viernes, 18 de noviembre de 2011

No hay caos que por bien no venga

Aquel hombre caminaba despacio por la Avenida de la Ópera bajo las frías luces de una solitaria noche de noviembre.
En realidad, no se dirigía a ninguna parte. Subía (o, tal vez, bajaba) por aquella casi imaginaria y ancha vía que une las históricas residencias de los dos fantasmas más célebres de París. Apenas se cruzó con un par de mecánicos viandantes que sí parecían conocer el destino de sus pasos. Portales, ventanas y escaparates permanecían herméticos y despiadados, iluminados por la engañosa claridad de la memoria.
Atrás, no muy lejos de allí, se encontraba su propio balcón, desde el que podía verse el viejo palacio, siempre que la mirada no estuviese velada por el llanto o por la nostalgia.

Fue casi una noche triste. Cuando el frío se desvaneció en el interior de su dormitorio, aquel hombre, perdido en una penumbra que aún tendría muchos años por delante, siguió insistiendo en su particular Teoría del Caos. No era la teoría convencional, ni tampoco defendía las bien documentadas tesis del Efecto Mariposa.
La verdad es que aún no había pasado el tiempo suficiente para consolidar, de forma experimental, los grandes principios empíricos de su opinión filosófica sobre las consecuencias del impredecible comportamiento de los sistemas dinámicos personales. Por el momento se conformaba con apreciar una manera de actuar incipientemente errática en la condición humana. Era, sin duda, demasiado pronto para formular las conclusiones deterministas a las que el destino le acabaría llevando sin remedio.

Una noche sin día anterior ni posterior. Una noche colgada en el tiempo.
El ambiente de la calle no era lo único frío, desde luego. Sin embargo, es preciso tener en cuenta que la frialdad, manejada con profesionalidad y constancia, llega a confundirse con un cierto nivel de calor, ya que la temperatura (como muy bien saben nuestros amigos Celsius, Réaumur, Farenheit e, incluso, Lord Kelvin) no deja de ser una magnitud relativa.

Ignoro si la residencia circunstancial de aquel hombre tenía algo de normanda, pero es un dato cuyo conocimiento no nos ayudaría a descifrar el enigma de esta historia. Lo que sí es relevante es que, tras largos años de estudio, llegó a modificar el enunciado de la Teoría del Caos, trasladándola al universo de las relaciones entre las personas. Eso le condujo a cambiar el paradigma general y, también, el propio concepto de caos. Para aquel hombre que una noche como ésta caminaba sin rumbo por la Avenida de la Ópera, el caos dejó de ser un orden de características impredecibles para convertirse en un desorden temporal y duradero que siempre desemboca en la vuelta al orden establecido. El Efecto Mariposa lo dejó reducido a una permanente sensación unilateral en el estómago, solo compartida en momentos muy específicos.

Su segunda gran conclusión fue que, por muy significativa que sea la modificación introducida aleatoriamente en la ordenación social vigente, solo es capaz de desviar el resultado final (final en apariencia, claro está) durante un tiempo pero, tarde o temprano, el orden vuelve a su destino original, con independencia de la intensidad emocional desplegada y del volumen de los sentimientos utilizado en el proceso.

La humanidad está, pues, bien protegida de los terribles peligros que implicaría la veracidad de la catastrófica Teoría del Caos. La sociedad está a salvo.
Desde esta innovadora perspectiva, el desorden temporal de las emociones, provocado por la introducción de elementos caóticos en el orden establecido, genera en la otra parte una reacción de racionalización ética inducida, que actúa como una vacuna ante los flagrantes riesgos de una de las más graves enfermedades psicosomáticas conocidas a lo largo de los siglos: el ansia de libertad emocional.

Pocos saben que fue aquel hombre quien materializó, a través de su experiencia personal, el descubrimiento de una ley universal que había permanecido oculta entre las alcantarillas del Palacio Garnier y los sótanos del Louvre.
Su castigo por sacarla a la luz fue el destierro del futuro. Una cadena perpetua que cumple en algún lugar del mundo de los sueños. Ése del cual nunca podrá ser desterrado.

miércoles, 16 de noviembre de 2011

Bajo los tilos

Confundo mucho El Barbero de Sevilla con Rigoletto. Y hay que reconocer que es una confusión muy rara, porque no se parecen en nada. Pero yo las confundo mucho. Sobre todo en Berlín.

Puede que sea verdad eso de que noviembre es un mes más frío entre la Puerta de Brandenburgo y la Isla de los Museos que paseando por Ku'Damm. También es posible que sea cierto que allí las gafas de sol suelen ser redondas y que el mismo restaurante se repite noche y día frente a la iglesia del Kaiser Guillermo...
Pero estas razonables explicaciones no serían suficientes para confundir esas dos óperas tan diferentes. Como tampoco lo es que el papel de Gilda lo interprete una soprano negra en la Deutsche Oper ni que el montaje de la obra de Rossini en la vieja Staatsoper fuera tan escaso de recursos en aquellos tiempos.

Una confusión tan absurda como la mía me lleva a pensar que en la vida hay muchas cosas que no son lo que parecen. Y que algunos vemos cisnes volando sobre pequeños lagos cuando, en realidad, hay habitaciones de hotel con piano, mucho más confortables, a la larga, que la de un pequeño y moderno Seehof, por muy romántico que sea el entorno para algún despistado que siempre se equivoca.
El caso es que el estado fisiológico del cisne, impropio de un ave, no fue obstáculo para el vuelo, aunque un observador que hubiese estado más pendiente de los detalles que de sus emociones, habría reparado en la escasa altura del mismo. El cisne voló sobre las frías aguas del lago sin apenas separarse de ellas. Fue como si quisiera volar y nadar al mismo tiempo, permaneciendo entre dos mundos que se acercaban por imperativo del destino, como el Este y el Oeste, pero que no llegaban a unirse del todo, pese a no estar ya separados por un muro. Y es que este había caído para la vista, pero seguía firme e inexpugnable en el interior del alma. Una leve pluma se desprendió del pecho del cisne y voló al capricho del viento.

Sin embargo, allí siguen el Altar de Zeus y la Puerta de Istar. Pérgamo y Babilonia unidas en una pequeña isla, al final de un paseo protegido por la tupida sombra de los tilos y los sueños.

Al otro lado de la ciudad y de la historia, el aroma húmedo del pequeño lago plateado seguiría envolviendo durante varios años la vida de una pareja de cisnes, tan iguales por fuera como distintos por dentro. Hasta que un día de invierno, uno de ellos desapareció. Hay quien dice que voló sobre los tilos hacia la pequeña isla del Spree, pero otros aseguran que se quedó en el fondo del lago, esperando un noviembre más cálido en el que ocupar la vacía butaca de la Lindenoper y a que en su conciencia dejasen de resonar las notas de aquel inesperado piano.

Entretanto, el Duque de Mantua, empeñado en que yo siga confundiéndole con el Conde Almaviva, sigue cantando, una y otra tarde, con su poderosa voz de tenor: "... qual piùma al vento... muta d'accento e di pensier...".