viernes, 10 de febrero de 2012

En busca de la excelencia perdida

Hace unos años, cuando el mundo occidental no luchaba por la supervivencia de su modelo, no nos conformábamos con el éxito, sino que era imprescindible luchar por alcanzar la excelencia en todos los flancos de la vida.
En lo profesional, todos aspirábamos a obtener esa superior calidad que nos prometía ser dignos de un singular aprecio en el mundo de los negocios. Las empresas se marcaban ése objetivo como necesario para dar el paso cualitativo preciso para seguir compitiendo en la cúspide. Las agencias de publicidad, todavía felices, no aceptaban estar en el escalón inferior al de la gloria terrenal...
Algunos, claro está, también conocían el significado de la palabra excelente en el ámbito de la vida privada.

Cuentan las crónicas de la otra transición (ésa que nos está llevando del éxtasis al tormento), que muchos eran los que escribían en sus agendas esa triunfal palabra sin conocer su verdadero significado. Y, sobre todo, sin reparar en que la excelencia es un concepto que lleva consigo un nivel de exigencia que va más allá de lo efímero. Quien, por ejemplo, allá por el lejano 1994 se atrevió a constatarlo de su puño y letra como efemérides, debería haber pensado en su vocación de futuro.

Hoy quisieran borrar de donde no es posible hacerlo algo que si no somos capaces de mantener es porque la apreciación pasada fue incorrecta. Y es que veintiocho años de afiliación a la Seguridad Social se nos vuelven escasos en un día como éste, en el que se preferiría contar cuarenta... o, aún mejor, ninguno.
Un teórico de las redes sociales se preguntaba ayer mismo, en el foro de la eterna duda existencial: "¿De qué sirve tener casi cien amigos en común si nosotros no lo somos?". Pero hay algo aún más cruel. Algo que solo sabe quien grabó en su mente la misma palabra doce años después, con una exactitud tan imprecisa como aparentemente exacta, mientras ya se estaba gestando el gran plan de desmantelamiento de la excelencia imaginaria.

El caso es que hoy, cuando tantos se conforman con una vida desnutrida de ilusiones, sigue existiendo alguien que busca la excelencia. Es alguien que sabe que es posible alcanzarla, que no depende de que las condiciones del entorno sean favorables o no, sino de la voluntad que anida en nuestro interior.
No pudo lograr, dos veces en la misma fecha (con doce años de intervalo), una categoría de excelente algo que hoy no tenga la posibilidad de recuperarla. O no lo fue entonces o puede serlo ahora.

Las empresas, las agencias... las personas que en aquel tiempo lo escribieron en sus cuadernos de bitácora tienen ahora el compromiso de intentar repetirlo. Aquella singladura no pudo durar, tan solo, las habituales veinticuatro horas. Porque en el universo de las voluntades y en los siete mares de la vida, las singladuras nunca terminan realmente.
Hay que recuperar la determinación de perseguir la excelencia. Si entonces, con los vientos favorables de la edad de las promesas, fueron objetivo, hoy, cuando la sorda y pertinaz galerna de la tristeza nos aleja del puerto, deben volver a nuestro rumbo por muy frío que sea febrero en estas latitudes que nos ha tocado vivir.

Hoy es el día en el que hay que volver a buscar la excelencia perdida. ¿A qué esperamos?