lunes, 26 de diciembre de 2011

Año nuevo, vida vieja

Pero así es la vida que nos ha tocado, le dijeron. Y él lo aceptó, en un principio.
No era un día bueno para discutirlo, desde luego, aunque el final del año estaba próximo y eso ofrecía una perspectiva diferente a la frase o, al menos, añadía una cierta debilidad a la rotundidad determinista de aquella trágica afirmación.
Sin embargo, el pesimismo latente en aquella sentencia no invitaba a grandes esperanzas. Claro que es cierto que muchas veces decimos ciertas cosas queriendo, en realidad, decir otras. ¿Sería éste uno de esos casos?

Tímidamente animado por esta posibilidad, se decidió a introducir la frase en el célebre Traductor Ideológico Secreto, ideado, hace ya muchos años, por aquel viejo inventor de ilusiones perdidas, hoy relegado al olvido.
La máquina estaba abandonada y casi cubierta por el polvo y las telarañas, pero seguía funcionando. Igual que en aquellas épocas en las que ella tradujo sus palabras de forma tan confusa y temporal.
Así que, una vez comprobado el artilugio, la frase fue introducida en él. De su interior surgieron esos ruidos tan peculiares, difíciles de distinguir de las notas de la obertura que Verdi estrenara en el Teatro Imperial de San Petersburgo, en 1862. Pocos minutos más tarde, tres traducciones salieron, de forma sucesiva, por la oxidada ranura posterior de aquel singular aparato.

La primera de las interpretaciones que el Traductor Ideológico Secreto proporcionó era la más simple y concreta de las tres: "Es lo que hay", decía lacónicamente.
Tras ella, apareció otra: "Tú y yo compartimos la misma vida". Esta poco esperada traducción tenía, sin embargo, una lógica aplastante, ya que la frase original hablaba en singular de la vida, sin que, en ningún momento, sugiriese que las de uno y otro fuesen diferentes. La vida de los dos era, según esta más que razonable versión, algo común a ambos. Su corazón empezó a latir un poco más deprisa.
La tercera no era una traducción, sino una pregunta: "¿Nuestra vida nos toca o la hacemos nosotros mismos?".

La última acepción de la frase era, por el contrario, una triste alternativa. ¿Quería decir que habían sido ellos los que habían provocado que la vida fuese como era? Ella encontró, escondida entre lejanos papeles y emociones proscritas, una tarjeta en la que podía leerse: "Año nuevo... vida nueva". Pero, año tras año, la vida nunca había sido nueva del todo. Parece que eso era algo que, por unas causas u otras, no tocaba.
También es cierto que muchas veces luchamos con armas equivocadas. Cuando así lo hacemos, lo normal es salir derrotado por esa vida que suele ser más pertinaz que nuestra determinación.
Dicen los sabios que el marco general no lo ponemos nosotros. Y que sobre él tenemos poca capacidad de actuación. Pero también aseguran que en el interior del cuadro hay suficiente margen para modificar con nuestros propios pinceles el contenido de la obra.

Él se alejó, acercándose a la esquina del cambio de año, lleno de dudas. Sin poder evitarlo, los versos del monólogo de Hamlet retumbaron en su cabeza:
"...Así la conciencia hace de todos nosotros unos cobardes; y así los primitivos matices de la resolución desmayan bajo los pálidos toques del pensamiento, y las empresas de mayores alientos e importancia, por esa consideración, tuercen su curso y dejan de tener nombre de acción...".
Al pasar junto a la vieja máquina, de la que habían salido las tres traducciones, no vio un cuarto papel que había quedado atascado en la oxidada ranura posterior. Un papel con vocación de grito silencioso en el que, de haberlo visto, hubiese podido leer: "Año nuevo, vida ..e.a". Algunas letras de la última palabra no se veían bien.

Es lo malo que tienen esos instrumentos tan obsoletos... como el entendimiento humano, por ejemplo.
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jueves, 22 de diciembre de 2011

Christmas party

Nada hay más triste que la Navidad.

Juan llega con sus recuerdos en el bolsillo y el corazón encogido por tantos años de nostalgia. María le espera con sus ojos cansados de mirar intensamente hacia el interior de su alma.
La Navidad era una fiesta. Las luces de las calles amortajaban la soledad de quienes buscan la compañía de su infancia para sobrepasar una noche fría a la que todos queremos apartar de nuestra propia realidad.

Todos los pensamientos vuelan esa noche hacia donde no deben hacerlo. Ni siquiera es necesario contarlo aquí, porque es un secreto compartido por toda la humanidad, sobre el que existe un gran pacto de silencio. Lo sabemos, pero no podemos decírnoslo ni a nosotros mismos.

A veces, un destello de esperanza confunde a Juan, pero solo es un fogonazo en la retina de un corazón que navega por el infinito espacio sideral de unas estrellas lejanas, todas fugaces. Todas menos aquella que se perdió en la galaxia de los mil errores. Esa que nunca apagará su brillo gélido y obstinado.
De pronto, unos villancicos, que suenan en el espíritu de Juan más tristes que el adagietto de Mahler, se cuelan a través de un cristal empañado por unas palabras que nunca consiguieron llegar a su destino. Todo es aún más extraordinario en mitad de la noche más difícil del invierno.

No muy lejos de allí, otros ojos enjugan con destreza unas lágrimas que no pueden ser vistas. Son ojos que piensan lo que unas manos dijeron pocos días antes. Sin embargo, esas manos hubiesen querido decir algo diferente. Hubiesen querido, incluso, derribar el muro que ellas mismas, con ayuda de Juan, construyeran entre ambos. Es curioso la de cosas que se hacen queriendo hacer otras.
Nada hay más triste que la Navidad.

Una copa se alza, dorada y espumosa, bajo una luz amarilla y poderosa que esconde una profunda oscuridad. Una oscuridad que todos sienten y todos niegan. "¡Feliz Navidad!", dice el más osado. "¡Feliz Navidad!", mienten todos sin convencimiento alguno, mientras unas gotas de espuma caen sobre la palma de una mano que se cierra con rabia.
Están siendo unos años muy duros, para todos (recalcó), entre unas cosas y otras. Juan agradeció el para todos de aquel mensaje de paz. Lo agradeció rodeado de una tristeza infinita. Ella lo había escrito con pena y un poco de dolor, es cierto, pero hasta las palabras son más caras en los tiempos del miedo. Dos días más tarde, en su noche navideña, cayó, por fin, una furtiva lagrima sobre el breve poema que escondía en su pecho. La tinta se corrió, pero aún podía leerse el verso de Machado pese al perjuicio causado por el involuntario homenaje a Donizetti: Hoy es siempre todavía.


Nada hay más triste que la Navidad. Pero así es la vida que nos ha tocado.

jueves, 8 de diciembre de 2011

Jinetes en el cielo

Fue ya hace muchos años, muchos, cuando Elder Barber, "la voz de oro de la radio", cantaba esta canción. Ya sé que nadie recuerda a Elder Barber. Pero esto no hace más que reforzar la indiscutible realidad de la fragilidad de la memoria.
Aquellos jinetes cabalgaban con frecuencia por las ondas, detrás de una manada a la que estaban condenados a conducir a lo largo de toda la eternidad. La dulce voz de Barber apenas era capaz de suavizar la inquietante sensación que su terrible castigo producía a quienes escuchaban, más o menos atentos, al otro lado del receptor.

Pasó el tiempo y el destino quiso que una nueva maldición celeste acogiera a otro jinete renegado. Tal vez fuera medio siglo el tiempo transcurrido, aunque eso carece de importancia. Lo que sí la tiene es que su morada celeste recordaba mucho a las estancias del purgatorio y acabó pareciéndose a los suelos de mármol del infierno.
El té floreció por primera vez en los comienzos de diciembre y, dos días más tarde, se convirtió en una visión fantasmagórica, muy próxima a la alucinación que sufriera el lejano y solitario jinete cuando, en mitad de aquella noche oscura de terrible tempestad, viera cuernos negros con brillo de metal...
Sí, tenían brillo de metal. De vil metal, sin duda.

Pronto, el océano se interpuso entre sus sueños. Sueños fatuos que solo sirvieron para profundizar en su desgarrada fantasía, tan apartada de la verdad. Porque este jinete confundió su delirio con un torrente que remontaba las cumbres de la iniquidad, invirtiendo el curso de una corriente helada que se precipitaba desde el futuro hacia el vacío.
Todo estaba calculado. Todo estaba atado y bien atado. Pero aquel vaquero de cabeza dura se empeñaba en sus reflejos celestiales. Hubo que engañarle una vez más. No quedó más remedio.

Es cierto que los ojos de esas bestias eran brasas al mirar... que los cascos de sus patas centelleaban al pisar...

La única solución era una apuesta doble al 7 y al 9. Una jugada maestra, escondida tras unas pocas hojas de té y realizada con fichas robadas al viejo crupier. Eran unas fichas muy gastadas, desde luego, pero servirían para mantener la esperanza sobre aquel tapete de color azul pálido, tan nuevo como ajado por el roce de una mirada que desgastaba las almas y embalsamaba corazones.
Primero se apostaba todo al 7. Luego, sin retirar de la mesa de metacrilato las ganancias, se doblaba la apuesta, echando el resto al 9. Era infalible, claro está.

Nadie escuchó esta vez a Elder Barber. Pavarotti y Leonard Cohen habían usurpado su puesto. Fue un año como éste. Idéntico a éste. El lunes siguiente, él creyó escuchar una voz que se enredaba entre la lámpara y el techo, una voz dulce y melodiosa, como la que la radio le regalaba en los tiempos de su infancia: Detrás de la manada, cabalgando sin cesar... jinetes celestiales la trataban de alcanzar...
Solo era su imaginación. La realidad era bien distinta. Un avión trazaría, poco después, esa celeste ruta por la que las almas condenadas de tantos crédulos jinetes deberían galopar eternamente, sin poder ya recuperar la paz ni alcanzar el descanso.

Eran jinetes en el cielo. Y aquel vaquero los vio.
    

viernes, 2 de diciembre de 2011

Viento del Este, viento del Oeste

Corría el año de 1930 cuando Pearl S. Buck escribió su primera novela, East Wind, West Wind. Probablemente, hoy sigue siendo su obra más conocida, aunque, como es lógico, yo siento una especial debilidad por La Estirpe del Dragón.
Pese a ello, el título de aquella primera obra siempre me ha fascinado.
Todos saben que Buck vivió muchos años en China, en tiempos difíciles, y eso fue la causa de que varias de sus novelas se desarrollasen en aquella lejana y milenaria tierra.

En realidad, esa influencia tiránica de dos mundos tan diferentes, que es el eje de su narración, es habitual en casi todas las facetas de la vida. Siempre tenemos dos fuerzas (más de dos, a veces) que nos empujan, cada una en una dirección diferente. O, mejor dicho, en la misma dirección, pero en sentidos opuestos.
El verdadero calendario, ése cuyas profundas muescas atraviesan el pecho sin miramientos, es tan perpetuo y atemporal como nuestra empobrecida memoria. Por eso, entre un gigantesco círculo londinense y una noche lisboeta que nunca existió, queda el hueco exacto para un enorme 29 que este año se convierte en 23 y que me recuerda que entonces eran 27.

El viento de los sentimientos siempre viene del Este. Nos guste o no, es así. Quien ha tenido durante muchos años sus emociones volando en una cometa lo sabe a ciencia cierta. Y es verdad que del Oeste llega otro viento dulce y suave, de efectos anestésicos, pero no hay nada que hacer. De poco sirve esa falacia recurrente con la que tratamos de adormecernos, fingiendo una lucha inexistente entre cabeza y corazón. Es el mal llamado corazón el que nos guía. La supuesta cabeza no es más que nuestro particular argumentario, organizado con mejor o peor habilidad y fortuna, para justificar nuestra incapacidad en la casi imposible tarea de asumir la propia realidad.

En la ya octogenaria novela que da título a esta reflexión, Kwei-Lan sufre en silencio por no ser capaz de rebelarse contra lo establecido. Está atrapada entre dos mundos tan distintos como intransigentes. El concepto libertad no deja de ser una forma subjetiva de juzgar las alternativas vitales.
En los tiempos actuales, las kwei-lans de nuestros días también acaban dejándose llevar por ese viento del Oeste, monótono e irrelevante, pero mucho menos peligroso que el que hacía volar tan altas sus cometas.
Yo no creo que sea el vértigo, como asegura el viejo proverbio chino, el que hace que sea el viento más débil el que las arrastra. Para mí sigue siendo un misterio que las más elementales leyes de la física se desbaraten, sin remedio, cuando se presenta el ineludible dilema ante las kwei-lans contemporáneas, tan modernas ellas, eso sí.
Mi modesta teoría (desde luego, carente aún de confirmación científica) es que ese flojo viento del Oeste sopla a ras de suelo, mientras que el poderoso viento del Este vuela demasiado alto para que sean capaces de mantenerse tanto tiempo lejos de ese terreno sólido y seguro que, en última instancia, precisan las kwei-lans del 29, el 23 e, incluso, las de 27.

Ni siquiera hoy, cuando el 2 ya es un 5, se atreven. Pero da igual lo que haga Kwei-Lan: el viento del Este existe. Y seguirá soplando eternamente.