ¿Cómo pueden arder el hierro y el cristal?, me pregunto con frecuencia...

Soñar en esas circunstancias es muy fácil. Se escucha siempre una música dulce y suave, entrecortada, en aquel tiempo, con el rugido de algún león perezoso de la no muy distante Casa de Fieras, un león que, encerrado en su pequeña jaula, añoraba, sin duda, la inmensa sabana del Serengeti.
Ahora no quiero volver. ¿Para qué? ¿Para imaginar recuerdos invisibles como el artista japonés? Algunos sueños, igual que el palacio, son de cristal. Demasiado frágiles, a pesar de la sólida estructura sobre la que unos y otro fueron construidos.

Miura ve columnas en el interior del Palacio de Cristal. El otro Miura, Miguel, veía, a través de los ojos de uno de sus personajes, las diminutas lucecitas del puerto. Y se las enseñaba, desde el balcón de su hotel, a cuantos huéspedes ocupaban su mejor habitación... aunque, en realidad, don Rosario (que así se llamaba el personaje) no veía nada, a causa de su vista débil.
Eso pasa porque todos queremos ver lo que un día nos gustó. Y, a veces, lo vemos... aunque tengamos la vista débil... o la memoria, que es un mal muy frecuente.

A mí se me ocurre que, tal vez, fueron esos sueños frágiles, pero intensos, los que provocaron el imposible incendio del hermano mayor londinense de nuestro palacio. Claro que también es probable que alguien destruyese, intencionadamente, el Crystal Palace para borrarlo de su recuerdo para siempre.

En el paseo que bordea el lago artificial que enmarca la que, en mi opinión, es la más bella imagen del Retiro madrileño hay una pequeña gruta, que nos recuerda a la vecina jaula del oso pardo, hoy ya vacía, por la que me gustaba pasar entonces, cada vez que visitaba mi rincón favorito del parque. Pero, sin duda, la escalera que se sumerge en el lago es su detalle más especial. Por ella bajaban, cada noche de junio, las intangibles ninfas del estanque, saliendo de la imaginación del poeta... o del fantasmagórico invernadero que acogió a la tropical flora filipina cuando aquellas islas aún eran españolas.

Los sueños suelen ser de cristal, sí. Es una de sus características más notables y frecuentes. Por eso no es raro que muchos se hayan quedado encerrados en este palacio. Los sueños nacen con vocación de ser efímeros, como el Palacio de Cristal del Retiro, pero ocurre que, en ocasiones, se quedan con nosotros para siempre.
Lo mismo le pasó a esa gran estructura, etérea y transparente, que nos devuelve a esas noches sin luna que duermen en el alma de los que no se han dejado atrapar por el silencio del orgullo.

martes, 4 de junio de 2013

Minúsculos baobabs

Los baobabs suelen ser árboles de gran tamaño, aunque hay quien apunta, no sin razón, que casi todo lo que crece mucho, algún día fue pequeño. Supongo que a los baobabs también les pasa.
Aparte de sus considerables dimensiones, este árbol africano tiene unas características morfológicas que le diferencian de casi todos los demás. Una de ellas es su enorme tronco de forma de botella, pero aún es más singular su curiosa y despoblada copa, que nos hace pensar que es un árbol que ha crecido al revés, con las raíces apuntando al cielo y su verdadera copa bajo tierra.

Sin embargo, no es así. Al igual que ocurre con tantas otras cosas en la vida, las apariencias engañan en el baobab.
Hay muchos baobabs humanos por ahí sueltos que nos enseñan algo que parece lo que no es. Sentimientos que simulan elevarse hacia lo más alto, con grandeza y solidez, lanzando sus falsas raíces al infinito, cuando, en realidad, esconden sus verdaderas intenciones bajo tierra.
Algunos de estos seudobaobabs también presentan una apariencia equívoca en otros aspectos de su naturaleza. Y esto puede llegar a afectar a la propia percepción de su tamaño, pues cuando creemos que algo es bueno, lo vemos más grande de lo que es. Toman ventaja estos pequeños árboles personificados de lo que simulan y, cual espejismo africano (más propio, eso sí, de zonas desérticas que del habitat nativo del baobab), aprovechan la desproporcionada y creciente percepción del ingenuo para convertirse a sus ojos en lo que no son ni nunca llegarán a ser.

¡Qué razón tenía el Principito de Saint-Exupéry! Él vio claro el peligro que representaban los baobabs en su mundo. Por eso estaba empeñado en arrancarlos cuando todavía eran arbustos.
Porque los baobabs, los baobabs humanos, son nocivos para la salud del espíritu. No hay que olvidar que el corazón de la mayoría de las personas es como un niño: siempre espera lo que desea. Eso lo coloca en clara desventaja frente a los baobabs que crecen delante de sus ojos, impasibles ante esa riqueza que no es posible comprar ni vender, pero que, a veces, se regala. Y a los baobabs que se instalan en nuestro corazón se les suele regalar.
Mientras tanto, ellos, como los del asteroide del Principito, no dejan de infestar con sus semillas los desprevenidos pericardios de sus víctimas, quienes los siguen viendo grandes, diferentes y mejores, aunque sean pequeños, comunes y peores.

Es importante eliminar de nuestras vidas a los baobabs y, para ello, hay que saber reconocerlos cuando están empezando a desarrollarse en el alma, en el corazón, en el espíritu...
Después será demasiado tarde y estaremos bloqueados por un bosque de minúsculos baobabs, que serán gigantescos para nuestro ánimo y obstruirán la voluntad. No nos será posible deshacernos de ellos y, cada noche, en la soledad del sueño, volveremos a encontrarnos con sus copas que parecen raíces que miran al cielo, con sus troncos firmes y tersos que recortan su silueta sobre el sol a la caída de la tarde... y con su terrible base clavada en lo más profundo de nuestra vida.