lunes, 26 de abril de 2010

Imposible venir mañana

No creo que el bueno de Larra hubiese estado preparado para esto. Y eso que él supo describir, con brillante acierto, el vicio nacional del "vuelva usted mañana". Pero, claro, esta nueva forma de enfocar el viejo asunto, tan sólidamente enraizado en la naturaleza más profunda de la burocracia carpetovetónica, probablemente habría sido demasiado para él.
Lo más curioso del caso, es que, muchas veces, quien manifiesta su imposibilidad de venir, viene para decirlo. Yo recuerdo haberlo vivido, al menos, en un par de ocasiones, pero, sobre todo, recuerdo la historia que me contó un buen amigo.
Durante muchos años, siempre tuvo una cita el dos de enero. Una cita misteriosa. Una cita con una mujer a la que nunca llegó a conocer. Ella le avisaba cada vez que llegaba la Navidad. Una llamada telefónica. Una voz suave. "No me gusta empezar el año trabajando", le decía. "Nos vemos el dos de enero".
Pero cada dos de enero, cuando mi amigo iba a salir de su casa hacia el trabajo, se encontraba una nota que alguien había introducido la noche anterior por debajo de su puerta: "Imposible venir mañana. Besos todos".
Su colección de hojas de calendario, todas de "Taco Myrga", era notable. Como también lo era la de notas manuscritas con la repetida misiva. Ella nunca llegó a ir a la cita que provocaba. Pero todos los años iba... para decir que le era imposible ir.
Hay mujeres que siempre van, explicaba mi amigo, pero hay otras que no vienen nunca. Lo malo es, matizaba, cuando las que no van a venir insisten y, por si eso fuera poco, vienen para decir que no vienen.

Acabó volviéndose loco. Cuentan que todos los días creía que era el dos de enero y que se pasó la vida sentado a la puerta de su casa, esperando un mensaje que, como ella, tampoco llegó.
No consiguió comprender que hay cosas en la vida que no llegan, probablemente, porque no existen. Porque no han existido jamás. En el desierto las llaman espejismos. En las ciudades suelen referirse a ellas con nombres más feos.
Mi amigo murió hace unos años, cansado de esperar, agotado por la tristeza. Un buen día se lo encontraron, tendido en el suelo, con una hoja de calendario en la mano y un pequeño papel amarillento en el bolsillo de la chaqueta, junto al corazón. A su lado, un viejo libro, "La Esfinge Azul", abierto por la última página, en la que podían leerse sus líneas finales, que parecían haber sido escritas para su epitafio:
"Esparció las treinta monedas de plata sobre su cuerpo desnudo. Ya no era ese cuerpo fuerte y joven de antes. Pero era el mismo cuerpo. La vida estaba lejos. La verdad estaba lejos. Cada una de las monedas tenía grabado un sentimiento, una emoción perdida. Los delfines lloraban con lágrimas de dragón, mientras las palomas volaban, batiendo sus alas negras, hacia esa isla remota y perversa, que sólo existe en el alma vacía de los que han llenado su corazón de mentiras para navegar eternamente hacia el silencio infinito".

Como él, muchos otros publicitarios españoles, siguen esperando, inútilmente, que vuelva mañana a nuestra industria una época que, año tras año, nos viene anunciando que no va a venir.
Y es que lo que no puede ser, no puede ser... y, además, es imposible.

domingo, 4 de abril de 2010

Papalagi

Todos conocemos los discursos de Tuiavii de Tiavea, el célebre jefe samoano que viajó a Europa en los años veinte y volvió a Samoa escandalizado por lo absurdo de la vida y costumbres de los hombres blancos, los Papalagi.
De sus muchas y sabias conclusiones, la que más profunda me parece es la de que "los Papalagi son pobres a causa de sus muchas cosas". En realidad, de esta proposición se deducen todas las demás de su doctrina.

Recuerdo bien cuando los publicitarios españoles éramos samoanos. Corrían los años setenta y ochenta del pasado siglo. La publicidad española se escribía en poemas de veinte segundos, dignos del lápiz de Picasso o de la pluma de Gracián.
Llevábamos bastante tiempo observando a los Papalagi en Cannes. A esos bárbaros del norte cuya publicidad parecía rica porque tenía muchas más cosas que la nuestra: más dinero de producción, más segundos... más cosas, en suma.
Pero nosotros, los samoanos españoles, teníamos al Gran Espíritu Creativo de nuestra parte. Y a una pléyade de publicitarios con talento y con ansia de gloria. Una generación brillante que no disponía de segundos en sus comerciales, ni de recursos en sus presupuestos que ocultasen su genio creativo tras todas esas cosas que les sobraban a los Papalagi.
Samoa triunfó en Cannes. Los Papalagi trataron de imitarnos, pero las muchas cosas de sus spots les estorbaban y disfrazaban su creatividad con técnica, dólares y libras esterlinas. Samoa no dejó de ascender en su éxito hasta que, en el 93, quedó, por única vez en su historia, primera en el gran festival, sempiternamente dominado por los Papalagi.

Entonces fue cuando nos hicimos ricos. Cuando nos hicimos nuevos ricos.
Todavía estamos pagando las consecuencias de una riqueza repentina que nos alejó del Gran Espíritu. Empezamos a tener muchas cosas. Y, como teníamos muchas cosas, las enseñábamos en nuestros comerciales, como los antiguos indianos enseñaban sus palacetes, sus palmeras, sus cadenas de oro y sus haigas.
Feo es hacer ostentación de la riqueza. Y, aún más feo, hacerlo de la que ha sido ganada con tanta precipitación. Claro que, en nuestro caso, más que feo fue tonto, porque entregamos nuestra gloria a cambio de unos cuantos platos de lentejas doradas.
Los vikingos recogieron el testigo, hasta que, después, lo heredaron otros samoanos, los samoanos argentinos y los samoanos del extremo oriente...
Fuimos desleales a nuestros principios, a nuestra verdad. Llegamos a creernos tan ricos, que queríamos tener muchas más cosas. Tantas cosas queríamos, tantas cosas necesitábamos, que nos sumimos en una profunda pobreza. Todo era insuficiente para nosotros. Lo único que nos sobraba era soberbia.
Incluso cuando nos abandonó la riqueza material fuimos incapaces de recordar nuestra naturaleza samoana: ya nos habíamos convertido en Papalagi pobres.
Y ahí seguimos, luchando contra nuestra falsa fortuna, contra nuestra reputación creativa de auténtico semilujo. Será difícil que vuelvan a nuestros balcones y a nuestras tapias aquellas golondrinas y aquellas madreselvas cuya creatividad puso a España en el mapa de la publicidad mundial. Tendríamos que hacer un ejercicio de modestia tan excepcional, para los tiempos que corren, que dudo que unos Papalagi tan aburguesados como nosotros tengamos ya aptitudes para ello.

Traicionar a la lealtad siempre trae funestas consecuencias. Sófocles decía, en una de sus grandes tragedias, que quien cambió tardes de sueños por un barco cargado de oro, vendió su honra al destino y entregó su alma a las Moiras. Por eso hubo alguien que, parafraseando la famosa cita de Méndez Núñez (o, mejor dicho, poniéndola en singular), dijo que más vale honra sin barco que barco sin honra.

En la radio se oía, precisamente, ese programa de música clásica titulado "El Humo de los Barcos".

viernes, 2 de abril de 2010

Making-of


Había que volver a intentarlo. Ni los delfines ni las tortugas hacen esas cosas. Y, desde luego, es de todo punto imposible que peces de colores se dediquen a organizar una representación de marionetas. Igual de raro era lo de Lady Di, los árabes y todas esas zarandajas. Sin embargo, estaba perfectamente grabado en el disco. Una y otra vez reproducía las mismas escenas. No era capaz de recordar nada de eso como real, pero tenía que haber pasado. Allí estaban todos: los especialistas, saltando con ímpetu por las azoteas de modernos edificios; Raphael riéndose junto a su improvisada familia de ficción... incluso estaba ella misma, retirándose el pelo de la cara con su propia mano. Parecía real. Muy real. Tanto como la playa de la Malvarrosa y aquel lejano vuelo de Iberia. O como Pavarotti cantando “Caruso”. ¿Por qué se mezclaban todas esas imágenes, todos esos sonidos? La vida se confundía con los sueños. Con unos sueños tontos que ya creía olvidados, que había borrado con esmero de su subconsciente. ¿A quién se le había ocurrido este disparate? ¿Quién había llevado, durante años, una cámara y un micrófono siempre a mano, para editar, luego, el making-of de su vida?

Nada de esto era políticamente correcto. Ella era una mujer honrada y respetable. Una madre ejemplar. Una casta esposa. Hasta el zascandil de Pablete se lo dijo, muchos años atrás, al botarate de su marido (hoy modélico hombre de negocios). Es verdad que a los tres presuntos clientes les sonó a guasa, pero lo había dicho. Mezclar, a estas alturas, delfines, tortugas y marionetas con rodajes serios de un anunciante tan poco propenso a las licencias creativas, no era procedente. ¡Qué fastidio! Un spot tan bien montado como el de su vida, puesto en entredicho por una moda estúpida y gratuita.

Cierto es que hay quien rueda los making-of para ilustrar, con la ventaja que dan casi dos minutos y medio, un comercial que no ha sabido resolver en veinte o treinta segundos. Después, cuando agencia, cliente y productora se distraen con el “cómo-se-hizo”, tienden a olvidar la mediocridad del producto verdadero, ése que carga con la cruz de su precaria naturaleza, expuesto a la cruda realidad de una duración que no admite fallos.
Pero este caso parecía, paradójicamente, inverso. El spot era impecable, limpio, formal, intachable. Era ese dichoso making-of el que lo estropeaba todo. Escenas robadas a su vida, sonrisas a destiempo, miradas a ojos demasiado transparentes, palabras sin censura... No era capaz de recordar cuándo había empezado esa moda de hacer reportajes de cada spot rodado. Lo peor era que, al principio, le había gustado mucho. Le había hecho gracia. Era un recuerdo agradable y divertido. Sobre todo de aquellos rodajes especiales. De aquellos rodajes con personajes conocidos. O de esos otros hechos en lugares lejanos y diferentes: Sudáfrica, Argentina, California... Un CD con una portada sugerente para enseñar a los amigos y, tal vez, a la familia (si no tenía imágenes comprometedoras, claro). Uno de ellos se perdió, pero seguro que andaba por ahí, se estaba volviendo un poco despistada con tantas cosas en la cabeza, con tantos equilibrios que hacer de cara a la galería. Nunca pensó que alguien iba a producir un making-of de su vida. Ni que lo iban a editar con esa banda sonora tan imposible de dejar de escuchar, por mucho que desconectase el audio.
Ahora añoraba aquella época primitiva en la que los anuncios de televisión se rodaban y listo. Sin estas tonterías, inventadas por las productoras para contentar a sus clientes y apartar su atención de lo fundamental.

El spot de su vida era magnífico. Todavía no estaba terminado, pero le estaba quedando redondo: una carrera de éxito, una vida personal intachable, un matrimonio feliz, una familia sin conflictos internos de ningún tipo... Pero el “cómo-se-hizo” era un desastre absoluto. Una verdadera catástrofe. Tantos nombres, tantos años... tantas tardes. La única esperanza era que también se perdiese este CD. Aunque no habría manera de destruir el master. Esa endiablada productora lo tenía grabado en su disco duro. Y no era un disco duro normal, no. Era un disco duro durísimo. Horriblemente duro. Imborrable. Ya le habían dicho, cuando estaba empezando, que no debía trabajar nunca con esa productora. Que era muy peligrosa. Interesante, pero peligrosa. Se lo habían advertido y no hizo caso. El intrigante dragón que lucía en su logotipo tenía una atracción fatal de la que no supo escapar. Es más, ella se empeñó en involucrarse en cuerpo y alma. Sobre todo en cuerpo.
Si don Guido fue un trueno vestido de nazareno, ella no le iba a la zaga. También asentó la cabeza de una manera española. Y, como él, puso tasa a sus escándalos y amoríos. Y sordina a sus desvaríos. La diferencia era que a don Guido le hizo el making-of el gran Antonio Machado y a ella una productora de nombre medio inglés y medio chino, de nivel poético sensiblemente inferior.

Se comenta que se ha creado un grupo en Facebook llamado “Yo también quiero que me borren el making-of”. Puede que se haga muy popular.