martes, 26 de octubre de 2010

La felicidad

La felicidad existe. Y hay quien afirma que va más allá de una lata de Coca-Cola. Bien es cierto que esto último no está ratificado científicamente, pero parece ser que podría ser así.

En cualquier caso, este detalle no es significativo. Lo importante es que está constatada la existencia de la felicidad.
Ahora bien, la RAE admite tres acepciones distintas para este concepto y eso es algo que merece ser considerado con un poco de oportuna reflexión. De las tres, las dos últimas son asimilables. "Suerte feliz", dice una. "Satisfacción, gusto, contento", define la otra. Ambas están en la órbita de lo que casi todos admitimos como su significado real e, indiscutiblemente, positivo.
Sin embargo, la colocada por el diccionario en primer lugar produce una cierta inquietud filosófica. A mí, desde luego, me intranquiliza, aunque, tras un análisis sereno, debo reconocer que tiene serios visos de verosimilitud.
La definición perturbadora para espíritus inocentes, como el mío, habla, también, de una disposición anímica, pero la vincula a una causa necesaria: "Estado del ánimo que se complace en la posesión de un bien".
¿No decían que el dinero no daba la felicidad? Vale, admito que la RAE no especifica la naturaleza del bien poseído, que hasta podría ser inmaterial, pero...

Así me explico muchas cosas. Y todo me pasa por no conocer en profundidad nuestra lengua. Un montón de años creyendo que la felicidad era una sensación independiente y libre que nos alegraba el alma y resulta que está en función de la "posesión de un bien".
Pese a la RAE, me resisto a aceptar que la felicidad no sea siempre un sentimiento íntimo, cuya exhibición pública desmesurada la hace sospechosa de fraude. Pero puede que la Academia no esté equivocada... ¿quién no ha oído hablar, en nuestro mundo, de aquella estrella errante que fue faro de tristeza en la noche de la vida de tantos, hasta que se trufó de felicidad con la fortuna baladí de quien antes la repugnaba?
O sea, que la felicidad no es como la describió Palito Ortega, sino interesada y posesiva.
Pues va a resultar cierto. No debo cerrar los ojos a la evidencia, sé muy bien que hay quien mide su felicidad en metros de eslora, en caballos de potencia y en ladrillos con terrazas.
Puede que por eso llamemos infelices a los bondadosos y apocados. A los que no hacen ostentación de su interesada felicidad ni de la posesión de este o aquel bien.

A veces, cuando la publicidad nos habla, también nos justifica sus promesas de felicidad con el consumo o la compra de determinadas cosas. Vemos, con frecuencia, modelos y actores que escenifican la exhibición de su pública alegría, producida por el consumo de un producto o el uso de un servicio. Hasta las más ingratas tareas pueden trocarse en inmensa felicidad si nos enfrentamos a ellas bajo la protección de la marca adecuada.
No sé si estoy chapado a la antigua o soy demasiado moderno, pero no puedo evitar un cierto escepticismo ante la dramatización de una felicidad fingida y profundamente triste. Tan triste como la canción póstuma de las sonrisas disecadas por corazones taxidermistas, forrados a conciencia con terciopelo envenenado.

La felicidad existe... dicen.

domingo, 24 de octubre de 2010

Fusiones

Es cierto que la crisis ha paralizado la fiebre de las fusiones entre los grupos de agencias, pero, por otro lado, si esta difícil situación económica se prolonga mucho más en el tiempo, podría llegar a producir otro tipo de uniones de mayor alcance, algunas de ellas muy interesantes para los consumidores.
Me refiero a fusiones de marcas y productos que, bien resueltas, serían muy atractivas para determinados públicos y generarían sinergias insospechadas en los fabricantes.

No soy quien para proponer nada, desde luego, pero se me ocurren algunas combinaciones muy llamativas desde el punto de vista del consumo y de las necesidades del consumidor.
Cuando la crisis aprieta, hay que ser imaginativo y atreverse a buscar soluciones revolucionarias y rompedoras.
¿A quién no le gustaría, por ejemplo, disfrutar del Coca Cola Cao? Un producto llamado, sin duda, a liderar el mercado de las bebidas apropiadas para cualquier ocasión. ¿Y quién no compraría en El Zara Inglés, una fórmula candidata al monopolio mundial de su sector?
También serviría para la política, claro. Y resolvería dilemas complicados como el del momento actual, en el que millones de votantes lloran en silencio ante la posibilidad de tener que ejercer su derecho constitucional con un panorama poco edificante. El PPSOE podría ser la solución. Una solución que nos quitaría definitivamente las ganas de votar y daría, con mucha probabilidad, la victoria electoral a las marcas blancas de la política...
Pero mi marca fusionada favorita sería Durexcell. No quiero ni imaginarme la publicidad de este producto total: "... y dura, y dura, y dura...". Espectacular.

Fusiones las ha habido siempre. Hay quien fusiona la mentira con la verdad y obtiene un delicioso combinado de sutil inmoralidad, muy conveniente en determinados ambientes sociales y familiares. Muchos de estos artesanos de la enmienda a la totalidad de la ética, también mezclan ilusión con perfidia, consiguiendo una salsa espiritual agridulce, digna de acompañar a los mejores platos de la cocina sentimental cantonesa.
Son fusiones que cambian la naturaleza de las cosas, siempre orientadas a la protección del yo (y su circunstancia) y a la defenestración de los principios trasnochados de la lealtad, tan poco adaptados a las peripecias de la vida de nuestros días.

A mí me gustan más las uniones de marcas y productos que, humildemente, sugiero más arriba. Para las otras ya hay personas expertas a nuestro alrededor que, agazapadas tras luminosas sonrisas programadas, cubren sus relajadas conciencias con la natural indolencia de quien se muestra superior en virtud, aplicando la vieja y efectiva técnica del espejo del alma. Dicen que Lucifer era el más bello entre los ángeles.
El temblor de su mano sujetando un cigarrillo de nicotina y neuronas no pasó inadvertido para unos ojos que asistían a la comedia de mimos protagonizada por Canio y Nedda.

Tiempos difíciles para fusiones inocuas o para inversiones estériles. Pero nunca es mal momento para unir la voluntad con la constancia, conceptos expresados así en un lenguaje más actual que el de los eufemismos sinónimos, asimilados de las dos primeras virtudes teologales.

La tercera no tiene significado equivalente a día de hoy. Habrá que fusionarla con algo.

jueves, 21 de octubre de 2010

Sensaciones anónimas

Una amiga de un amigo de otro amigo coleccionaba sensaciones.
No quería recordar las cosas que había hecho, ni los nombres de las personas que había conocido. Tampoco tenía interés en fijar en su memoria lugares ni palabras, sólo se dedicaba a recordar las sensaciones que había experimentado durante el día.
Lo hacía desde niña. Llevaba tantos años haciéndolo que se convirtió en coleccionista.
Guardaba cada sensación en su interior, manteniéndola viva para poder recuperarla por la noche, cuando, liberada del asedio del mundo exterior, podía disfrutarla en la intimidad de su dulce y escondida soledad.
Eran sensaciones sin nombre. Desprovistas de la incómoda materialidad de la vida real, pero auténticas, completas y profundas. Sensaciones que llegaban hasta el fondo del alma, que removían sus emociones y alimentaban su espíritu.

Muchas veces me he preguntado si una actividad tirando a prosaica, como la publicitaria, sería capaz de copiar el modelo de la amiga del amigo de mi amigo, para utilizarlo como método de trabajo habitual o, al menos, como recurso creativo específico para esas ocasiones en las que la emocionalidad es más necesaria que la razón pura, cuya crítica está en permanente controversia intelectual desde que el filósofo alemán iniciara el debate, hace ya más de dos siglos.
La respuesta que flota en el ambiente (en el viento, que diría Bob Dylan) es positiva, aunque muchos confunden sensaciones con vulgaridades sensoriales y emociones con banalidades temporales.

En la vida, en cuyo espejo se mira la publicidad, ocurre lo mismo. Hay quien, de tanto falsear sus emociones, produce un descalabro sensorial en cadena que conduce a la miseria espiritual. Porque, aunque no seas coleccionista, las sensaciones anónimas que nos conmueven de verdad, imprimen carácter, en mayor o menor medida, dependiendo del grado de sinceridad con el que nos entreguemos a ellas.
Una conocida de la amiga del amigo de mi amigo, por ejemplo, era experta en falsificar sensaciones. Las convertía de buenas a malas (y viceversa) con gran profesionalidad e impecable esmero, hasta el punto de resultar irreconocibles para quienes las habían vivido en primera persona.
Los falsarios emocionales viven en permanente precariedad moral y solo los muy avezados son capaces de mantener el tipo de cara a la galería. La indiferencia fingida, sin ir más lejos, es muy difícil de controlar en esos momentos de soledad pública, en los que la claque ha dejado de aplaudir.

Me cuentan que también hay un mercado de sensaciones falsificadas de segunda mano. Parece ser que algunas se cotizan bien, pero la mayoría acaban en el top manta emocional y tienen poca salida. La otra noche, los colegas de la conocida de la amiga del amigo de mi amigo vieron unas cuantas esparcidas sobre un tapiz callejero remendado de sonrisas. La más repetida, por lo visto, era una versión pirateada de la novela de Sagan, en la que la tristeza se disfrazaba de alegría maquillada con intereses cenicientos.

No importa. Todos los falsificadores del mundo no serán suficientes para esconder esas sensaciones que se nos enredan por dentro y se quedan engarzadas en nuestra vida. Sensaciones anónimas que colorean nuestras emociones y hacen posible que nunca sea demasiado tarde para volver a sentir que detrás de cada invierno asoma una nueva primavera.

martes, 19 de octubre de 2010

Eficacia probada

En publicidad, el término eficacia es siempre redundante.
La eficacia es un fin, mientras que la creatividad es un medio. Y, si entendemos bien el concepto creatividad, me atrevería a decir que es, casi, el único medio eficaz en sí mismo. Hay otros medios, claro, como el dinero, pero suelen estar reñidos con la economía de recursos exigida por la verdadera capacidad de lograr el efecto que se desea, que siempre incluye hacerlo con el menor esfuerzo financiero posible.

Precisamente por eso, si una campaña consigue la eficacia a través de la creatividad, se produce un hecho relevante que satisface a todos los que amamos a nuestra profesión. Cuando, además, una acción publicitaria es innovadora y pronto imitada por otros, trasciende su propio éxito y se convierte en patrimonio del espíritu colectivo de la publicidad. La otra noche asistimos a la celebración de la eficacia, vestida (que no disfrazada) de creatividad. Una agencia que recibe este reconocimiento, tras haber sido ya ungida con muchos otros, puramente creativos, por el mismo trabajo, merece, sin duda, ser portadora del cetro y digna de llevar el laurel sobre sus sienes.

Porque, en el permanente carnaval de los tiempos que vivimos, hay quien se disfraza de sonrisas para exhibir una felicidad fingida, que se perdió en las trastiendas de unas almas que ahora flotan en el limbo del miedo a recuperar lo que desean. Sonrisas con botas altas, que se regalan, sin valor, a propios y extraños. Sobre todo a extraños. Aunque también se reparten a propios que destacaron, en su día, por ser impropios del honor con el que les invistieron.
Cuando las sonrisas se multiplican exageradamente y se exhiben, indirectas, ante el verdadero target, tienen poca credibilidad. Amplias e hiperalegres sonrisas de tristeza que esconden la verdad, pero que juegan a herir y profanan el tabernáculo de la conciencia. Sonrisas colgadas sobre un tono verde manzana y embutidas en la lucha contra la naturaleza y el tiempo.
Sonrisas eficaces, al fin, aunque carentes de creatividad y de emociones sinceras. Sonrisas que no suben al escenario, porque todo lo tienen calculado. Sonrisas que alegran la vida de los que ignoran y entristecen la de los que saben...

Pero nada de esto consigue empañar la eficacia premiada de una agencia que este año se hizo archipiélago y esparció su creatividad por todo un continente, tras una imprescindible escala en otra isla norteña.
Celebremos la eficacia de quien apostó por la innovación, de quien tuvo el Ángel de recibir lo que engendró hace una docena de años, escoltado por un equipo brillante y profesional, capaz de saltar entre volcanes templados y fríos para llegar a dejar impresas sus iniciales y su bicicleta de doble asiento sobre una tierra marina de acento suave y timples melodiosos, ayudando a desterrar un winter blues tan dañino y congelado como aquellas agridulces sonrisas de cartón-piedra.

Seasonal affective disorder. Una sensación de abatimiento bastante común entre quienes fueron privados a traición de la luz. Seasonal affective disorder, más conocido como SAD, una palabra inglesa muy apropiada para describir el sentimiento que producen sonrisas tan desordenadas...

Eficacia creativa. Eficacia premiada. Eficacia probada.

miércoles, 13 de octubre de 2010

Más dura será la caída

Fue la última película de Bogart. Un Bogart al que tengo simpatía desde que Ingrid Bergman le dejó plantado en aquella estación de París.
Desde luego, nunca me convenció la explicación que dio Ilsa. Y creo que a Rick tampoco le convenció. Por eso prefirió quedarse con el corrupto capitán Renault, que demostró ser mucho más de fiar que ella.

Engañar a los demás, vale. Pero engañarse a sí misma para seguir manteniéndose en el podio de las olimpiadas de la ambición, es muy peligroso.
Me contaron un caso de una atleta que, para no bajar en el escalafón, cada vez le ponía un escalón más al podio.
Estas huidas hacia el terreno desconocido que se abre delante de quien no tiene el valor de retroceder cuando es lo que toca, han sido frecuentes en el mundo de las agencias. Pero también lo son en el ámbito personal. Un sabio griego dijo que nunca se llega lo suficientemente lejos como para no poder volver sobre nuestros pasos. Sin embargo, esta máxima, que parece cargada de sentido común, es mucho más difícil de seguir de lo que podría resultar lógico. La vida no es el mus y no es peor jugador en ella el que se achica, sino el que se empecina en no reconocer su error.
Lo mismo pasa con algunas de esas mentiras construidas sobre una remota realidad. Obligan a seguir poniendo escalones en el podio. A veces se levantan tantos que da vértigo mirar desde arriba hacia la verdad. El órdago permanente no es la solución.

"The harder they fall", sentenció un amigo americano cuando conoció la historia de aquella náyade desmemoriada, convertida en miembro de una sociedad vacía y fatua. Peter Sarstedt lo dijo de otra manera: "Where do you go to, my lovely?".
La diferencia entre la película de Robson y la canción de Sarstedt está en el diferente destino de sus respectivos protagonistas. Mientras Toro Moreno era un desgraciado juguete sin futuro, la sirena alada descansaba en su lujoso apartamento del Boulevard Saint Michel, entre cuadros de Picasso y discos de los Rolling. Y se casará con un pobre millonario, como corresponde a una buena amiga del Aga Khan... pero ¿dónde irá su mente cuando esté sola en su cama, con su cabecita hundida en la almohada forrada de seda?
Yo disiento profundamente del bueno de Peter: no pensará en aquellos tristes y metafóricos callejones napolitanos en los que se forjó su alma desvencijada. Tampoco pensará en quien la sacó de una vida que la precipitaba sin remedio a la miseria espiritual, no. Sus pensamientos irán a Juan-les-Pins, a la Sorbona, a Saint Moritz...

Toro se creyó campeón del mundo, pero no era más que un paquete grande y torpe. La señorita, por contra, nunca humedeció sus labios, pese a brindar siempre con Veuve Clicquot y Napoleon Brandy. Él cayó de bruces sobre la lona, mientras que ella, con su eterna y suave sonrisa, seguía subiendo, como la dulce espuma de su champagne de etiqueta naranja. Las Ilsas de este mundo siempre tienen un Sam que les vuelve a tocar su canción y un soñador con sombrero que les consigue un salvoconducto.

"Más dura será la caída", masculló alguien cuando vio despegar aquel avión entre la niebla. Pero las sirenas voladoras son muy listas y sólo caen en la soledad de sus noches de blanco satén. Sin testigos.

domingo, 10 de octubre de 2010

Triple diez

Al principio le daba miedo. Luego, se lo tomó a broma. Y acabó sirviéndole de grotesca excusa para urdir aquella terrible fantasía que un magistrado calificó de 'delirio'.
Pero era verdad que un gran dragón negro estaba bordado sobre el tapiz amarillo que presidía el salón. Eso sí era verdad. Casi todo lo demás se lo inventó.
Nunca creyó en el Doble Diez, la fiesta nacional de la China insular. Pero ningún año faltó el regalo. Siempre buscaba algo original, porque sabía que el Señor Ramón jamás dejaba de acudir a la recepción de la embajada.
Para celebrarlo, se ponía aquel vestido rojo y largo, con una gran abertura en un costado, hecho en Taiwan por el gran sastre de la seda, el maestro Shang Frehd-Ha.

Sólo una agencia en España celebraba este día, organizando una fiesta parecida a la del Año Nuevo Chino. Era una agencia cuya mascota, un dragón de ojos tristes y largos bigotes, salía de su refugio, rodeado de banderas y guirnaldas, seguido de una alegre procesión de empleados, clientes y proveedores. Por la noche, la gran cena china ponía el colofón a la jornada.

Pero la chica del vestido rojo tenía otros planes. El Doble Diez era para ella un fastidio. Una nueva complicación. Ella quería algo más fácil, algo del estilo de los asuntos anteriores, pero mejor, más duradero. Hizo todo lo posible por disimular. Los originales regalos chinos y el excelente pato servido en la comida confundían los sentidos y trastornaban el pensamiento. Era un truco excelente. Combinado con la seda roja producía unos efectos opiáceos inmejorables.
Sin embargo, el Doble Diez seguía repitiéndose, monótonamente, año tras año. Ya no sabía qué regalo comprar, se le estaba acabando el repertorio chinesco. Afortunadamente, quedaba Tintin y su Loto Azul. Dio mucho juego en tardes lejanas regadas de té.
El vestido seguía saliendo de su baúl todos los meses de octubre, para volver a su oscuro escondite el día once. Ella se veía distinta, pero los demás sabían que estaba igual. El vestido mágico obraba el milagro de evitar que el tiempo pasase para ella. Disfrutó muchos años de esta sensación... hasta que se dio cuenta de que era una trampa del destino. Ella perseguía el cambio, pero el cambio era imposible si, vestida de seda, el tiempo no avanzaba. Así que, un año, decidió no sacar el vestido del baúl. Como no podía ser de otra forma, el mundo se tambaleó a su alrededor. El viejo Doble Diez, casi centenario, se agazapó en su destierro de Formosa para no volver a salir. Los dragones perdieron su enigmática sonrisa y la luz se hizo negra y densa. Nada volvió a ser como era.

Hoy, por primera y única vez en cien años, el Doble Diez se convierte en el Triple Diez. Me gustaría pensar que ella va a dudar. Que sacará, tal vez en secreto, el vestido rojo de seda del interior del viejo cofre y se lo pondrá. Se mirará, en penumbra, al espejo y comprobará que la seda del maestro Shang Frehd-Ha sigue obrando el prodigio: el tiempo no ha pasado.
Y es que el tiempo no existe para los que creen, para los que sienten, para los que entregaron sus emociones y su alma. El tiempo sólo pasa para quienes quisieron construir la vida sobre los cimientos de la nada. Para los que dijeron "sí" y quisieron decir "depende".

Este domingo de otoño, el Triple Diez nos da a todos una nueva oportunidad.

miércoles, 6 de octubre de 2010

Belle de Jour

Hay quien sólo trabaja de día.
No es lo normal en la vida de las agencias. La publicidad obliga, con frecuencia, a pasar noches en blanco. Sobre todo, en vísperas de presentaciones. Sin embargo, hubo una agencia que abría por las tardes. La agencia se llamaba Après-midi. Pero en el mundillo publicitario todos la conocían con otro nombre: Belle de Jour.
Belle de Jour era una buena agencia. Una agencia que trabajaba de dos a cuatro y de ocho a diez, de lunes a jueves. Los viernes hacía jornada intensiva, de cuatro a diez. Por supuesto en verano, tal como marca el convenio, también trabajaba a diario de cuatro a diez.
Al principio, nadie pensó que una agencia con un horario tan pintoresco pudiera mantenerse mucho tiempo en el mercado. Se cruzaron apuestas y hasta hubo quien dijo que iba a durar menos que un merengue en la puerta del Nou Camp, pero se equivocaron: estuvo en activo más de veinte años. Y si dejó de operar fue porque una de sus socias, que había destacado como free-lancer antes de fundar la agencia, quiso volver a trabajar por su cuenta. Al parecer, le resultaba mucho más rentable. Ya se sabe que los motivos económicos están siempre detrás de los problemas de las agencias. Los económicos y los personales, porque algunas figuras de nuestra profesión esconden una gran soberbia tras el estilo desenfadado que lucen de cara a la galería.

Belle de Jour trabajó, con gran entusiasmo y aprovechamiento, tanto dentro como fuera de España. Madrid era su centro de operaciones, aunque actuaba, ocasionalmente, en otras plazas. Barcelona, Valencia, Sevilla, Segovia, Salamanca, Ávila, Toledo, Córdoba, Cáceres... fueron bien atendidas por Belle de Jour. Y, desde luego, también lo fueron varias de las principales ciudades europeas (Londres, París, Berlín, Amsterdam, Lisboa, Venecia, Frankfurt...). En "La Historia de la Publicidad", esa gran obra de Sergio Rodríguez, leemos que, incluso, hubo alguna intervención en los Estados Unidos.

Pero estaba claro que a Belle de Jour le faltaba algo. ¿Por qué seguía buscando lo que le había sobrado desde que apenas empezó a moverse con tanta desenvoltura entre unos y otros? Nuestra Séverine, como la original, antes de cambiar y volver a convertirse en un ejemplo de la sociedad más conservadora, luchaba por transgredir las normas de un universo vulgar. De un universo que la oprimía con una vida sin futuro y sin emociones. Perseguía una revolución ordenada, pero las revoluciones ordenadas no son revoluciones, sino evoluciones que apenas son capaces de cubrir los verdaderos objetos del deseo de quien busca una ruptura total con el pasado y, a su vez, quiere mantener la ropa seca y bien guardada.
Séverine no había nacido para enarbolar la bandera tricolor y, calado el gorro frigio con la escarapela bien cosida, tomar bastillas y atravesar barricadas a pecho descubierto. No, esta Séverine no era Marianne, sino una burguesa reconvertida en belle d'après-midi por los designios del destino, por las exigencias de su lucha entre la realidad y la fantasía.

Pese a todo, Belle de Jour fue un éxito. Un éxito raro, sorprendente, insólito. Dos mundos unidos, entrelazados y confundidos. Demasiada lucha para vivirla sólo por las tardes. Séverine quiso abrir, también, de noche. Pensó que el horario continuado permanente salvaría el futuro de la agencia. Luego cambió de opinión: quería abrir nada más que por las noches y los fines de semana.
No se dio cuenta de que la vida de una agencia es distinta. Estar pendiente del reloj o del calendario no conduce a nada. La publicidad, como el amor, no tiene horas, aunque éstas acaben siempre siendo parecidas. La escala de valores es la contraria. Lo de menos es cuándo suceden las cosas, lo importante es por qué suceden. Pero ella nunca lo entendió. Y mira que Buñuel y Kessel lo explicaron bien.

Après-midi tuvo que cerrar. Pero, como dice el poeta, tal vez esté en ese mundo lejano y silencioso que confunde los siglos con los días. Puede que allí espere a que pase otro mes, otro año... y otro día.

¿Existió realmente Belle de Jour, hasta que transgredió la frontera de los mundos paralelos o fue pura fantasía? Ojalá hubiese sido sólo un sueño... porque los sueños no destruyen la vida.